Delitos sexuales: ¿una reforma progresista?

Vistas las reacciones sociales de incomprensión ante determinadas sentencias, parece necesario retomar la definición y la sanción de los delitos sexuales. Esta reforma es la que se anteproyecta ahora con la mejor de las intenciones: combatir mejor un tipo de violencia singularmente abyecta «que afecta de manera específica y desproporcionada a las mujeres». Creo, sin embargo, que el texto que se ha presentado para el futuro debate legislativo adolece de defectos tales que ni va a subvenir a aquella necesidad ni va a responder a sus buenos propósitos.

El primero de sus problemas es de indiferenciación. En el Código Penal actual se distinguen claramente los atentados contra la libertad sexual en dos capítulos: las agresiones sexuales y los abusos sexuales. Las agresiones, más penadas, se caracterizan por la utilización de violencia o intimidación. En los abusos, menos penados, no se emplean tales medios para imponer un contacto falto de un consentimiento suficiente y válido: puede ser que no lo haya en absoluto (por ejemplo, actos sexuales con persona privada de sentido), o que la anuencia exista pero esté viciada (por ejemplo, se obtiene con prevalimiento de una situación de superioridad manifiesta) o no le demos validez (por ejemplo, el acto se ejecuta sobre persona de cuyo trastorno mental se abusa).

Este sistema es en esencia correcto, por mucho que merezca alguna reconsideración, como la subrayada por el profesor Gimbernat de volver a la equiparación clásica con la agresión de la relación sexual con persona privada de sentido, también impuesta físicamente y también carente de todo consentimiento, o la eliminación del lastre de algunos términos, como el de «abuso», comunicativamente indulgente, o «violación», en cuanto reservado solo a las agresiones sexuales con penetración. A ambas cosas se procede en la reforma, pero de un modo injustificadamente abrasivo, unificando todos los atentados contra la libertad sexual como «agresiones sexuales». Así, constituirá el mismo delito castigado con igual marco penal una agresión sexual impuesta mediante la navaja en el cuello de la víctima que la misma relación sexual realizada abusando de una situación de superioridad del autor. Esto no solo resulta contraintuitivo en términos de justicia y de prevención básicas que aconsejan castigar más lo más grave y menos lo menos grave, sino también ajeno a toda una laboriosa tradición penal empeñada en aquilatar minuciosamente el desvalor de las conductas antisociales. Ciertamente es muy grave el daño a la dignidad que supone quebrar la libertad sexual de una persona, pero conviene recordar que la iniquidad admite grados y que, sin ir más lejos, nuestro Código Penal contempla hasta cinco clases distintas de homicidios dolosos. La libertad, y la libertad sexual, son tan importantes que, entre otras razones para su mejor protección, son objeto hasta ahora de una sofisticada atención normativa en torno a sus grados de limitación, al mayor o menor desvalor de las coerciones. Es regresista hacer tabula rasa de todo ello, metiendo en el mismo saco conductas de desvalor muy distinto, porque además supone otorgar al juez un excesivo margen de elección de la pena. Mala cosa para la seguridad jurídica y para la igualdad. Recuerde el lector las diferencias de apreciación de los jueces en el caso de La Manada, en el caso Arandina o en el caso de La Manada de Manresa.

El segundo de los pecados del anteproyecto es mortal, si atendemos a nuestra biblia constitucional. Es el de prescindir en la definición de la agresión sexual de la ausencia cierta de consentimiento en la relación. Dirá el precepto, si las Cortes no lo remedian, que «no existe consentimiento cuando la víctima no haya manifestado libremente por actos exteriores, concluyentes e inequívocos conforme a las circunstancias concurrentes, su voluntad expresa de participar en el acto». Y lo dirá en decisión legislativa que creo que no es constitucionalmente asumible. Si lo que se quiere decir es que solo vale el consentimiento que sea expreso, y que solo es expreso si es exterior, y además concluyente, y además inequívoco, resultará que serán delictivos los nada lesivos comportamientos en los que realmente concurra consentimiento, pero este sea tácito o sea equívoco.

No creo que sean aceptables las consecuencias que ello podría tener en el libre desarrollo de la personalidad de mujeres y hombres, como no es tolerable la segunda lectura posible del artículo mencionado. Se trataría de una regla de la prueba de la falta de consentimiento que sustituiría la propia del derecho fundamental a la presunción de inocencia (artículo 24.2 de la Constitución): solo se puede dar probado un elemento del delito si así se constata más allá de toda duda razonable.

Sorprende, en fin, que no se aproveche esta reforma para cubrir una grosera laguna de protección de la libertad sexual, cual es la impunidad de quien yerra negligentemente sobre la edad de su víctima o sobre el hecho de que la misma consentía. Pero esta es quizás la menor de las sorpresas de un anteproyecto que no es progresista porque no es justo. Una reforma justa de los delitos sexuales es aquella que los previene eficazmente, tipificando todas las conductas graves contra la libertad sexual y graduándolas en su gravedad, y eficientemente, con respeto a nuestros principios, sin costes insoportables en los valores que rigen nuestro Derecho Penal. Esta reforma suspende en eficacia y en eficiencia: se olvida de reprimir conductas gravemente imprudentes, no diferencia en la pena lo que es diferente en desvalor y puede enviar a la cárcel a ciudadanos cuya culpabilidad no consta fehacientemente.

Juan Antonio Lascuraín es catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid.

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