Del sionismo antisemita al respeto islamófobo por el islam

El último referéndum de Turquía nos enseña una triste lección. Tras la dudosa victoria de Erdogan, los medios occidentales liberales se llenaron de análisis críticos: el siglo de los esfuerzos kemalistas para secularizar Turquía se ha acabado; a los votantes turcos se les ofreció un referéndum para limitar la democracia más que para elegir democráticamente y voluntariamente apoyaron al régimen autoritario...

Sin embargo, y aunque apenas se le haya prestado atención, más importante ha sido aún la sutil y ambigua reacción de muchos en Occidente. Una ambigüedad que recuerda a la política de Trump hacia Israel. El presidente estadounidense ha llegado a afirmar que Estados Unidos debería reconocer a Jerusalén como capital de Israel, cuando algunos de sus seguidores son abiertamente antisemitas. ¿Es éste un posicionamiento realmente incongruente? En julio de 2008 se publicó una caricatura en el diario vienés Die Presse que representaba a dos austríacos bajos y fornidos con pinta de nazis sentados en una mesa. Uno de ellos sostenía en sus manos un periódico mientras comentaba a su amigo: «¡Aquí una muestra más de cómo un antisemitismo totalmente justificado se utiliza erróneamente para hacer una crítica barata a Israel!» Esta caricatura le da la vuelta al argumento habitual contra los críticos a las políticas del Estado de Israel. Cuando los actuales fundamentalistas cristianos que apoyan la política israelí rechazan las críticas de la izquierda hacia esa misma política, ¿no está su línea de argumentación increíblemente cerca al razonamiento de los segundos? Recordemos a Anders Breivik, el asesino en masa noruego anti-inmigrantes: era antisemita, pero proisraelí desde que identificó en el Estado de Israel la primera línea de defensa contra la expansión musulmana. Deseaba incluso la reconstrucción del templo de Jerusalén. Pero aun así escribió en su manifiesto: «No hay un problema judío en Europa Occidental (salvo en el Reino Unido y Francia) pues sólo tenemos un millón de ellos, y 800.000 de ese millón viven en Francia y Reino Unido. Estados Unidos, por otro lado, con más de seis millones de judíos (600% más que Europa), tiene un problema judío considerable». Breivik representa la máxima paradoja del sionista antisemita, y encontramos huellas de este extraño posicionamiento con más frecuencia de la que cabría esperar. El propio Reinhard Heydrich, ideólogo del holocausto, escribía en 1935: «Debemos dividir a los judíos en dos categorías, los sionistas y los partidarios de la integración. Los sionistas profesan un estricto concepto racial y, a través de la emigración a Palestina, intentan contribuir a la construcción de su propio Estado israelí. [...] Cuentan con nuestros buenos deseos y nuestro beneplácito oficial».

Tal y como señalaba Frank Ruda, hoy en día estamos viendo una nueva versión de este sionismo antisemita: respeto islamófobo por el Islam. Los mismos políticos que alertaban del peligro de la islamización del Occidente cristiano, desde Trump a Putin, felicitaron respetuosamente a Erdogan por su victoria; el dominio autoritario del Islam está bien para Turquía. Pero no para nosotros. Así que es fácil imaginar una nueva versión de la caricatura de Die Presse con dos austriacos fornidos y bajitos con pinta de nazis sentados en una mesa, mientras uno de ellos sostiene un periódico en las manos y comenta a su amigo: «¡Una muestra más de cómo una islamofobia totalmente justificada se utiliza erróneamente para hacer una crítica barata a Turquía!» ¿Cómo comprender esta lógica tan extraña? Es una reacción, un falso remedio a la gran enfermedad social de nuestro tiempo, la de Huntington.

Los primeros síntomas de la enfermedad a la que dio nombre George Huntington son movimientos bruscos, aleatorios, e incontrolables conocidos como corea. Inicialmente se presenta como un desasosiego general, espasmos, falta de coordinación... ¿Acaso una explosión de populismo brutal no es similar? Comienza con lo que parecen excesos casuales y violentos contra los inmigrantes, explosiones no coordinadas que expresan inquietud y preocupación general motivada por los «intrusos extranjeros», que se va transformando en un movimiento con una ideología de base y bien coordinado, lo que otro Huntington (Samuel) llamó «el choque de civilizaciones». Esta coincidencia es reveladora: a lo que nos referimos habitualmente con este término es, efectivamente, la enfermedad de Huntington del capitalismo global de hoy en día.

