Delenda est monarchia

Algunos se identificarían hoy con esta frase latina; obviamente quienes no conozcan sus antecedentes y consecuencias. Asumirían lo que representa con tanta ceguera irresponsable como frivolidad. Con estas tres palabras concluía Ortega, siguiendo la reiterada sentencia de Catón el Viejo, su célebre artículo en «El Sol», el 15 de noviembre de 1930. Ortega adelantaba la caída de Alfonso XIII cinco meses y un día después. Quienes ven la Historia con un solo ojo no irán más allá de aquellas tres palabras pero Ortega siguió reflexionando sobre ellas. Sin finalizar 1931 el filósofo denunció los nubarrones que se cernían sobre el nuevo régimen. El 6 de diciembre en su conferencia del Cine Ópera «Rectificación de la República» alertó: «Estos republicanos no son la República», y exigió rectificar el régimen, reiterando lo escrito en «Crisol» dos meses antes: «¡No es esto, no es esto! La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo». En 1936, con prólogo en la Asturias de 1934, se vivió lo que el tiempo trajo.

Ortega reflexionó más aún sobre la trayectoria de la República. Y la vivió. Iniciada la guerra civil huyó de España temiendo por su vida, y sus dos hijos varones combatieron como voluntarios en el Ejército nacional, como lo hicieron los hijos de Gregorio Marañón y de Ramón Pérez de Ayala, compañeros de Ortega en la fundación de la Agrupación de Intelectuales al Servicio de la República. Los tres fueron pilares en la llegada del régimen republicano. Quienes quieran saber lo que pasó, y no meramente inventarlo, la historiografía internacional puede servirles de báculo. No proclamar la existencia de una legalidad republicana intachable acaso será pronto un delito, que así están las cosas, pero ello no hará cierto lo falso.

Tras cuatro decenios de franquismo, que había ido transformándose, en 1975 a Juan Carlos I le tocó cambiar la realidad que recibió y lo hizo en profundidad. El cambio fue «de la ley a la ley», malabarismo ideado por Torcuato Fernández Mirada, el hombre que requería el momento. La oposición exterior no hubiese tenido posibilidad alguna de cambiar aquel régimen. El Rey lo hizo con el concierto de los reformistas de dentro y el pragmatismo de los políticos de fuera, y así se construyó una España democrática. En 1978 los españoles ya contamos con una Constitución en la que aparece no sólo el sistema de Monarquía parlamentaria sino también, lo que no es usual, el nombre del titular de la Corona. La Constitución fue votada masivamente a favor. Significativos fueron los resultados en Cataluña: más del 90% de voto favorable; entre los mayores porcentajes afirmativos de toda España. El Rey, además, tuvo que enfrentarse al intento golpista del 23-F, coletazo de las asonadas del siglo XIX. Su papel fue decisivo en defensa de la Constitución.

Es chocante que ciertos adanes de la política que nos hacen reír y nos inquietan a partes iguales pidan algo así como un referéndum constitucional para cada generación, ignorando lo positivos que son el poso y el tiempo para las Constituciones. No quieren reformar la Constitución, cuestión que la propia Carta Magna recoge; buscan dinamitar el sistema del 78. No lo ocultan, y no vamos a ser los demás quienes nos volvamos ciegos, sordos y mudos.

Tras el acceso constitucional de Felipe VI al Trono, el nuevo Rey se encontró con una realidad difícil pero diferente a la que afrontó su padre. Entre los nuevos políticos había quienes no respetaban ni valoraban la Transición porque no la vivieron, no la estudiaron con la objetividad necesaria, o sencillamente por un radicalismo ignorante. Se habían desbocado problemas que venían de lejos pero que el presidente Zapatero agravó, probablemente por falta de condiciones políticas personales. Gracias al socialismo los neoleninistas alcanzaron parcelas relevantes de poder: las alcaldías de importantes municipios y la participación en gobiernos autonómicos, en una estrategia de diseño que iba hacia lo que ahora padecemos. Ello llevó a que arreciasen los ataques a la Monarquía y al Rey, a su carácter de símbolo de la unidad y permanencia del Estado. El mensaje institucional de Felipe VI el 3 de octubre de 2017 sobre la situación en Cataluña tranquilizó a los españoles, en defensa de la Constitución y de una España de ciudadanos libres e iguales.

La cuestión catalana, con el intento de golpe de Estado de por medio, ha desenfocado gravemente la realidad. Unos tipos mediocres y locoides que insisten en proclamar presos políticos a políticos presos por vulnerar la ley, que dicen servir a la inexistente forma republicana de un territorio concreto en el seno de una Monarquía parlamentaria, y que se permiten insultar y ningunear al Rey, no conseguirían dar continuidad a sus tics sediciosos sin la inoperancia, alguien podría pensar que la complicidad, del actual Gobierno de la Nación y de su presidente.

Cuando el presidente del Gobierno vive de prestado desde el chantaje del neoleninismo y el soberanismo rampantes con los que está en deuda por el regalo de ocupar La Moncloa y presidir cada semana el Consejo de Ministros, las posibilidades de que la situación empeore no supone pesimismo sino realismo puro. La nueva vuelta de tuerca que se anuncia en la lamentable Ley de Memoria Histórica que, como escribía recientemente el marqués de Tamarón en una lúcida Tercera, llevaría a acusar a Churchill de apologeta del franquismo, que se cernirá sobre todo aquel que aspire a escribir desde la verdad y no sometido a una verdad impuesta, y la reciente amenaza de revocar títulos nobiliarios por motivos ideológicos, que –no nos engañemos– tiene como diana oculta a la propia Corona, son noticias preocupantes. La resurrección del odio es algo que la mayoría de los ciudadanos ni entiende ni perdonará.

Los ataques a la Monarquía y al Rey, minoritarios, manipulados, pero jaleados en ciertos medios, responden a un revanchismo impostado, impresentable y además injusto. El error de los ruidosos republicanos de este tiempo es elegir como referencia a una República que llegó por unas elecciones municipales, que por cierto perdió en el conjunto de España, que se radicalizó con enorme ceguera, que enfrentó a los españoles y que no cumplió las expectativas que se le supusieron. Acabó en una tragedia: la guerra civil, tras las elecciones amañadas de febrero de 1936 y la amenaza de una revolución marxista según el modelo de la de 1917 en Rusia, como queda demostrado en los discursos del líder socialista Largo Caballero y en la prensa de izquierdas de la época.

La Historia debe asumirse en su conjunto sin pasar la goma de borrar por parte de ella. Dinamitar el pacto que supuso el sistema de 1978, como hace –o permite hacer– un débil Sánchez, abre un futuro muy preocupante. Con aquel «Delenda est Monarchia» nadie puede identificarse hoy desde el rigor. «Si no, al tiempo», que concluyó Ortega.

Juan Van-Halen, escritor y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.

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