Delitos contra la Constitución: rebelión y sedición

La respuesta penal a actos dirigidos a independizar una parte del territorio de cualquier país es, como en toda Europa, absolutamente necesaria, aunque no suficiente. La política ha de tener su papel, tal como lo tuvo con la aplicación del artículo 155 de la Constitución o con la desarrollada hasta ahora por el actual Gobierno de España con políticas y medidas eficaces y con la apertura al diálogo sin condiciones previas y dentro de la Constitución. El otorgamiento del indulto por el Gobierno de España ha sido la decisión más valiente, y trascendente preludio de soluciones duraderas.

Desde esa positiva valoración en términos generales de lo realizado por nuestro Gobierno debe interpretarse mi discrepancia con la proposición de ley que se debate estos días suprimiendo el delito de sedición y modificando levemente el ya existente de desórdenes públicos que reduce las penas de inhabilitación para las autoridades que incurran en él.

Delitos contra la Constitución: rebelión y sediciónLo que necesita nuestro país es reforzar la protección del orden constitucional frente a nuevas formas de ruptura de tal orden que consisten en utilizar las instituciones y las leyes como ariete contra la Constitución, la democracia y sus instituciones. Conocíamos el caso tradicional de cuerpos de ejército que empleaban sus armas de fuego para rebelarse. Lo nuevo es que representantes públicos civiles empleen sus potestades como titulares o integrantes de instituciones y poderes para acabar, en todo o en parte, con la Constitución, con la integridad territorial o con la norma institucional básica de una comunidad autónoma, como ocurrió en el denominado procés.

No es posible que acciones dirigidas desde un Gobierno autonómico con la finalidad de independizar por vías inconstitucionales una parte del territorio nacional sigan sin tener otra respuesta que considerarlos simplemente como sedición o desórdenes públicos, siendo esta última la única respuesta práctica ofrecida por la proposición de ley, pese a saber ya los límites del delito de rebelión, tal como quedó en el Código Penal (CP) de 1995, con la interpretación que del mismo ha hecho el Tribunal Supremo.

La Constitución, como superior bien jurídico a proteger, comporta que los intentos de acabar con ella o modificarla fuera de las vías legales tengan la penalidad más grave correspondiente a la importancia del bien protegido. En cambio, los actos dirigidos a impedir solamente la aplicación de concretas y singulares decisiones del Ejecutivo o del judicial en ejecución de las leyes —sin pretender cambiar ni el Ejecutivo ni el judicial— se han venido castigando como sedición (en su caso desobediencia) con penas menos graves que la rebelión, pues el bien que se protege es el cumplimiento de concretos actos y decisiones de los poderes públicos. Finalmente, los delitos contra el orden público, en que el bien a proteger es sólo tal orden, tienen una penalidad menor que los otros dos.

Mi discrepancia con la proposición de ley reside en que confunde los bienes a proteger y se olvida de lo importante: la necesaria actualización que habría que haber hecho del delito de rebelión.

En efecto, el delito de rebelión ha quedado sustancialmente desactivado por la interpretación que del mismo ha hecho nuestro Tribunal Supremo en la sentencia de 14 de octubre de 2019 que hubo de condenar por sedición y no por rebelión porque los actos de violencia que se recogen en los hechos probados no constituían una “violencia instrumental, funcional, preordenada de forma directa, sin pasos intermedios” a la independencia, sino sólo dirigida a mejorar la posición negociadora del Govern para lograrla.