Según Samuel Huntington, tras el final de la Guerra Fría el «telón de acero de la ideología» fue sustituido por el «telón de terciopelo de la cultura». La sombría visión de Samuel Huntington del «choque de civilizaciones» podría parecer el extremo opuesto a la optimista perspectiva de Francis Fukuyama de un final de la Historia con la apariencia de una democracia liberal global. ¿Qué hay más diferente de la idea pseudo-hegeliana de Fukuyama de la democracia liberal capitalista como fórmula final del mejor orden social, que un «choque de civilizaciones» como la principal lucha política del siglo XXI? Entonces, ¿cómo pueden convivir las dos?

Desde la experiencia del presente, la respuesta es clara: «el choque de civilizaciones» es la política «al final de la historia». Los conflictos étnico-religiosos son la forma de lucha que conviene al capitalismo global: en esta era de «post-política», cuando la política se va sustituyendo por una experta administración social, la única fuente legítima de conflicto que queda son las tensiones culturales (étnicas, religiosas). Por ello, el actual aumento de violencia irracional se debería entender como estrictamente correlativo a la despolitización de nuestras sociedades, es decir, a la desaparición de una adecuada dimensión política, a su traducción en diferentes niveles de «administración» de los asuntos sociales. Si aceptamos esta tesis sobre el «choque de civilizaciones», la única alternativa que queda es la coexistencia pacífica de civilizaciones (o de «formas de vida», un término más en boga hoy en día). Sería aceptar que matrimonios forzados, homofobia o la idea de que una mujer sola en espacios públicos es una provocación a la violación están bien, siempre que se limiten a otros países que, por lo demás, están totalmente integrados en el mercado mundial.

Por consiguiente, el nuevo orden mundial emergente no es el Fukuyamista de la democracia liberal global, sino un nuevo orden mundial de la coexistencia pacífica de diferentes formas de vida político-teológicas, en el contexto de un buen funcionamiento del capitalismo global, por supuesto. Lo obsceno de este proceso es que puede presentarse como un progreso en la lucha anticolonialista: el mundo occidental liberal ya no podrá imponer sus patrones al resto, todas las formas de vida serán tratadas como iguales.

No es de extrañar que Robert Mugabe simpatizara con el eslogan de Trump: «¡América primero!» para ti, «¡Zimbabwe primero!» para mí, «¡India primero!» o «¡Corea del Norte primero!» para ellos... Así funcionaba ya el Imperio Británico, el primer imperio capitalista global: cada comunidad étnico-religiosa podía seguir con su estilo de vida, los hindúes en la India podían continuar quemando a las viudas sin problemas... y estas costumbres locales o se criticaban por bárbaras o eran alabadas por su sabiduría pre-moderna. Pero toleradas dado que lo importante era que fueran parte económica del Imperio.

Hay algo hipócrita en los liberales que critican el eslogan de «¡América primero!», como si esto no fuera más o menos lo que hacen todos los países. Como si América no jugara un papel global precisamente porque le interesa. Aun así, en «¡América primero!» subyace un triste mensaje: el siglo de América ha llegado a su fin, América debe resignarse a ser uno más (entre los más poderosos). La gran ironía es que los izquierdistas que durante tanto tiempo criticaron a Estados Unidos por sus pretensiones de convertirse en policía global podrían empezar echar de menos esos tiempos pasados cuando, con toda la hipocresía que conlleva, lo americanos imponían los patrones democráticos al mundo. La primera señal en este sentido ya ha llegado. El bombardeo de una base militar siria por parte de Trump (como castigo por el uso de gases tóxicos) provocó que estallaran las contradicciones entre sus oponentes (y quienes lo apoyan). El bombardeo fue aplaudido por algunos liberales de los Derechos Humanos y condenado por republicanos conservadores aislacionistas. En resumen, la paradoja es que Trump muestra su lado más peligroso cuando actúa como Hillary Clinton. La siguiente noticia de Reuters evidencia lo que significa «¡América primero!» en acción: «Un think tank del Gobierno ruso controlado por Vladimir Putin desarrolló un plan para interferir en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016 en favor de Donald Trump y socavar la fe de los votantes en el sistema electoral americano, tal y como afirmaron tres actuales y cuatro antiguos funcionarios del Gobierno de los Estados Unidos a Reuters».

