El arqueo es desolador. Justificará el nombre con el que se conocerán estos seis años de gobierno de la coalición de izquierda y extrema izquierda.
He aquí algunos de esos hechos que admitirían, creo, todos los españoles. Esta unanimidad es una buena noticia. Hay otra peor.
«Sólo hechos», decía Dickens en su novela Tiempos difíciles. Estos nuestros no lo son menos.
Ese hombre accedió al poder asegurando que jamás gobernaría con los comunistas, y en cuanto advirtió que no lograría hacerlo sin ellos, cambió de opinión. Lo hizo tras una moción de censura, que aprovechó la corrupción del partido entonces en el Gobierno. Prometió que España jamás, nunca, mientras él gobernara, volvería a conocer ese baldón. Cuando a los cuatro años empezó a conocerse que la corrupción la protagonizaban su ministro de cámara y su propia mujer, agradeció que aquellos que lo sostienen en el Gobierno (los comunistas y republicanos partidarios de Maduro, la mugre representada por los naciocarlistas vascos y catalanes y la extrema izquierda de los ex terroristas) consideraran que esa corrupción era de menor cuantía que la que les animó a presentar la moción de censura de la que se están beneficiando todos ellos, en plan Monipodio.
Indultó también, primero, a los malversadores que después amnistió, tras negar igualmente que lo haría: sin sus votos tendría que abandonar el poder que había obtenido únicamente con la mentira. ¿Puede alguien estar en desacuerdo con estos hechos? Y a la mentira hubo de recurrir de nuevo cuando aseguró que el concierto económico prometido a los independentistas catalanes no es tal, ni que los terroristas vascos dejarán de cumplir íntegras sus condenas. Esto ni siquiera lo niegan quienes merced a una artimaña legal bien calculada y urdida irán excarcelándolos. O sea, seguimos estando todos de acuerdo.
Prometió igualmente la independencia de las instituciones y grandes empresas estatales, pero apenas accedió al poder copó todos y cada uno de los puestos directivos con subalternos bien aleccionados (y pagados), desde el Cis a Correos, del Banco de España al Tribunal Constitucional, organismos comunicados con su consejo de ministros y la ejecutiva socialista no ya por puertas giratorias, sino por turbinas y centrifugadoras que lanzan a los últimos zaquizamíes de la administración del Estado a sus peones, y, si como acaba de ocurrir, una institución a salvo de su apestamiento (el Tribunal Supremo) imputa a todo un fiscal general del Estado, Ese envía a sus falanges, en el papel de plaquetas sanguíneas, a bloquear la hemorragia y a ensalzar «su gran trabajo», al tiempo que ese mismo fiscal corre a otra de las instituciones parasitadas por el Gobierno (rtve) para deslizar amenazas a quienes le estorben en su carrera («¡tengo mucha información!» y «podría hacer mucho daño»), que justifican las palabras de Díaz Ayuso al hablar de «prácticas mafiosas». ¿No han sucedido así los hechos?
Y no solo. El día en que el Gobierno le hacía la gran loa (y ola) a ese fiscal, Ese y los suyos parecían celebrar su imputación como una conquista democrática («quedará en nada»), igual que celebraron la desestimación de la querella de Begoña Gómez contra el juez que instruye su caso: «Está cada día más cerca del sobreseimiento», afirmaron, ellos y sus editorialistas de guardia.
(Y Ábalos, criado con Ese a los pechos de Melpómene como Rómulo y Remo a los de la loba capitolina, dijo de lo más teatral a los pocos minutos de conocer su propia imputación: «Podré defenderme mejor»). ¿Habrá quien desmienta estos hechos?
Son solo algunos. Seguramente se le habrán quedado a uno en el tintero otros, también significativos.
Se decía al comienzo de este artículo que la mayor parte de los españoles estaría de acuerdo en admitirlos, y sin embargo el país está dividido. Esta, sí, es una noticia pésima. Para una mitad son razón suficiente para expulsar de la vida pública a todos esos farsantes. La otra mitad, sin embargo, se limita a decir: «Vamos de acuerdo, ¿y qué?». Detrás de esa pregunta es posible que asomen algunas convicciones sinceras («todos hacen lo mismo», «son peor los otros», «estamos mejor que antes»)...
A los de ese «¿y qué?» lo del deterioro de las instituciones democráticas les importa poco, para ellos es cosa abstracta. De modo que tratan de centrar el debate en «los problemas de la gente».
Puede que entonces alguien les recuerde que el Gobierno, ocupado en remendar los desgarros que le hace a diario su propia corrupción, no tiene apoyos para legislar ni brío para ocuparse de los problemas de la gente. Que los problemas de la inmigración, de la vivienda o del transporte no sólo no se han arreglado, como igualmente prometió Ese, sino que se han agravado, como la reducción de la jornada laboral tampoco acabará con el paro, si acaso no lo aumenta.
En el fondo media España está satisfecha del sexenio negro, y hará lo posible por ampliarlo a una nueva década ominosa.
Entiende uno las «razones» de los corruptos, a Begoña Gómez y a su marido, a Bolaños, a María Jesús Montero, al Fiscal General, a Ábalos, a sus queridas o mantenidas (un respeto a las amantes)... Unos defenderán su sueldo, otros su cortijo, incluso su «ideal». Ahora, de esos millones que nos retan con su «¿y qué?» (que a menudo suena al vernáculo «jodeos») y lanzan al aire un desinteresado y alegre «¡Vivan las caenas!», de esos, ¿qué se podrá decir?
Andrés Trapiello, escritor.