La equívoca redacción actual de la rebelión, recogida en el Código Penal de 1995, rompe con la que ya en época democrática estableció la Ley Orgánica 2/1981 de 4 de mayo modificadora del artículo 217.1 y 3 del Código Penal —aprobada abrumadoramente por las Cortes democráticas con el apoyo, entre muchos otros, de parlamentarios de la Minoría Catalana— y que mantenía sustancialmente la del artículo 243 del Código Penal de la II República (Jiménez de Asúa). El mérito de ambas consistía en establecer distintas modalidades de ejecución de la rebelión con distintas penas, desde la rebelión de quienes sin alzarse públicamente atentasen contra la integridad territorial o tratasen de suspender o modificar la Constitución “por cualquier otro medio contrario a las leyes” con penas de hasta 12 años como máximo, hasta las rebeliones más graves con “alzamiento público” y penas máximas de hasta 30 o 20 años. Lo relevante es que la rebelión podía variar en los medios para realizarla —bastando que fueran contrarios a las leyes, no exigiéndose siempre violencia— pero lo permanente para su calificación eran sus objetivos y entre ellos, siempre, el de atentar contra la integridad territorial.

La aplicación de la sedición a intentonas independentistas no resuelve la cuestión —y menos todavía los desórdenes públicos o la desobediencia—, sino que la desenfoca, pues el bien jurídico a proteger ante ellas no es el orden público ni tampoco la ejecución de concretas y singulares decisiones del Ejecutivo o del judicial, sino la obra del soberano: la Constitución misma que reconoce y garantiza la autonomía de las nacionalidades y regiones.

Que en estas condiciones, conociendo la doctrina del Tribunal Supremo, no se reforme la rebelión para volver a la ley 2/81, aparte de suprimir la sedición, no resulta comprensible, menos aún invocando una anomalía penal española respecto de Europa que no existe.

Salvo error por mi parte, la situación en Europa es como sigue. En Suecia (Capítulo 19 CP), los actos dirigidos no solo con violencia, sino con “otros medios ilegales” a la separación de una parte del territorio se consideran alta traición y se pueden llegar a castigar hasta con prisión perpetua o 18 años. En Noruega, los que “ilegalmente” tratan de separar del Reino una parte del territorio (Sección 83 CP) son castigados con hasta 21 años. En Portugal, la separación de parte del territorio con simple amenaza de violencia o “abusando de funciones de soberanía” se califica como traición a la patria castigada con hasta 20 años. En Holanda (Sección 93 CP), un “ataque” para separar un parte del reino se considera delito contra la seguridad del Estado y se castiga con prisión perpetua o con prisión de, como mínimo, 10 años. En Dinamarca (Capítulo 12 CP), los actos con simple amenaza del uso de la fuerza dirigidos a separar una parte del país se castigan como delitos contra la independencia y seguridad del Estado con hasta prisión perpetua. En Alemania (art. 81 CP), basta la simple amenaza de la fuerza para considerar alta traición tratar de cambiar el orden constitucional (que incluye la separación de un territorio), castigándola con pena de prisión perpetua o prisión de, como mínimo, 10 años.

En Europa, sólo en Francia (art. 412.1 CP) la concurrencia de violencia era indispensable para imponer penas de 30 años de prisión —o prisión perpetua para quien sea autoridad— por conductas como nuestra rebelión calificadas como “atentado” que ponen en peligro instituciones o la integridad territorial. No obstante, castiga con 20 años el mero acuerdo o complot de una autoridad para cometer “atentado”, cuando el complot se concreta en algún acto material (art. 412.2) y con cinco años a la autoridad que trata de impedir el cumplimiento de la ley.

La supresión de la sedición y su sustitución por los desórdenes tal vez pretenda solucionar problemas del pasado, pero no las necesidades del presente y del futuro en línea con nuestra legislación democrática del siglo XX.

El Código Penal, como mínimo ético de una sociedad, aspira a ser respuesta permanente del Estado incompatible con reformas tácticas o coyunturales. Recuperar la formulación del delito de rebelión del Código Penal de 1932 de la II República y de nuestra ley orgánica de 1981 constituiría un elemento permanente de defensa de la democracia compatible con la búsqueda infatigable de soluciones políticas a través del diálogo.

Tomas de la Quadra-Salcedo Fernández del Castillo es catedrático emérito de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III y exministro de Justicia.

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