Demagogia renovadora

La derrota sufrida por el socialismo español en las últimas elecciones generales se está mostrando tan indigesta, los ánimos están tan decaídos y tan calientes a la vez, que no parece el momento más propicio para celebrar un congreso o, cuando menos, para que sea útil y de efectos duraderos. El PSOE necesita un cónclave para dotarse de dirección tras el apartamiento de Rodríguez Zapatero, pero no es fácil conseguirlo sin saber para qué. El Partido Socialista cuenta con una historia más que centenaria, pero en realidad sus afiliados vivos sólo han conocido dos grandes derrotas: la del felipismo y la del zapaterismo. Se trata de un bagaje vital de enorme importancia para muchos militantes, pero ni permite extraer conclusiones definitivas ni ofrece las lecciones precisas para su recuperación electoral y orgánica. El pasado y el presente no pueden, por sí mismos, garantizar la continuidad ni siquiera de una organización tan arraigada como el PSOE. La hipótesis de su desaparición al modo de lo que ocurrió con la UCD podría resultar exagerada, pero no así la de su desmembramiento o, cuando menos, la de su afrancesamiento.

Las tensiones generadas antes de la nominación de Rubalcaba como candidato a la presidencia y después de que Rajoy fuese investido dejan entrever una proliferación de liderazgos y reacciones que difícilmente cristalizará en una propuesta unitaria en un congreso tan inmediato. No sería aventurado pensar que el PSOE está abocado a una profunda transformación, de modo que un aparato común con atribuciones más limitadas que el tradicional conviva con el afloramiento de sectores diferenciados por matices ideológicos o políticos y por intereses más o menos contrapuestos. Aunque resulta difícil imaginar que ese pudiera ser el fruto de una reflexión congresual de circunstancias. Las tensiones aparecidas y el alineamiento de tantos dirigentes y cargos intermedios desalojados del poder está proyectando demasiada confusión respecto a su significado como para confiar en que de esa disputa pueda salir algo nuevo. Más bien da la sensación de que las distintas posturas tienden a chocar contra las paredes que encierran al partido con riesgo de que acaben derrumbándose hacia dentro.

La llamada a la renovación tiende a convertirse en pura demagogia cuando se evita pensar en otro partido, muy distinto al que se pretende controlar. Conviene recordar que todo renovador lleva un aparatero dentro, cuando no lleva dos. La demagogia renovadora se delata a sí misma cuando apela a la necesidad de un debate de ideas sin aportar una sola. Sería más honesto constatar que ya no hay compositores y tampoco quedan intérpretes fiables en el seno del partido. De ahí que el debate se esté reduciendo a un concurso de ocurrencias en torno a la actualización del ideario socialdemócrata y a la discusión sobre quién podría transmitir mejor las frases que resulten ganadoras. En la democracia parlamentaria no es posible concebir una alternativa sin partido, pero a veces ocurre que el partido impide la gestación de la alternativa.

La reflexión autocrítica en torno a las equivocaciones cometidas, aun siendo necesaria, tampoco llevaría muy lejos al socialismo. El problema no es sólo ese cuando la izquierda no cuenta con una alternativa propia, eficaz y creíble en la economía global. Tampoco constatar tal carencia serviría para mucho si no se da el paso posterior en el diagnóstico, impedido porque la reflexión socialista parte del principio inalterable de que la izquierda ha de existir como realidad orgánica. Pero ¿por qué ha de existir si no es capaz de ofrecer una alternativa propia, eficaz y creíble? Precisamente porque el vértigo existencial impide al socialismo plantearse tan drástica cuestión y acaba agazapándose ante sus crisis y dando lugar a una ideología añorante; esa que apela a la recuperación de las señas de identidad de la izquierda.

No se trata de una discusión ontológica. Se trata de responder, sin evasivas, a unas cuantas preguntas: ¿Qué prestaciones sociales deberían acompañar a la democracia para ofrecer equidad? ¿Cuáles son las estructuras imprescindibles del Estado para el bienestar y la democracia? ¿Qué modelo impositivo debería asegurar su financiación? ¿De qué servicios se podría prescindir? E incluso ¿qué derechos sociales podrían dejar de serlo? Responder a estas y otras cuestiones no asegura la recuperación electoral ni mucho menos. Pero aferrarse a una concepción insostenible de la socialdemocracia sólo podría brindar algún éxito pasajero a la izquierda europea. Lo que en el caso español ni siquiera se atisba en el horizonte.

Por Kepa Aulestia.

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