Delenda est Hispania

En su libro Los rostros del federalismo, Roberto Blanco Valdés pone el acento sobre un factor que ha incidido en el fracaso del Estado de las autonomías —al cual considera una federación— y que sin duda contribuiría a bloquear cualquier intento de reforma que llevase a una racionalización de aquel: “La existencia de partidos nacionalistas que reivindican sin tregua una reacomodación del modelo autonómico español, con la vista puesta en superarlo antes o después, caminando hacia el confederalismo, primero, y hacia la independencia con posterioridad”. La aparición de un espíritu federal, de un patriotismo vinculado a la supervivencia de la Federación, resulta en tales circunstancias imposible. Desde la Transición, los nacionalismos catalán y vasco, a pesar de la moderación exhibida hasta ayer por los primeros, no aceptaron de hecho un juego de suma cero; tratan de maximizar sus ventajas ante la aludida superación del marco vigente. Y hoy por hoy, lo que en principio podría contribuir a una estabilización de los conflictos territoriales, la apertura de un proceso de reforma constitucional, puede así derivar hacia una plataforma de reivindicaciones conjuntas desde Euskadi y desde Cataluña que den lugar a una aceleración de la fractura definitiva.

El telón de fondo es conocido, aun cuando haya un lógico temor a exhibir tal antecedente: el estallido de la URSS, modelo de federación mal consolidada donde el único factor efectivo de unión consistía en el poder dictatorial ejercido desde Moscú por el Partido Comunista. Al entrar en barrena la economía en la era Gorbachov y aflojarse las riendas del poder soviético, la reacción lógica consistió en poner en marcha un “¡sálvese quien pueda!” a efectos de no compartir los costes de la bancarrota financiera. En convergencia con lo anterior, emergieron las reivindicaciones de las nacionalidades sometidas al federalismo forzoso de la URSS, con el añadido de las listas de agravios por las represiones estalinianas, particularmente intensas en las regiones bálticas, en Ucrania y en el Cáucaso. El Estado se mostró incapaz de elaborar un programa de reestructuración federal —la perestroika no contemplaba este aspecto de la crisis, y tampoco existían recursos para abordarla, ni siquiera en la vertiente represiva—. La URSS se desplomó en espera de que Putin procediera a aglutinar desde un autoritarismo neoestaliniano las piezas fragmentadas que aún quedaron dentro de la Federación Rusa.

En el caso español faltan, evidentemente, elementos de erosión presentes en la URSS. No hay nada parecido a la guerra de Afganistán, y la represión política y cultural de las nacionalidades es cosa del pasado franquista. A pesar de ello sigue siendo utilizada a fondo para configurar una memoria histórica maniquea, en la cual las tropelías franquistas se convierten en opresión causada por España o los españoles, vistos siempre como algo ajeno y perjudicial. Del franquismo emerge asimismo una imagen gratificante, de manera que cualquier reivindicación nacionalista es de suyo democrática y la oposición a la misma, signo de centralismo, de incomprensión, cuando no de persistencia de una mentalidad franquista. Es una forma de abordar con ventaja cualquier debate, como se está viendo actualmente en Cataluña, sin que tenga que entrar en juego la siempre incómoda facultad de pensar. Y por encima de todo, la situación de las naciones periféricas hoy dista de ser comparable a la del ocaso del imperio soviético, ya que disfrutan, en especial Euskadi, de un amplio autogobierno en el marco de una España democrática. Claro que también a este argumento se le puede dar la vuelta, declarando que todo fue alcanzado por la lucha de las nacionalidades. Entretanto, los cambios generacionales, con la autonomía creciente de la cultura y la normalización lingüística, especialmente en Cataluña, apuntaban a la situación presente.