Sí. El régimen de Putin debería ser criticado sin compasión, pero, en este caso, ¿no hace Estados Unidos lo mismo habitualmente? ¿Acaso no ayudó un equipo estadounidense a que Yeltsin ganara unas elecciones clave en Rusia? ¿Y qué hay del apoyo activo de Estados Unidos al levantamiento de Maidán en Ucrania? Esto es «¡América primero!» en la práctica: cuando lo hacen otros, es una peligrosa conspiración; cuando lo hacemos nosotros, es apoyo a la democracia. En este nuevo orden mundial, el universalismo se reducirá cada vez más a la tolerancia hacia diferentes modos de vida. Siguiendo la fórmula del sionismo antisemita, imponer las más estrictas normativas feministas políticamente correctas en nuestros países y rechazar al mismo tiempo una crítica al lado oscuro del Islam por considerarlo arrogancia neocolonialista no será una contradicción.

Cada vez habrá menos lugar para personajes como Julian Assange, quien, a pesar de todos sus problemáticos ademanes, continua siendo el símbolo más poderoso de lo que Kant llamó «el uso público de la razón», un espacio para el conocimiento público y el debate fuera del control estatal. No es de extrañar que, en contra de las expectativas de que Trump podría mostrarse más indulgente con Assange, el nuevo fiscal general de Estados Unidos Jeff Sessions afirmara recientemente que «la detención del fundador de Wikileaks es ahora una prioridad». Según medios de comunicación estadounidenses, los abogados de la acusación estarían considerando presentar cargos contra Assange por una serie de publicaciones en dicha página web desde 2010, que podrían llevar a una segunda petición de extradición desde Washington.

Ya se sabe lo que nos espera: Wikileaks será declarada organización terrorista. Y en lugar de verdaderos defensores del espacio público, como Assange, predominarán personajes públicos que ejemplifican la privatización de lo público. En este sentido la figura de Elon Musk es emblemática, y pertenece a la misma categoría que Bill Gates, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg, etc. Todos multimillonarios «con conciencia social». Representan el capital global en su faceta más seductora, «progresista», y, en resumen, peligrosa. A Musk le gusta alertarnos sobre la amenaza que las nuevas tecnologías representan para la dignidad humana y la libertad.Pero esto, por supuesto, no le impide invertir en Neuralink, una empresa que busca conectar nuestro cerebro con ordenadores y que se dedica a la fabricación de dispositivos implantables en el cerebro humano con la finalidad de ayudarnos a fusionarnos con el software y poder seguir el ritmo de los avances en inteligencia artificial. Estas técnicas podrían mejorar la memoria o permitir una conexión más directa con dispositivos informáticos: «Con el paso del tiempo es probable que veamos una mayor fusión entre inteligencia biológica y digital», según un artículo en The Verge. En primera instancia, toda innovación tecnológica se presenta siempre así, haciendo hincapié en sus beneficios sobre la salud o humanitarios, lo cual nos impide ver otras implicaciones más problemáticas, y sus consecuencias: ¿Podemos llegar a imaginar las nuevas formas de control a las que este llamado «cordón neuronal» podría dar lugar? Es por ello imperativo absoluto mantenerlo alejado del control del capital privado y del poder estatal, es decir, hacerlo totalmente accesible al debate público. Assange llevaba la razón en su libro sobre Google que fue extrañamente ignorado: para entender cómo controlan nuestras vidas hoy en día, y cómo percibimos este control como nuestra libertad, tenemos que concentrarnos en la oscura relación entre las empresas privadas que controlan lo público y las agencias secretas estatales.

El capitalismo global de hoy en día ya no puede permitirse una visión positiva de la humanidad emancipada, ni siquiera como sueño ideológico. El universalismo democrático-liberal Fukuyamista fracasó por sus propias limitaciones y sus incongruencias inmanentes, y el populismo es el síntoma de este fracaso, su enfermedad de Huntington. Pero la solución no es el populismo nacionalista, ni de derechas ni de izquierdas. La única solución es un nuevo universalismo, lo exigen los problemas a los que se enfrenta hoy en día la humanidad, desde las amenazas medioambientales a las crisis de los refugiados.

