Delenda est parlamentarismo

El objetivo de la democracia es resolver el problema del poder: ¿quién gobierna? ¿cuáles son los límites del poder? ¿cómo se garantizan los derechos y libertades de los ciudadanos frente al poder? De ahí que su fundamento sea la idea de libertad: garantizar la libertad personal (derechos y libertades) y establecer la libertad política (libertad colectiva que resuelve el problema del poder mediante la elección del gobierno).

Desgraciadamente los resultados de las elecciones del pasado 21 de diciembre en Cataluña no han resuelto el problema del poder en esta comunidad autónoma. El pueblo ha votado, pero debido a nuestras reglas políticas y electorales, su mayoritaria participación no ha dado respuesta a esta pregunta: ¿quién debe gobernar? Después de votar, elegir un gobierno resulta ahora mucho más complicado que antes.

Desde sus orígenes, la democracia fue entendida como la forma de organizar y elegir al gobierno para garantizar la libertad de los hombres. Y es, precisamente, en su aplicación práctica donde tiene que quedar resuelto el problema del poder. Cualquier sistema político cuyas reglas institucionales no permitan solucionar, de una manera definitiva, el dilema del poder no puede ser calificado como auténticamente democrático.

En Grecia nació la política, como filosofía del poder (ciencia del gobierno) y fueron los atenienses los primeros que determinaron los principios básicos de lo que ellos entendieron como la forma democrática de un pueblo: responsabilidad del hombre público ante la ley; límites de competencia en los poderes; límites temporales en el ejercicio de los cargos; soberanía de los ciudadanos libres y obediencia cívica a la ley promulgada. Como muy bien ha señalado el profesor Dalmacio Negro, desde ese momento surge la tradición del gobierno limitado y el imperio de la ley que, hasta nuestros días, han constituido los cimientos del liberalismo político.

La democracia en Grecia se ejercía de manera directa, en las plazas de las polis. El pueblo tomaba las decisiones que consideraba más positivas para la ciudad: ya fuera para arreglar la ciudad o para decidir acciones de guerra. Pero aquella forma primaria de democracia fue posible porque aquellas ciudades estado eran poblaciones muy pequeñas. Cuando las poblaciones fueron creciendo se hizo imposible ese tipo de participación directa, y el poder volvió a no estar limitado y retomó a ser absoluto y despótico.

Al no poder estar todo el pueblo presente en una asamblea, surgió la necesidad, nunca de manera homogénea, de establecer un mecanismo intermedio para controlar al poder. Ese instrumento fue el de la representación. La representación, desde Roma, es un negocio jurídico por el cual una persona (representante) actúa en nombre de otra (representado). De alguna manera, en el ámbito político, los romanos llevaron la representación a sus instituciones, una de ellas fue el Senado, pero hay que esperar hasta la Edad Media para que la llama de la representación empiece a avivar con fuerza frente al poder unipersonal de las monarquías gracias a la aparición de las primeras instituciones parlamentarias.

Recientemente se ha considerado que la cuna del parlamentarismo se encuentra en España. Siendo su antecedente la Curia regia, institución política de tradición visigoda que asesoraba a los reyes cristianos durante la Edad Media. Fue, finalmente, en 1188 cuando el rey Alfonso IX de León determinó la conversión de la Curia Plena leonesa (nobles más jerarquías militares y eclesiásticas) en Cortes propiamente dichas: por primera vez se sumaban a esta institución representantes electos de las principales ciudades con voz y voto. A León le siguieron otros reinos cristianos peninsulares. El rey se veía obligado a pedir nuevos impuestos y esa necesidad de financiación fue lo que abrió el camino a su control a través de la representación, aunque con un carácter muy excepcional y limitado.