La evolución de las cosas se asemeja al funcionamiento de un motor mal ajustado que, cuando opera a gran velocidad, intensifica las posibilidades de avería y, al perder marcha por efecto de la crisis económica, se detiene irremisiblemente. En los prolongados tiempos de bonanza, las exigencias nacionalistas fueron atendidas una tras otra —la ocurrencia de Maragall y Zapatero de reformar el Estatut responde a esa tendencia—, dado que existían en apariencia recursos ilimitados para montar un Estado sobre otro. Todo era aceptable, incluso absurdos tales como la penalización de quienes rotulasen sus comercios solo en castellano, anticipando una separación simbólica. Los elementos de Estado que menciona Mas, como las representaciones exteriores de la Generalitat, son un buen ejemplo. Al cambiar dramáticamente la coyuntura, acabaron las concesiones y surgió el malestar social, coincidiendo en Cataluña con el fiasco de la aprobación y recorte del nuevo Estatut. El Concierto Económico aminoraba los daños económicos para Euskadi y Navarra. A falta de ese colchón, quedaban reunidos todos los elementos para una dinámica centrífuga.

Ahora bien, resulta evidente que la crisis del Estado-nación español hunde sus raíces en la historia, y por supuesto en la mitificación convertida en relato histórico. En este punto, tenemos un denominador común: los estrangulamientos que el atraso económico de la España decimonónica provoca en todos los componentes de la vida social y política, desde la formación del mercado nacional y una escuela ruinosa al sistema político asentado sobre el caciquismo y la corrupción, por no hablar del militarismo. No era un problema metafísico, sino bien concreto: fallaban los mecanismos de nacionalización, los recursos para integrar regiones y formar ciudadanos, sobre el patrón francés. Resulta inexcusable aquí la cita del payés de la Cataluña francesa que explica al filólogo catalanista por qué allí no hay nacionalismo: el Estado francés, desde la escuela a los hospitales, satisface las necesidades de sus catalanes; en territorio español, ante un Estado ineficaz, pueden ser catalanistas. En la crisis del 98 España fue vista ya como “un país moribundo”. Los nacionalismos periféricos emprendieron su marcha y el medio siglo de modernización económica a partir de 1960 llegó tarde, gracias también al franquismo, para invertir las tendencias centrífugas.

Ahora más próximas, las trayectorias de los nacionalismos catalán y vasco han sido diferentes. En el caso vasco, se trató de una respuesta de las élites autóctonas a las transformaciones de poder resultado de la industrialización, después de una prolongada agonía del antiguo régimen. El nacionalismo tuvo desde el comienzo una elevada carga de violencia antiespañola que el pragmatismo ulterior del PNV no hizo desaparecer. Fue un nacionalismo biológico, sobre la base del antecedente foral, leído como independencia. ETA y la prolongada pasividad —y transitoria alianza— del PNV con el grupo terrorista coincidieron en fomentar la paralización de la conciencia democrática y la hegemonía de una mentalidad de separación, aún vigente. Solo el Concierto Económico, con sus espectaculares ventajas, traza la divisoria entre las dos ramas del nacionalismo sabiniano.

En el caso catalán, más que de una conciencia de revancha por 1714, buena coartada, estamos ante la historia de un desajuste secular, siendo una región avanzada en los planos económico y cultural, que nunca encontró correspondencia en el resto de España, salvo a la hora de defender o imponer sus intereses económicos. A diferencia del eje Piamonte-Lombardía, Cataluña no hizo España; se adaptó a los requerimientos de su atraso. Las organizaciones políticas, culturales, obreras de Cataluña, aunque de nombre fuesen nacionales españolas, acabaron restringiendo su acción a ella o experimentando una clara frustración: ejemplo, el PSUC. Distanciamiento cultural, integración de los emigrantes, alienación política, crisis económica, han configurado la crisis actual, administrada eso sí desde un decisionismo que es más reflejo de pasadas carencias que presagio de democracia, con o sin independencia.

En suma, la reconducción es difícil. El Concierto retiene a Euskadi, pero justamente la desigualdad que provoca al escorar en su favor el cálculo del cupo, bloquea lo que sería un primer paso, la racionalización del Estado autonómico en el plano fiscal. No es la coincidencia de las presiones independentistas el principal problema, sino la extrema dificultad de reformar un Estado-nación sumido en la crisis.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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