Del vértigo a la esperanza

A mediodía de anteayer sábado, los compromisarios del Partido Popular superaron el vértigo y se decantaron en una mayoría concluyente por Pablo Casado. El vértigo era político y emocional; el del temor a un futuro que invitaba a la continuidad frente a los riesgos del cambio; el de una decisión puesta en sus manos que venía después de una primera votación entre afiliados; el vértigo ante una elección que dividiera a un partido en el que se habían perfilado con claridad posiciones diferenciadas sobre lo que tiene que ofrecer a los españoles y cómo debe hacerlo.

Lo cierto es que el Partido Popular ha superado con nota uno de sus trances más difíciles, con aplausos para todos pero con una decisión sobre su liderazgo que fija con claridad las coordenadas en las que el PP quiere ser identificable ante el electorado.

Del vértigo a la esperanzaEn la jornada del viernes pareció como si se quisiera levantar un muro de sentimentalidad que protegiera el espíritu continuista frente a cualquier atisbo de cambio. La intervención de Mariano Rajoy fue un viaje autorreferencial, jalonado por la desmemoria, aupado en el elogio reiterado como el mejor presidente del Partido Popular. Claro que esa condición de mejor presidente del PP, al parecer, no era incompatible con que el partido se las tuviera que ver allí mismo con la sustitución del propio Rajoy después de que éste perdiera el Gobierno por una moción de censura ante un partido con 84 escaños, después de haber perdido tres millones de votos y encontrarse en caída libre en las encuestas, de ver cómo su espacio electoral se ha fragmentado y de desaparecer de Cataluña y el País Vasco. Pero el homenaje a Rajoy, para serlo con todos los honores, no necesitaba convertirse en un intento de fuga sentimental de la realidad, de cierre de filas frente a un adversario interior ya inexistente, de silencios complacientes disfrazados de lealtad de los que han asistido impasibles al declive de un partido esencial para España.

El sábado, la candidata Soraya Sáenz de Santamaría, desde su convicción en la victoria, quiso establecerse en ese terreno con una escenificación fallida de patriotismo de partido que, a juzgar por los resultados, no debió parecer demasiado creíble. Me llamó la atención la pobreza de la intervención de la candidata que con eso de hacer una campaña "en positivo" había manejado argumentos de consistencia tan discutible como el de su condición de mujer, o el eventual conflicto de legitimidades si los compromisarios elegían como presidente a alguien que no fuera el que había ganado la elección de los afiliados, como así ha ocurrido.

Hubo que esperar a la intervención de Casado para oír hablar de renovación y de los millones de votos perdidos a los que el PP debía invitar a volver. Con un magnífico discurso, Pablo Casado dio un vuelco al clima, entre melancólico y autocomplaciente, que se había instalado y empezó a hablar de política. Delante de los 2.000 compromisarios que cabían en el salón del pleno, Casado fue elaborando la madalena de Proust en cuyo aroma muchos reconocieron por primera vez en mucho tiempo la imagen de un partido con voluntad de comparecer con todo su potencial en la competición política. La intervención del candidato vencedor empequeñeció las de quienes le habían precedido, pinchó la burbuja emotiva en la que había quedado envuelto el Congreso y reabrió de manera muy contenida pero inequívoca un debate que la opción continuista de Sáenz de Santamaría y el "me aparto pero no me voy" de Rajoy querían mantener clausurado.

Casado no detalló un programa pero hizo que en 40 minutos, el PP escuchara más política que en años. Con ello deshizo alguno de esos lugares comunes que se suelen traer a colación cuando se habla del nuevo presidente del PP. Se le ha echado en cara supuestos deseos de volver atrás, pero es el único que ha expresado un discurso con proyección de futuro y renovación desde una candidatura a la que se ha enfrentado buena parte de lo quedaba activo del viejo PP, como Javier Arenas, Celia Villalobos, Isabel Tocino, Teófila Martínez o Cristóbal Montoro, alineados con Soraya. Se augura la derechización del PP pero la realidad es que nunca el PP se ha situado más a la derecha en la percepción de los ciudadanos que bajo la Presidencia de Mariano Rajoy y su etapa de Gobierno. Se ha hablado de inexperiencia pero no parece que la experiencia de otros haya sido suficiente para rescatar al liderazgo del partido de mínimos históricos en valoración.