En Europa, sobre todo en Francia y en Inglaterra, se siguieron procesos similares, aunque con ritmos y elementos diferentes. En Francia, por ejemplo, a lo largo de los siglos XIV y XV fueron convocados en varias ocasiones los Estados Generales (asamblea donde participaban los tres estados: clero, nobleza y representantes de las ciudades con consistorio) generalmente para respaldar el poder del monarca frente al papado. La monarquía en los reinos hispanos, por su propio origen visigodo, había mantenido el principio de que el rey era en la práctica un primus inter pares (primero entre iguales) y debía respetar las leyes y los fueros de las ciudades: fruto del pacto y los acuerdos con la nobleza. “Antes hubo leyes que reyes” se afirmaba en Aragón, que llevó este principio de respeto al pacto y a la ley hasta el juramento a sus monarcas: “Nos, que somos tantos como vos y todos juntos más que vos, os hacemos rey de Aragón, si juráis los fueros y si no, no”. En Castilla, la guerra de las Comunidades en 1520 contra Carlos I fue el último intento de mantener la organización política de la monarquía limitada medieval tras la aprobación ese mismo año de la Ley Perpetua de Ávila.

En Inglaterra las cosas fueron distintas y por ello el origen de su sistema parlamentario se dirige desde su inicio a controlar y limitar el poder del rey ante la debilidad de la nobleza y el clero incapaces de ejercer ese papel. Así, a la hora de estudiar la configuración del parlamento inglés, hay que partir de las denominadas Cartas que se conformaron como pactos entre el monarca, los señores feudales y el clero, estableciendo normas que limitaban el poder del rey.

Con el paso del tiempo la cámara de representantes en Inglaterra, el Magnum Concilium, fue creciendo en importancia y peso político. A mediados del siglo XIII (1265) se incorporaron dos caballeros por condado. Este fue el origen del parlamento inglés. En su larga evolución adoptó, ya en el siglo XIV, la separación en dos cuerpos: la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores. La tarea decisiva, la función legislativa, correspondió a partir del siglo XV a la Cámara de los Comunes. Unía de esta manera el poder legislativo y el poder de aprobar el presupuesto.

Fue la pujanza del parlamento inglés lo que generó la lógica tensión entre la cámara legislativa y el monarca. Varios episodios fueron de gran dureza e incluso se llegó a distintos episodios de guerra civil. Este pulso vivió su momento álgido en 1649 con la decapitación del rey Carlos I de Inglaterra. En 1660, tras la dictadura de Cromwell, se restauró la monarquía inglesa. Pero esta tensión entre el parlamento y el monarca se mantuvo viva y tuvo finalmente un vencedor: la cámara legislativa. A partir de este momento se configura una nueva forma de gobierno, donde el primer ministro, y lo que posteriormente se convertiría en su gabinete, debían de contar, en un primer momento, con la doble confianza del rey y del parlamento. Durante el periodo de Robert Walpole como primer ministro (1721-1742) su gabinete contó con la confianza del parlamento gracias a la eufemísticamente denominada “influencia de la Corona”, que hacía alusión a prácticas de corrupción mediante el soborno y la compra de los votos de determinados miembros de la Cámara de los Comunes. Como se puede comprobar, la corrupción del parlamentarismo además de histórica es intrínseca a su funcionamiento. Ya era efectiva 280 años antes de episodios como el tamayazo y otros casos de transfuguismo de diputados y concejales tan populares en nuestro solar patrio.

El proceso histórico vivido en Inglaterra de transición de un sistema dual de poderes a un sistema de unidad de poder (ejecutivo más legislativo) llega a su culminación en 1803 bajo el gobierno de Pitt el Joven, cuando se formula de manera expresa el postulado de que el rey debe nombrar como primer ministro al líder del partido político mayoritario en la Cámara de los Comunes, para que la coincidencia entre legislativo y ejecutivo sea completa.

El parlamentarismo inglés (el ejecutivo dependiendo del legislativo salvando a la corona) será el antecedente de lo que luego sucederá en toda Europa. Y adquiere toda su importancia si lo comparamos con la práctica inexistencia de instituciones parlamentarias representativas en Francia y España durante todo el periodo del absolutismo monárquico hasta el estallido en 1789 de la Revolución en el país vecino y el contagio revolucionario que arraigó en nuestro país gracias a las Cortes de Cádiz y a su gran fruto político: la primera Constitución española de 1812.