En ¿Qué pasó en el siglo XX?, Peter Sloterdijk aporta su propia visión de lo que hay que hacer en el siglo XXI, bien resumido en el título de los dos primeros ensayos del libro. El antropoceno y De la domesticación del hombre a la civilización de las culturas. Por antropoceno se entiende una nueva época en la vida de nuestro planeta en la que nosotros, los humanos, ya no podemos depender de la tierra como contenedor que absorbe las consecuencias de nuestra actividad productiva. No podemos permitirnos seguir ignorando los efectos secundarios (daños colaterales) de nuestra productividad, que tampoco podemos seguir achacando a la propia naturaleza de la figura humana. Tenemos que aceptar que vivimos en una Nave Tierra, responsable de sus condiciones. La tierra ya no es el telón ni el horizonte impenetrable de nuestra actividad productiva, sino que emerge como (otro) objeto finito que podemos destruir sin darnos cuenta, o transformar hasta hacerlo inhabitable. Esto significa que, en el mismo momento en el que nos hacemos lo suficientemente poderosos como para influir en las más básicas condiciones de nuestra vida, tenemos que aceptar que somos simplemente otra especie animal en un pequeño planeta.

Es necesaria una nueva forma de relacionarnos con nuestro entorno una vez nos demos cuenta de esto. Ya no se trata de un trabajador heroico que expresa su potencial creativo y extrae recursos inagotables de su entorno, sino un agente mucho más modesto que colabora con su entorno, buscando permanentemente un nivel de estabilidad y seguridad tolerables.

Así que, para poder establecer esta nueva forma de relacionarnos con nuestro entorno, es necesario un cambio político-económico radical, lo que Sloterdijk llama «la domesticación de la cultura del animal salvaje». Hasta ahora, cada cultura disciplinaba y educaba a sus propios miembros y garantizaba la paz cívica bajo el pretexto del poder del Estado. Pero la relación entre las diferentes culturas y Estados ha estado siempre bajo la sombra de una potencial guerra y cada situación de paz no era más que un armisticio temporal.

Tal y como lo definió Hegel, toda la ética de un Estado culmina en los más grandes actos de heroísmo, la disposición para sacrificar la propia vida por el Estado-nación, lo que significa que las relaciones bárbaras entre Estados sirven como pilares de la vida ética dentro del Estado. ¿Es la Corea del Norte de hoy en día con su implacable afán por conseguir armas y misiles nucleares con los que golpear objetivos distantes el mayor ejemplo de esta lógica de soberanía incondicional del Estado-nación? Sin embargo, en el momento en el que aceptamos totalmente el hecho de que vivimos en la Nave Tierra, se impone la tarea urgente de civilizar las propias civilizaciones, de imponer solidaridad universal y cooperación entre todas las comunidades humanas, una tarea tanto más difícil por el continuo aumento de la «heroica» violencia étnica y religiosa y la disposición a sacrificarse uno mismo (y el mundo) por la causa específica de cada cual.

Las medidas que Sloterdijk propone como necesarias para la supervivencia de la humanidad -vencer al capitalismo expansionista, amplia cooperación internacional, y la solidaridad, todo lo cual debería tener la capacidad de transformarse en poder ejecutivo listo para transgredir la soberanía estatal-, ¿no son todas ellas medidas destinadas a proteger nuestros bienes naturales y culturales? Si no apuntan hacia algún tipo de comunismo reinventado, si no implican un horizonte comunista, entonces el término comunismo no tiene significado alguno.

Por eso vale la pena luchar por la idea de la Unión Europea, a pesar de lo mísero de su actual existencia. En el mundo global capitalista de hoy en día, ofrece el único modelo de organización transnacional con la autoridad para limitar la soberanía nacional y la misión de garantizar unos niveles mínimos de bienestar medioambiental y social. Sobrevive en ello algo que desciende directamente de las tradiciones de la Ilustración Europea. Nuestro deber, el de los europeos, no es humillarnos a nosotros mismos como los principales culpables de la explotación colonialista, sino luchar por la parte de nuestro legado que es importante para la supervivencia de la humanidad.

Europa está cada vez más sola en el nuevo orden mundial, dejada de lado como un continente viejo, cansado e irrelevante que juega un papel secundario en los conflictos geo-políticos de hoy en día. Tal y como lo explicaba Bruno Latour recientemente: «L'Europe est seule, oui, mais seule l'Europe peut nous sauver» (»Europa está sola, sí, pero sólo Europa puede salvarnos»).

Slavoj Zizek, filósofo y crítico cultural, es profesor en la European Graduate School, director internacional del Birkbeck Institute for the Humanities (Universidad de Londres) e investigador senior en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliana. Sus últimos libros son Antígona y Porque ellos no saben lo que hacen, ambos publicados en Ediciones Akal.

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