Delcygate: Todas las noches de un día

Delcygate: Todas las noches de un día

Tras vérsele el miércoles hundido en su escaño del Banco Azul de las Cortes, deslizándose ojeroso por el escurridero de sus supercherías, el ministro de Fomento y secretario de Organización del PSOE, José Luis Ábalos, parecía un insomne que hubiera soportado «todas las noches de un día». Como el título de la obra que escenifica en Madrid Alberto Conejero, uno de los grandes dramaturgos del momento y finalista este año del Premio Valle Inclán de EL MUNDO y El Cultural. Fue incapaz de aclarar la índole real de su clandestina reunión –envuelta en la neblina de la nocturnidad y alevosía del aeropuerto de Barajas– con la vicepresidenta de la narcodictadura venezolana, Delcy Rodríguez, quien tenía prohibida su entrada en territorio europeo acusada de crímenes de lesa humanidad y de corrupción.

Sin duda, el ministro «anda quién ha venido» ha ido fabricando su tornadiza verdad a base de contar mentiras. Mil y una versiones de un encuentro que negó primero y que luego devino en una cita a ciegas, pero que él mismo ha terminado acreditando con su torrentera de falacias. Cada mentira encerraba una evidencia en sí misma por parte de quien, en horas que pesaban como días, pareció recrear sus tiempos de camarada guerrillero del PCE antes de engrosar la legión de peceros que descubrió, en tiempo y hora, que el modo más directo y rápido de tocar moqueta era el PSOE.

Si en la trama de Conejero se libra un combate entre lo real y lo fantasmal, al acudir un policía –ausente en escena– para averiguar el paradero de su dueña interrogando a quien se emplea en cuidar las plantas y a conservar el recuerdo de aquella mujer a la que amó, otro tanto acaece en el escándalo Delcygate. El embrollo, además, ha puesto de manifiesto la dolosa hipoteca del Gobierno de cohabitación Sánchezstein con el régimen bolivariano de Caracas.

No en vano, éste promovió y sufragó a Podemos, cuyos artífices velaron sus armas en el palacio presidencial de Miraflores con Chávez. Pero también por mor del papel, de imposible disimulo que desempeña José Luis Rodríguez Zapatero como Gran Canciller de la satrapía que hoy encarna Maduro. Para mayor inri, bajo su mandato, se urdieron suculentos negocios de ida y vuelta con lustrosos untos como el que tiene imputado a su embajador y amigo del ex ministro Bono, Raúl Morodo, acusado de cobrar comisiones ilícitas por valor de 35 millones.

Por eso, al no tratarse de un problema estrictamente diplomático, en contra de lo que arguye la mutante versión oficial, la supuestamente inadvertida irrupción de Delcy, Ábalos hubo de ocuparse –como si fuera un agente secreto, y no un ministro en ejercicio, escoltado por un guardaespaldas de circunstancias– un especialista en este tipo de asuntos vidriosos. Al ser sorprendido in fraganti y desplomársele el castillo de mentiras que edificó para escamotear su trapacería, el ministro-secretario de Organización socialista arremetió en todas las direcciones hasta forzar a Pedro Sánchez a respaldarle con aires de urgencia.

En su sofoco, Ábalos pareció meterse en el personaje del coronel que Jack Nicholson interpreta en Algunos hombres buenos. Cuando, con su guerrera chapada de medallas hasta el cuello, se enfrenta al abogado de la Armada encargado de aclarar la muerte de un marine en la base naval de Guantánamo y al que le espeta al final de su largo monólogo: «¡Tú no puedes encajar la verdad!». En su indignación, aquel militar de alta graduación no llega a explicarse la actitud de ese letrado de aspecto aniñado «que se levanta y duerme bajo la manta de la misma libertad que yo le consigo y que luego se pregunta por la forma en la que yo lo he hecho». Tanto el personaje de Nicholson como el de Ábalos hubieran preferido que sólo les hubieran dicho gracias y seguido su camino sin meterse donde no les importa.

De hecho, así lo reclamó quien, apelando a aparentes razones de Estado, trató de valerse de ellas para justificar la sinrazón. Alérgico a la luz y a los taquígrafos que apremiaba antes de poner sus posaderas en el Banco Azul, no se sabe bien si Ábalos, portador de genes familiares tan taurinos, pidió que le dejaran solo, como ese matador retador ante el astifino que asoma su mala intención, o si se quedó solo ante la deserción del resto de la cuadrilla. Pero lo cierto es que ha hecho que su carácter sea su destino.

Evoca la charla en París, a comienzos de los 70, entre el gran intelectual Raymond Aron con Henry Kissinger, entonces en la cima de su poder como secretario de Estado de Nixon. En el curso de una pugnaz controversia cenando en casa de Pierre Salinger, ex consejero de prensa de Kennedy, Aron le soltaría: «Henry, yo hubiera sido incapaz de ordenar los bombardeos de Camboya y luego irme a dormir tan tranquilo». Kissinger, impasible, le replicó: «Querido Raymond, a nadie se le hubiera ocurrido encargarle a usted semejante misión». Cuestión de carácter y de escrúpulos, desde luego, de Ábalos como la de su antecesor en el ministerio y como número dos del PSOE, José Blanco, citándose nocturnamente en una gasolinera lucense para tratar negocios turbios.