El surgimiento de la monarquía constitucional en Europa supone la limitación de los poderes absolutos del rey que se hacen incompatibles con los aires revolucionarios de la soberanía nacional que, poco a poco, se va instaurando con la aparición de los nuevos parlamentos. El rey en el sistema de la monarquía constitucional sigue siendo el fundamento último de todos los poderes del Estado y continúa manteniendo el poder ejecutivo, al elegir de forma completamente libre al primer ministro (o presidente del Gobierno) y, en la mayoría de los casos, a los ministros o consejeros del ejecutivo. En el régimen de la monarquía constitucional, el rey reina y además gobierna, mientras los diputados legislan. Este modelo incorpora un sistema dualista en la división de los poderes entre el ejecutivo y el legislativo. Se mantiene el principio monárquico que corresponde al monarca con sus ministros, con un germinal principio democrático investido en el parlamento como órgano representativo del pueblo.

En la historia del parlamentarismo continental europeo, la tensión política entre el principio monárquico, que entiende a la monarquía como el único órgano de soberanía dentro del Estado, y el principio democrático, que propugna el carácter representativo de esa soberanía a través de las asambleas legislativas, va a provocar primero la transformación de la monarquía absoluta en constitucional y, posteriormente, en parlamentaria. Esta mutación supuso que, para salvar la figura del monarca se la hizo compatible con el parlamento, primero a través de fórmulas de tolerancia, luego de cohabitación y, finalmente, de sometimiento, rompiendo de esta manera desde sus raíces la fórmula democrática de control y de división de los poderes del Estado. Es aquí donde vuelve a surgir, como ya ocurrió en Inglaterra, la corrupción del parlamentarismo como forma de Gobierno: la necesidad de mantener el poder del ejecutivo (en sus inicios con la participación del monarca) contando con el apoyo primero, y el beneplácito después, de la cámara legislativa. A partir de este momento la separación de los poderes desaparece: un poder depende del otro, siendo el legislativo quien elige al ejecutivo.

Como acertadamente señaló el profesor Jesús Neira, la fórmula del régimen parlamentario es netamente reaccionaria porque significa un hecho contrario a los ideales ilustrados de la Revolución francesa: en lugar de limitar y separar los poderes se consigue una unidad de poder que tiende a la oligarquía. De ahí el carácter mutante del parlamentarismo que, durante la segunda mitad del siglo XX, derivó, tanto en sistemas monárquicos como en republicanos, en el actual régimen de Estados de partidos, donde se consigue la mayor gloria que puedan soñar las oligarquías: un sistema de unidad de poder dentro del Estado con una apariencia externa de separación de funciones.

Es, precisamente, la prevalencia del Estados de partidos (partitocracia), presente en casi todos los regímenes parlamentarios europeos, la que ha conseguido esta segunda transformación del parlamentarismo al invertir sus relaciones de poder: una vez designado el ejecutivo, éste se convierte en el poder decisivo del Estado, ante el que se pliega el legislativo a través de los instrumentos oligárquicos en que se han convertido las cúpulas de los partidos políticos. Es paradójico que un régimen de poder que, en su origen, situaba el centro de gravedad en la cámara legislativa haya derivado a una situación donde la actividad del parlamento no cuenta casi para nada: salvo para lo esencial de elegir un gobierno o retirarle la confianza mediante una moción de censura. Además, sin leyes electorales mayoritarias lo que se consigue es una situación donde las debilidades de ambos poderes se retroalimentan. El resultado es la situación actual de los regímenes parlamentarios europeos, caracterizados por la inestabilidad de sus gobiernos y la fragilidad de sus cámaras legislativas. Instituciones que, en algunas ocasiones, no llegan ni siquiera a funcionar después de unas elecciones, como ocurrió en España en 2016 y puede volver ahora a repetirse en Cataluña en 2018.

