«Delitos» políticos

Con la caída del muro de Berlín hace un cuarto de siglo, los entendidos liderados por Francis Fukuyama proclamaron el fin de la historia: el triunfo del capitalismo democrático sobre los sistemas rivales. El éxito económico estadounidense y el colapso del comunismo alimentaron esa narrativa. La prolongada confrontación política e intelectual – y a veces militar– que conocimos con el nombre de Guerra Fría, había terminado.

De hecho, en una reunión en Varsovia durante el invierno de 1990, el presidente polaco y jefe del Partido Comunista, general Wojciech Jaruzelski, declaró ante mí y los colegas de mi gabinete que «las fuerzas de la historia nos han llevado inevitablemente al capitalismo». Era incapaz de liberarse de la dialéctica hegeliana, pero ahora admitía que el comunismo había equivocado completamente el punto de llegada de la historia.

Un par de décadas más tarde, diversas formas de capitalismo han logrado maravillas en algunos de los antiguos países comunistas y socialistas. Polonia es un excelente ejemplo de una exitosa transición económica y política.

Pero el capitalismo dista de florecer por doquier. Corea del Norte, que nunca tuvo una transición y mantiene una torpe planificación central, es un caso económico perdido. Y el socialismo blando combinado con los «campeones nacionales» subsidiarios declina en Francia.

Además, en muchos países, el capitalismo llegó sin democracia. China es un obvio ejemplo de éxito capitalista y reforma política retrasada. En estos países, la competencia honesta en las urnas, el debate libre y abierto y el respeto por los derechos de las minorías –los cimientos de la democracia liberal– no figuran en la agenda. Las botellas de champán se destaparon prematuramente en 1989.

De hecho, precisamente porque la democracia liberal no triunfó en todo el mundo, muchas crisis apremiantes ahora requieren atención y acción. Pero también debemos centrarnos –en los medios y en el aula– en los ataques a la democracia y los valores democráticos, que son menos dramáticos pero, sin embargo, peligrosos. Esto incluye al continente americano, donde regímenes estatistas y otros han estado atacando las libertades de expresión y prensa.

Por ello, las disputas políticas pueden resultar delictivas. En un reciente ejemplo pernicioso, el presidente venezolano Nicolás Maduro, en un discurso difundido por televisión a todo su país, ordenó al procurador general y fiscal público «tomar medidas» contra el economista de Harvard Ricardo Hausmann por atreverse a preguntar si «¿Venezuela debe entrar en cesación de pagos?».

Hausmann estaba en lo correcto al hacer esa pregunta. La abrumadora mayoría de las investigaciones muestra que el desarrollo económico exitoso requiere derechos de propiedad inclusivos, el cumplimiento de los contratos y la aplicación imparcial de la ley. Actualmente, Venezuela no cuenta con ninguno de esos ingredientes.

No sorprende entonces que los gigantescos déficits gubernamentales financiados con un crecimiento monetario explosivo hayan causado el colapso de su moneda y que las multinacionales reduzcan el valor de sus filiales venezolanas con cada caída del tipo de cambio oficial. Tampoco sorprende que, con sistema cambiario inadecuado, el país tenga dificultades para pagar sus deudas, ni que los controles de precios y la regulación del estado policial hayan empeorado gravemente la escasez de alimentos. Finalmente, en medio de una extendida especulación respecto de la cesación de pagos de Venezuela de una deuda externa de más de 80 mil millones de USD, no extraña que el rendimiento de su deuda soberana haya alcanzado el 15 %.

Venezuela, poseedora de una de las mayores reservas mundiales de hidrocarburos, debiera disfrutar una era de prosperidad gracias a los elevados precios del petróleo. Pero la corrupción, el control político de la empresa nacional de petróleo y la nacionalización de los activos petroleros de propiedad extranjera han llevado exactamente a lo opuesto. (Aviso: formo parte del directorio de una de esas empresas, ExxonMobil, que espera los resultados de un arbitraje en un tribunal internacional).

La combinación del gobierno autoritario, el populismo extremo, la ideología socialista y la incompetencia bajo el gobierno del anterior presidente Hugo Chávez y del presidente actual, Maduro, han desatado el caos en Venezuela. Pero cuando Hausmann, un ciudadano venezolano y ex ministro del gobierno, discute una cuestión importante que preocupa a los inversores en todo el mundo, no recibe simplemente una reprimenda, sino una amenaza. Las implicaciones son claras: expresa tu opinión y puedes terminar en la cárcel.

Esta no es la primera vez que un destacado economista recibe ese trato en Latinoamérica. Hace una década, Domingo Cavallo, ministro de economía de Argentina, ató el peso al dólar para reducir la inflación del 1 000 % que estaba destruyendo a la economía y el tejido social de ese país. Cuando abruptamente puso fin a esa paridad en 2001, se generó una grave recesión y él fue arrestado y encarcelado. Afortunadamente, la indignación internacional, incluida una campaña organizada por economistas norteamericanos, ayudó a liberar a Caballo.

No coincido con todas las políticas propuestas por Cavallo ni por Hausmann. Ya que estamos, no coincido con todas las propuestas de ningún otro responsable de políticas. Pero, ¿realmente debemos criminalizar los desacuerdos políticos en vez de la corrupción y las actividades públicas en beneficio propio? ¿Queremos que cada nuevo gobierno encarcele a sus oponentes políticos –como lo hizo el depuesto presidente ucraniano Viktor Yanukovych con el ex primer ministro Yuliya Tymoshenko– por rechazar las políticas que implementaron y condenar los resultados previstos?

No hemos caído tan bajo todavía en Estados Unidos. Pero incluso aquí con excesiva frecuencia se impugnan los motivos y los valores, no solo las ideas, de quienes no están de acuerdo con nosotros. Periodistas, políticos e intelectuales públicos que debieran mostrar más sensatez, no solo discuten rutinariamente las políticas y propuestas por desatinadas, además postulan que sus defensores deben ser malvados por haberlas implementado o sugerido.

No se debe permitir que la crítica y el desacuerdo cuajen en el vitriolo del odio que tanto degrada al discurso público en la actualidad. Las palabras tienen consecuencias que pueden incitar a la matonería, o algo peor. Incluso los intentos por evitar el debate libre y abierto, o la deslegitimación oficial de quienes proponen políticas alternativas, son peligrosos. Debemos resistir esas atrocidades, antes de que más personas como Cavallo y Hausmann sean amenazadas, y antes de que la enfermedad se difunda por Norteamérica y Europa.

Michael J. Boskin is Professor of Economics at Stanford University and Senior Fellow at the Hoover Institution. He was Chairman of George H. W. Bush’s Council of Economic Advisers from 1989 to 1993, and headed the so-called Boskin Commission, a congressional advisory body that highlighted errors in official US inflation estimates. Traducción al español por Leopoldo Gurman.

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