Del supremacismo

Lo han escrito antes que yo. El problema de Cataluña no es España: son sus minorías usurpadoras con vocación de poder y maneras de élites europeizadas avant la lettre. Elites políticas, culturales y económico-burguesas. Al menos parte de ellas: las que se han instalado en el corazón del poder. Desde allí amotinan y manipulan a la mitad de la población catalana empujándola al caos. Un ejemplo, entre docenas, podría ser cierta prensa, que manipula a sus lectores; otro, el profesorado (65 por ciento del cual es independentista) que viola y ahorma ideológicamente la virginidad política de niños y jóvenes. Son esas minorías usurpadoras de la realidad profunda, auténtica, las que han intentado inculcar históricamente el cainita sentimiento de supremacía en los catalanes más desprotegidos intelectualmente y más manipulables.

En su novela The Human Stain (2000), Philip Roth denunció prejuicios, tópicos y lugares comunes sesgadamente interesados que debilitaban la democracia estadounidense. Casi veinte años después la profecía salta a la vista, aunque las idées reçues -creencias sin fundamento- avancen bajo falsas máscaras que los medios y la opinión pública dan por auténticas e incuestionables: «Los derechos intrínsecos de las mujeres por ser mujeres, el orgullo del pueblo negro, la lealtad intracomunitaria de las minorías étnicas, la sensibilidad ética de los judíos». El muy lúcido Roth era judío, obviamente.

En España, un tópico que ha adquirido rango de ley concierne a la superioridad implícita asignada por los supremacistas a los catalanes -así, en bloque: a los catalanes- y, particularmente, a su sensibilidad democrática. Y toda vez que el secesionismo concelebra diariamente una institucionalizada misa negra de la confusión, en la que todos los catalanes ofician potencialmente de independentistas, conviene analizar rápidamente los fundamentos de tanto tópico. Porque, si bien se mira, los catalanes gozan (o gozaban) de cierta excepcionalidad asumida entre los españoles: más ahorradores, mejor formados, más demócratas que el resto.

Dichos tópicos se asientan en un zócalo argumentalmente sólido. Los catalanes, qué duda cabe, son como todo el mundo y en ciertas cosas un poquito menos que otros españoles. Por ejemplo, el populismo golpista del que hace gala el Govern -inimaginable en un país verdaderamente democrático- no puede entenderse sin una base social estruendosamente manipulada mediante el victimismo. Otro contraejemplo: hay diez comunidades autónomas por encima de Cataluña en ahorro financiero por hogar. En fin, según el informe PISA (OCDE), ni en Ciencias ni en Matemáticas ni en comprensión lectora Cataluña figura en lugar destacado respecto a varias regiones españolas que la dominan contundentemente. A todo ello hay que añadir la maldición vudú que los supremacistas hacen correr a rienda suelta: las desgracias vienen de Madrid que los explota. Pero la buena gente de Madrid, que toreó en plazas más difíciles, ni se inmuta porque sabe que a este perro mundo hay que venir ya llorados.

No obstante, el supremacismo en Cataluña no siempre fue independentista. El separatismo, dominante actualmente en el catalanismo, es reciente en democracia pero la soberbia de creerse los mejores, al modo germánico, en Cataluña es de vieja raigambre en su burguesía al engallarse, mediados del siglo XIX, con la construcción de la línea férrea Barcelona-Mataró. Posteriormente, con la empopada económica del desarrollismo franquista y el aperturismo, las clases medias notoriamente ansiosas de empoderamiento político -especialmente en la enseñanza, machihembrado endogámicamente- se sintieron habilitadas a dar lecciones de democracia al resto de España, al modo británico, y, aupadas en el subidón de autoestima progresista, se otorgaron ciertos privilegios intangibles (rendirles admiración intelectual, al modo francés). O sea, se lo creyeron haciendo oídos sordos a las sutiles advertencias de genios desacomplejados como Boadella.

El asunto adquirió las proporciones que hoy tiene porque los españoles ingenuamente dieron por buena la versión de la superioridad democrática de la élite nacionalista catalana: inteligente, pacífica, culta. Era de esperar, la progresiva ausencia técnica del Estado y la fatuidad ambiental (espoleada por la rivalidad con Madrid y el éxito de los eventos del 92) propulsaron demencialmente el narcisismo catalanista que quedó y sigue huérfano de instinto autocrítico. Reconozcámosles habilidad diabólica para la propaganda quejumbrosa, ingeniería social y marketing político llevado al extremo hasta en la forma de vestir supremacista.

A estas alturas no voy a detenerme ni un minuto a desmontar la larga nómina de falsedades que el supremacismo intenta hacernos tragar. Desde la historia a la economía y desde la raza a la cultura no queda resquicio en el que el catalanismo no haya metido la pezuña inquisitorial alumbrando mentiras, pero sobre todo patrañas. Ahora bien, hay mentiras tan sofisticadas intelectualmente -el equilibrio general en economía, por ejemplo- que los propios urdidores acaban creyéndolas sinceramente; las patrañas -la superioridad de las élites catalanistas, verbigracia- solo las tragan los imbéciles.

Juan José R. Calaza es Economista y matemático.

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