Del TLCAN a la Alianza del Pacífico: leyendo a Montesquieu

Aunque según Montesquieu el comercio dulcifica las costumbres y es una “cura para los prejuicios más destructivos”, en los períodos de estancamiento económico surgen, diría el Barón, maneras desagradables, y la discusión sobre cómo recuperar el crecimiento tiende a centrarse en imponer nuevas restricciones a los movimientos migratorios, aumentar el gasto público, ejecutar políticas contracíclicas o introducir medidas proteccionistas.

En parte por algunas de esas razones, los esfuerzos por profundizar la liberalización comercial en distintas partes del mundo mediante nuevos esquemas como el Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico, el Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión o la Alianza del Pacífico —un espacio de integración que han creado México, Colombia, Chile y Perú—, son examinados tanto con optimismo desde una perspectiva económica como con una que otra suspicacia desde el ámbito ideológico.

Por ello es útil evaluar el impacto que han tenido algunos acuerdos significativos de libre comercio, revisar las lecciones aprendidas e identificar sus siguientes desafíos. Este es, por ejemplo, el caso del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) que México, Estados Unidos y Canadá suscribieron hace justamente veinte años, y que hoy representa un mercado regional de 470 millones de consumidores que diariamente intercambian entre sí bienes y servicios por valor de 3.000 millones de dólares.

Cuando México firma el TLCAN se propuso básicamente tres objetivos. El primero fue promover el acceso creciente de exportaciones mexicanas a Estados Unidos. El segundo, establecer un mecanismo atractivo para la inversión extranjera y generar más y mejores empleos. Y el tercero, apoyar la estabilidad macroeconómica del país. Si se mide concretamente en función de estos objetivos, el TLCAN ha sido exitoso para México. Veamos.

En primer lugar, el comercio exterior mexicano aumentó en 540% como consecuencia de que las exportaciones lo hicieran en 614% y las importaciones en 467%; es decir, mientras que en 1993 las exportaciones alcanzaron casi 52.000 millones de dólares, veinte años después eran de casi 371.000 millones, y las importaciones se fueron de 65.000 millones a 370.000 millones en el mismo lapso. El segundo elemento es que esa apertura modificó sustancialmente la composición de las exportaciones. En 1985, México tenía un sector exportador muy localizado en materias primas, petróleo, hidrocarburos y minerales, que representaban el 57% del total, lo que entre otras cosas desalentó en el país la diversificación industrial y manufacturera y una mayor competencia.

El TLCAN ayudó a invertir esa composición. Para 2013, el 79% de las exportaciones mexicanas eran ya manufacturas, 6% exportaciones agrícolas y 15% productos petrolíferos y mineros. Es interesante observar que hoy México es el primer proveedor de EEUU y Canadá de algunos bienes primarios, pero también de autopartes, motores de vehículos, televisiones o equipo de cómputo, lo que sugiere una transformación industrial que gradualmente incorpora mayor valor agregado.

El tercer objetivo —acelerar la inversión extranjera— también funcionó. Entre 1999 y junio de 2013, México recibió alrededor de 335.000 millones de dólares de inversión extranjera directa, de los cuales el 52.2% provino de sus socios en el TLCAN, principalmente hacia el sector manufacturero.

Y finalmente, según datos del Ministerio mexicano de Economía y del Banco Mundial, el TLCAN permitió crear aproximadamente unos 10 millones de empleos, la mitad directamente relacionado con la actividad exportadora, con un excedente salarial de 40% cuando la empresa está vinculada con el sector exportador.

Ahora bien, a pesar del éxito que este y otros tratados han supuesto, hay lecciones aprendidas relacionadas tanto con el alcance real de la apertura comercial como con la ejecución de la nueva agenda del crecimiento y de reformas estructurales actualmente en marcha en México.

No obstante la transformación industrial mexicana y el aumento de su comercio exterior, entre 2001 y 2012 el país tuvo un crecimiento económico modesto, de apenas 2.4% anual, debido fundamentalmente a una débil formación de capital, a una baja productividad y a una escasa calidad de la inversión pública, y si bien se observa ya una producción con mayor valor agregado en sectores como automotriz, aeroespacial o electrónico, aún hay mucho por hacer para generar bienes y servicios más sofisticados.

La experiencia mexicana permite extraer al menos un par de lecciones útiles para enriquecer las nuevas iniciativas de integración latinoamericana como la Alianza del Pacífico. La primera es que el esfuerzo de liberalización comercial debe ir acompañado de una transición productiva de tal naturaleza que permita competir con otras regiones cuya economía genera bienes y servicios de alta tecnología, mayor valor agregado e innovación. Y la segunda es que el libre comercio no sustituye ni reemplaza lo que cada país tenga que hacer en materia de reformas de largo aliento y políticas públicas efectivas en aquellos aspectos que normalmente explican el crecimiento de la productividad.

Todas estas lecciones ofrecen una agenda sugerente dentro la Alianza del Pacífico. Para los países que la forman, la Alianza supone avanzar hacia un esquema de integración estratégica en América Latina. Por un lado, es un proyecto audaz en tanto supone la creación de un área de libre circulación de bienes, servicios, capitales y personas, y por otro es innovador en cuanto va más allá de los clásicos mecanismos de regionalismo abierto pues incorpora otros renglones de cooperación y se asume como una alianza abierta e incluyente. Y finalmente, no menor, la Alianza reconoce que, como apunta Robert Manning, “el resurgimiento de Asia se considera hasta tal punto un hecho consumado, que algunos califican la nueva situación global en ciernes como un mundo post-occidental”.

Vista así, ¿cuál es el valor agregado que puede aportar la Alianza del Pacífico no solo a los países integrantes, sino al conjunto de América Latina? La respuesta más inmediata es que incrementará los incentivos para que esos cuatro países (y los que se sumen en el futuro) comercien más entre sí. Pero hay otros dos objetivos de mayor calado.

Uno es introducir nuevas prácticas y modalidades de colaboración en el desarrollo de programas de inversión conjunta y de formación de recursos humanos, la integración de mercados de valores, mecanismos novedosos de cooperación hacia terceros países o el establecimiento de plataformas tecnológicas únicas para facilitar la apertura de negocios.

Pero el otro, más imaginativo, tiene que ver con una interrogante: si el espacio integrado conocido como Alianza del Pacífico quiere participar de manera más potente y competitiva en la economía global, ¿puede hacerlo con su actual estructura productiva o bien con otra donde genere bienes y servicios con mayor desarrollo tecnológico y científico y mayor capacidad de innovación basada en el conocimiento, que le facilite participar eficientemente en las cadenas globales de valor? Esa es la gran oportunidad de la Alianza: organizar, de manera creativa y coherente, un mapa de navegación mediante la instrumentación más eficiente de las políticas públicas que impulsen la innovación y faciliten alcanzar crecimientos altos y sostenidos fundados en una estructura económica más compleja y sofisticada.

De esta forma, no solo la Alianza del Pacífico sino, en buena medida, también América Latina podrá asegurarse una posición más competitiva en el mundo del siglo XXI.

Otto Granados ha sido profesor de relaciones internacionales en el Tecnológico de Monterrey.

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