Del relator al relato

La política del siglo XXI es una verdadera caja de sorpresas. El antiguo tempo deliberativo del parlamentarismo y de la prensa escrita ha dejado paso al ritmo frenético del zasca y de las redes. Es la política como ráfaga, como cabriola, como constante giro inesperado.

Durante meses, el Gobierno de Pedro Sánchez desplegó una política de gestos para rebajar el clima de tensión en Cataluña. La estrategia socialista tuvo que hacer frente a una dura oposición. Pero todos teníamos la sensación de estar ante un choque que era más retórico que de fondo. La clásica esgrima parlamentaria, quizá un poco más contundente de lo habitual. Todo bastante previsible. Hasta que llegó el relator.

La figura del relator, envuelta en la confusión comunicativa, pulsó unos resortes hasta entonces desactivados. Se había tocado una tecla que iba directa al corazón. Nadie sabe muy bien por qué. Pero la espiral fue casi tan rápida como la que provocó la moción de censura hace ahora un año. En pocos días se finiquitó una legislatura y se abrieron las puertas de otra.

Desde la entidad que presido, Societat Civil Catalana, hemos mantenido una postura muy clara durante estos días de vértigo. Hemos defendido el diálogo como un camino necesario para encauzar el problema catalán. Y hemos rechazado el relator porque este diálogo debe producirse dentro de las instituciones (Cortes y Parlament), sin más tutor que la Constitución. No se trata de un término medio entre la posición de las diversas sensibilidades que animan SCC. Se trata de la convicción profunda que tenemos y que expresamos desde la libertad y la lealtad.

Pero a nosotros, mucho más que el relator, nos preocupa el relato. Porque la solución a la cuestión catalana no pasa por la habilidad de un relator enigmático, pero tampoco por la mera aplicación del artículo 155. Todo esto puede calmar de un modo u otro los efectos más visibles, pero no ataja las causas de la eclosión nacional-populista que tan tóxica ha sido para todos.

El problema fundamental en Cataluña no es jurídico, sino simbólico y emocional. Estamos ante una verdadera desconexión de dos millones de catalanes con respecto a la idea de España. Una ruptura minuciosamente fomentada por el pujolismo y abiertamente inducida por la propaganda de los partidos y medios nacionalistas estos últimos años. Pero un distanciamiento también provocado por la desaparición en Cataluña tanto del Estado como de España, es decir, de la realidad jurídico-administrativa y simbólico-cultural.

Y así nos encontramos con una sociedad catalana exhausta y desgarrada. El procés ha dividido a los catalanes de acuerdo a tres ejes: renta, geografía y lengua. Las zonas de Cataluña con más renta se han adherido al independentismo, mientras las capas con menos recursos han sido leales a la idea de España. Esto se ejemplifica perfectamente si comparamos los resultados electorales de Sant Cugat o Sant Adrià del Bessos, por ejemplo. El procés ha tenido mucho de chovinismo del bienestar, de fantasía revolucionaria burguesa.

Por otro lado, Cataluña está partida territorialmente entre las zonas urbanas de la costa y los ámbitos rurales del interior. Pero quizá la división más preocupante es la lingüística. La inmensa mayoría de los catalanohablantes apoyan la secesión, mientras el mismo porcentaje de castellanohablantes se oponen a ella. No podemos permitirnos que esta división se enquiste, reproduciendo en Cataluña el modelo belga de comunidades que viven de espaldas.

Evidentemente, en España deben aplicarse las leyes y la Constitución, como en cualquier democracia avanzada europea. La experiencia de estos años demuestra que la firmeza democrática no crispa, sino que rebaja el conflicto político. El independentismo debe saber que la Constitución se hará cumplir con firmeza. Pero hay que ir más allá. Es imprescindible articular una narrativa de España que permita la reconexión de una parte importante de los catalanes que ahora mismo sienten a nuestro país como una realidad extraña.

Fíjense ustedes que no se trata de “castellanizar” Cataluña. Al contrario, se trata de comprender y hacer comprender que la catalanidad no es una realidad incompatible con la conciencia y la identidad española. La historia, la lengua, el autogobierno y la mentalidad de Cataluña han sido y son un fundamento constitutivo de ese proyecto político común al que llamamos España. No es que Cataluña sea parte de España, es que Cataluña es España, es configuradora de España. Sin ella, nuestro país podría seguir su andadura, pero ya no podría ser ni llamarse España.

No se trata de ser menos catalanes para ser más españoles. El camino nunca será la asimilación, sino la articulación y la integración de las identidades. Se trata de asumir aquí y allí que vivir en plenitud nuestra realidad catalana es nuestra forma de contribuir a esa novela coral que es España. Con el tiempo, este cambio de mirada permitirá que la mayoría de catalanes vuelvan a sentir sinceramente aquello que escribía el poeta Joan Maragall, ahora hace un siglo: “avui per avui, dir-se catalans es dir-se espanyols d'una manera més viva, més eficaç i més plena d'esperança, que no pas amb aquesta paraula meteixa”.

Es hora de dejar de ir a la defensiva. España es un país extraordinario y Cataluña podría volver a ser una de sus locomotoras más comprometidas. Con voluntad, con inteligencia, con recursos, con buenos comunicadores, es posible lograr que la inmensa mayoría de catalanes vuelva a sentirse identificada e implicada en este país en el que hemos tenido la suerte de vivir. Con determinación, podemos lograr en el Parlament de Catalunya una mayoría favorable a la unión fraternal. Es posible si hay voluntad. El primer paso es lograr una mayoría no independentista en Barcelona, verdadera marca internacional de Cataluña.

Hay trabajo que hacer en Madrid. Y también hay mucho que cambiar en Barcelona. Porque si nuestro Estado puede practicar mejor aquel espíritu que tan bien recoge la Constitución (España como magnífico caleidoscopio de la diversidad cultural), el Principado catalán tiene también una tarea ingente de reforma por delante. Ha llegado la hora de que las instituciones y el Gobierno catalán reconozcan de una vez que Cataluña es también una realidad profundamente diversa, forjada en lengua catalana, pero también, desde hace muchos siglos, en la lengua de Cervantes. Cataluña debe practicar hacia dentro aquello que exige al Estado y que nunca ha estado dispuesta a asumir en su educación, en sus medios de comunicación o en sus instituciones.

Josep Ramón Bosch es presidente de Societat Civil Catalana.

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