Estos reparos serán muy menores en comparación con lo que Casado tendrá que afrontar en cuanto saque al PP del estado que hereda. Con un Gobierno en el que el Consejo de Ministros se confunde con el comité de campaña del PSOE, poca tregua puede esperar el nuevo presidente del PP que tendrá que poner a prueba su determinación de que el partido vuelva a hacer política sin complejos.

La estrategia de la izquierda y los nacionalistas no puede sorprender. Es vieja y conocida. Se trata de volver a retratar al PP como el partido que "crispa", el propagador de "catalonofobia" que impide una solución política con los golpistas que ya han dejado de serlo para ser reconocidos como respetables interlocutores; el PP como el partido que arrastra el estigma imborrable del franquismo, el intransigente con las nuevas formas de afectividad y pluralidad identitaria. Nada de eso debería impresionar al PP. Primero porque es mentira y después porque el espacio político y electoral mayoritario en España sigue siendo -todavía- un saludable terreno de moderación, de buen sentido cívico, muy alejado de las minorías radicales que el PSOE ha reunido para que apoyen ese no-Gobierno socialista. A los más aprensivos les recomendaría tener a mano el magnífico análisis de indicadores clave que hizo el politólogo Miguel Ángel Quintanilla en esta tribuna (Dónde está el Partido Popular) porque, como recordaba Quintanilla, "España no es como dicen Zapatero o Sánchez".

Es probable, sin embargo, que el PP tenga que encarar una prueba del mismo cariz pero aún más exigente. Nicolás Redondo Terreros en un preocupante análisis acaba de advertir en estas mismas páginas que "con el voto de censura lo periférico ha adquirido centralidad, lo radical ha adquirido legitimidad, lo minoritario socialmente se ha encaramado a la política española" o en sus mismas palabras que "el voto de censura es la elevación del Pacto del Tinell a una potencia destructiva que puede afectar al propio sistema". No se trata, pues, de acercarse al centro como si éste fuera un terreno inamovible que se queda el primero que llega. La tarea de hoy, en interés de la propia estabilidad del sistema democrático, no es "acercarse" al centro sino rescatarlo del radicalismo que quiere dejarlo despoblado y asegurar que el eje de la política española no se desplaza hacia la ruptura que es el objetivo de todas las fuerzas que apoyan al PSOE para mantenerse en el Gobierno. Es una mala broma que los que gobiernan aupados por Bildu, los independentistas catalanes, Podemos y demás compañías, junto con sus recobrados apoyos mediáticos, empiecen a hacer histriónicos aspavientos escandalizados sobre los "riesgos de derechización" del PP.

Pablo Casado tiene por delante el decisivo trabajo de conformar un partido que puede rentabilizar, en términos de unidad y de recuperación del dinamismo, el éxito con el que ha culminado este proceso interno. Pero hace bien en insistir en que la prioridad del PP no es hablar de sí mismo, de sus vencedores y sus derrotados. Su compromiso lo es con la sociedad española.

Mariano Rajoy, en su último discurso como presidente del PP, desveló en todo su significado la forma de entender la política y a su partido. "Cuando las cosas se tuercen, cuando las dificultades arrecian, y cuando el horizonte se nubla, los españoles miran al Partido Popular buscando estabilidad y certidumbre. Y yo os digo: volverán a buscarnos porque la España que proponemos es la misma España que desea la mayoría de los españoles". Pues bien, parece que el Partido Popular ha decidido no esperar hasta la próxima recesión y, en vez de aguardar a que los españoles vuelvan a buscarle, prefiere salir a su encuentro.

Javier Zarzalejos es director de la Fundación FAES. Ha publicado No hay ala oeste en la Moncloa (Península).

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