En todo caso, y más allá de un cisco que obligaría a dimitir en cualquier democracia que se atenga a un mínimo de decoro, el Delcygate patentiza que cada vez que el Gobierno da un paso siente las cadenas que Sánchez contrajo para sostenerse en La Moncloa. Es rehén de podemitas, cuyo lenguaje ha hecho suyo como falso remedio contra el insomnio que aventuró que le causaría tener como extraño compañero de cama a Iglesias. Como también lo es de los separatistas, sometido a las horcas caudinas del reo Junqueras y del inhabilitado Torra, así como del PNV y Bildu. Todo lo que negó que haría lo ha hecho aquel al que le da igual 8 que 80 con tal de volar en Falcon.

Resulta pasmoso –como gravoso lo es para el porvenir de España– un presidente a merced de quienes les acusaron de pertenecer al partido del crimen de Estado y de la cal viva. Como le endosó Iglesias en un arrebato parlamentario en el que casi le vuelca un saco de esa materia en el escaño como el batasuno Zubimendi sobre el asiento vacío del entonces consejero vasco, el socialista Ramón Jáuregui. También deudor de aquellos que escupieron a su ministro Borrell tras protagonizar un intento de golpe de Estado y de los que ahora depende para que la legislatura no salte por los aires.

No obstante, conviene reparar en que aquella andanada de Iglesias contra el PSOE, a la que Sánchez fue incapaz de dar réplica, ha cumplido el objetivo que buscaba: cortar el nudo gordiano de Felipe González. Éste bloqueaba cualquier avenencia con Podemos al ser el tentáculo del régimen de Maduro al que ha denunciado en defensa de los derechos humanos y en contra de la persecución que sufren los opositores. Al tiempo, no ocultaba que un eventual acuerdo supondría la ruina del PSOE que refundó en Suresnes.

Al cabo de aquel rifirrafe, Iglesias marca el sino del Gobierno y González enmudece. Lo hace pese a saber, como dejó escrito Churchill, que «forma parte del libro de ejercicios establecido por el propio Lenin que los comunistas deben ayudar a conseguir el poder a los gobiernos socialistas débiles, para después debilitarlos más y arrebatarles el poder absoluto».

Con este objetivo, Lenin recomendaba aliarse con todas las fuerzas subversivas posibles como Podemos ha hecho hasta convertir a Sánchez en una especie de Kerenski. Aquel último primer ministro del gobierno provisional instaurado en febrero de 1917 tras la caída de los zares y que fue devorado por la posterior revolución bolchevique de octubre.

Una vez alcanzado el poder, jamás se abandona voluntariamente, como se constata en Venezuela. A este propósito, el viaje secreto de Delcy Rodríguez, como se felicitaba el viernes Maduro, ha sido enormemente provechoso para sus intereses. No sólo saboteó la venida a España de Guaidó dentro de su exitosa gira europea, donde fue recibido por sus principales mandatarios, mientras Sánchez se negaba a comparecer a su lado, sino que consiguió que el Gobierno español lo degradara, por boca de su primer ministro, a jefe de la oposición tras ser el primero en reconocerlo como presidente legítimo frente al impostor que ocupa el Palacio de Miraflores. Últimamente, Sánchez hace de ello una especialidad. Así, obró igualmente con el inhabilitado Torra hace una semana.

Junto a ello, Sánchez se apresta, atendiendo a las directrices de Zapatero y de Podemos, su hijo natural, a blanquear unas elecciones legislativas en Venezuela sin garantías para la oposición. Ya anticipó Maduro que no volvería a perder otros comicios como los que abortó con el golpe de Estado que suplantó el Parlamento legítimo por un sucedáneo de asamblea sumisa. Consumada la kermés, el régimen escabecharía a la disidencia. «El día que los tribunales den el mandato de detener a Guaidó por todos los delitos que ha cometido será detenido. Ese día no ha llegado, pero llegará», como ha verbalizado este último viernes Maduro tras apreciar el volantazo del Gobierno español.

No es extraño, pues, que el PSOE disimule declarando que se trata de un asunto interno de Venezuela que no interesa a nadie, como corean sus corifeos, o que Borrell se haga el sueco acostumbrando a los españoles a ser ese cuco que pía en un nido y empolla en otro. España, desde luego, tiene poco que ver con Venezuela –valga la ironía–, pero secunda clamorosamente los pasos dados en su día en aquel país. Con la inconsciencia –todo sea dicho– de una opinión pública que, alegre y confiada, opinaba que allí no podía pasarles aquello que preparaba a ojos vista un sonriente Hugo Chávez.

En una entrevista realizada justo antes de llegar al poder en la que apareció perfectamente trajeado, sin asomo de uniforme militar ni llamativo chándal, calmaba los miedos afirmando que, «lejos de ser un violento y un dictador», era un demócrata «dispuesto a devolver el poder a los cinco años». Así implantó una dictadura que acaba de recibir el refrendo de España.

Por eso, el aparente error de Ábalos resulta un crimen cierto. Para certificarlo, no hace falta rebuscar en los carros de maletas que, beneficiándose de la valija diplomática, habría dejado Delcy Rodríguez a su paso por España. No puede extrañar, por tanto, que Ábalos viviera la madrugada del 21 de enero todas las noches de un día en un aeropuerto que pareció el invernadero de la obra de Conejero.

Sentada esta premisa, el Delcygate no puede reducirse al caso Ábalos. Retrata no solo a un peso pesado socialista, sino a un Gobierno que disimula el ruido de sus cadenas dividiendo a la sociedad y enfrentándola. En paralelo, practica la eutanasia política a la oposición si ésta no se pliega a sus dicterios. Así, el líder del PP, Pablo Casado, se somete esta semana a la primera sesión yendo a La Moncloa para que, al igual que otras veces, Sánchez prestigie la mentira a su costa.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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