Por el contrario, el desarrollo de las formas de gobierno en Norteamérica fue muy distinta a lo que ocurrió en Europa. Mientras que en el viejo continente preexistía el estado-nación o monárquico, que englobaba dentro de sí al gobierno, en Estados Unidos los padres fundadores de la Constitución tuvieron la posibilidad de organizar el gobierno sin la preexistencia de un poder soberano. Eso les posibilitó hacer realidad la libertad política como derecho colectivo del pueblo estadounidense: elección directa del Gobierno (poder ejecutivo) a través del sistema presidencialista; representación democrática en la Cámara de Representantes y en el Senado (poder legislativo) a través de un sistema electoral mayoritario, y una administración de Justicia (poder judicial) independiente. En sentido estricto, el poder no se dividió. Lo que ocurrió fue que el gobierno del pueblo se organizó de tres maneras diferentes. El interés del pueblo se situó por encima de cualquier otro interés de parte (monarquía, partidos políticos, grupos de presión). Se hizo realidad la esencia de la libertad política que fue ejercida por quien es el único sujeto de soberanía: el pueblo.

El escenario al que nos abocamos durante las próximas semanas en Cataluña es un abanico ilimitado de posibles pactos entre partidos. Incluso puede suceder que no se pongan de acuerdo y se tengan que repetir las elecciones. Un desenlace que, con casi toda seguridad, daría unos resultados similares a los actuales, dejando sin resolver nuevamente el problema del poder. Por eso llama la atención el argumento utilizado por algunos dirigentes de Ciudadanos, cuando reclaman para ellos el derecho a presidir el Parlamento bajo la consideración de que “lo más democrático es que el presidente del Parlament sea una persona de Cs” por ser el partido más votado. Luego, siguiendo esta lógica y a sensu contrario, si Ciudadanos no logra la presidencia del Parlamento no sería democrático. Como tampoco tendría nada que ver con la democracia que el partido vencedor el pasado 21 de diciembre no esté en el Gobierno de la Generalitat.

Además, por mucho que se repitan las elecciones, el pueblo con su voto nunca manifiesta su preferencia ante unos posibles pactos poselectorales. En nuestro régimen político el pueblo, como sujeto electoral colectivo, no existe. Es cada ciudadano individualmente el que se limita a manifestar su elección por una lista concreta de un partido político en una circunscripción determinada. No elige representantes, selecciona unas siglas políticas y refrenda una lista de candidatos precocinada por las cúpulas de los partidos políticos. En España, el pueblo no es el dueño de la libertad política, un tesoro que, en palabras de Alexis de Tocqueville, “basta conocerlo para amarlo”. El ciudadano, en nuestro régimen político, no solamente no elige al Gobierno, sino que tampoco vota por una determinada política de acuerdos parlamentarios. La idea de que en el momento de la votación se configura un sujeto colectivo que decide sobre cuál es el mejor de los pactos o cuál es la mayoría deseable para conformar Gobierno, es otro de los mitos idealizados de los regímenes parlamentarios.

Por eso, la crisis política que padece España, manifestada durante los últimos meses de manera virulenta en una de sus vertientes, la organización territorial del Estado (declaración de independencia en Cataluña primero, respuesta del Gobierno con la aplicación del artículo 155 de la Constitución después, y elecciones autonómicas que no sirven para resolver nada como colofón) se circunscribe en su forma, desarrollo y consecuencias en el tipo de crisis intrínseca que conllevan en su naturaleza los regímenes parlamentarios.

Con toda seguridad, lo que viviremos de aquí a unos años será la agudización de este tipo de crisis institucional. Tanto a nivel estatal como autonómico. Incluso puede que nos ocurra lo que ya sucedió en Italia: que hagamos de la crisis parlamentaria el propio régimen en sí. Eso podrá ser beneficioso para algunos, especialmente para los partidos políticos, que convertirán el parlamento en una cama redonda de acuerdos (bipartitos, tripartitos o pentapartitos) y rupturas. Nunca propondrán una verdadera regeneración y un cambio radical de nuestro régimen. Son adictos al parlamentarismo. Les da de comer. Pero nadie podrá afirmar que estas prácticas tienen algo que ver con la democracia. Ni con la defensa de los derechos y libertades de los ciudadanos ni con el ejercicio de una auténtica libertad política por parte del pueblo español.

Javier Castro-Villacañas es abogado y autor del libro 'El fracaso de la monarquía' (Planeta, 2013).


Le responde Guillermo Gortázar: Sólo el parlamentarismo puede salvarnos.

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