Nuestra sociedad está basada en la apoteosis de la conectividad. Llevamos tiempo celebrando vivir en una sociedad enredada, configurada en forma de red, que crece haciéndose más densa, donde todo interactúa con todo, y tal vez ahora estamos empezando a entender que esto no solo aumenta las oportunidades y hace que todo sea más accesible; implica también riesgos inéditos y dificultades tanto para entender la nueva realidad como para gobernarla.
La hiperconectividad ha modificado todos los aspectos de nuestra vida, la cultura y la educación, la economía y la política. En el plano personal la conectividad ha sido considerada como un multiplicador de las oportunidades vitales. El estado de conexión permanente se ha convertido en nuestra normalidad cotidiana individual y también en fuente de riqueza para las sociedades. La posibilidad de conectar nos ha librado de las constricciones de la proximidad y la sincronización. El mundo se nos ha transformado en una realidad disponible y los lugares en accesos.
Desde el punto de vista de su configuración tecnológica, la hiperconectividad se ha convertido en una infraestructura universal de la vida contemporánea o, tal vez mejor, meta-infraestructural, en el sentido de que todas las intraestructuras dependen de ella. Se conectan los humanos, pero también las máquinas entre sí, por ejemplo, bajo las emergentes redes 5G, que conectarán cada vez más dispositivos integrados con sensores. El llamado “Internet de las cosas” conectará diversos sistemas en nuestros domicilios y en la industria, de manera que las máquinas comuniquen entre sí sin la mediación de los humanos.
Hasta aquí el discurso dominante de los últimos años exaltando las enormes ventajas del acceso, la descentralización y la desintermediación. Pero la conectividad, como la globalización, también tiene sus perdedores y representa un fenómeno que no está exento de ambivalencias.
Donde mejor se percibe esta ambivalencia es en el ámbito de la economía y el comercio. Las posibilidades de comerciar globalmente y procurarse la energía desde cualquier sitio implican a su vez una dependencia que en determinadas ocasiones puede suponer un riesgo excesivo. Lo vimos con la crisis de los microprocesadores, que pusieron de manifiesto hasta qué punto el desarrollo de nuestra industria dependía del suministro de unos elementos tan decisivos. Los países productores de chips nos condicionan de una manera similar a como hasta ahora lo han hecho los productores de petróleo.
Una buena prueba de esta vulnerabilidad se reveló con el bloqueo del barco Ever Given en marzo de 2021 en el canal de Suez, por donde pasa un diez por ciento del comercio mundial. Se formó una cola de 369 barcos y la aseguradora alemana Allianz calculó unas pérdidas económicas de 10.000 millones de dólares por semana. En virtud de este accidente se nos hizo patente la fragilidad del transporte de mercancías por sus cuellos de botella que representan un riesgo potencial acentuado cuando hay largas cadenas de suministro.
Del mismo modo que hubo en otros tiempos crisis debidas al aislamiento, podemos hablar hoy de crisis causadas o propagadas por la conectividad. Se da la paradoja de que las cinco últimas crisis (la económica, la sanitaria, la climática, la energética y la militar) tienen su origen en una interdependencia fuera de control y que, al mismo tiempo, deben ser gestionadas con instrumentos de esa interdependencia. La creciente movilidad fue una de las causas de la propagación de la pandemia del coronavirus; la crisis energética tuvo que ser resuelta en parte con procedimientos que redujeran la dependencia energética (como la llamada “excepción ibérica”); todo el mundo se afana en disminuir la extensión de la cadena de suministros; es la creciente interdependencia de la Rusia post-soviética lo que proporciona una oportunidad no militar para forzar una rectificación, como se pretende con las sanciones económicas. Todo esto son problemas y estrategias que tienen que ver con la limitación de una conectividad que determinadas experiencias han revelado como excesiva.
En el ámbito digital hay también numerosos ejemplos de inconvenientes de la conectividad. El Internet abierto entra en contradicción con los derechos de propiedad; la conectividad digital nos confiere una gran libertad pero también fortalece el control o la incitación al consumo que se nos impone; la digitalización proporciona una extrema visibilidad y en la medida en que podemos expresarnos también podemos ser vigilados; en Internet rige el principio de que la “usabilidad” equivale a “hackeabilidad” (Jean Burgess).
Otro caso significativo es el hecho de que la supuesta homogeneización cultural e ideológica del mundo en virtud de la globalización (lo que algunos llamaron “macdonalización”) no haya tenido lugar en esos términos, y su mayor desmentido es ese fenómeno que calificamos como la “posverdad”. Paradójicamente, la hiperconectividad puede favorecer la fragmentación, es decir, que habitemos en mundos radicalmente diferentes. El entorno digital no neutraliza la verdad, sino que produce una proliferación de pretensiones de verdad; facilita la emergencia y multiplicación de subculturas y burbujas con una gran conectividad interna y una débil o antagonista relación con el exterior. Esta arquitectura favorece el eco como aprobación o ratificación de las propias opiniones hasta el punto de configurar incluso realidades alternativas.
En medio de la sacudida provocada por la pandemia tuvo lugar una intensa discusión acerca del grado de globalización conveniente y si había que pensar en un mundo más integrado o en unidades de gobernanza más autosuficientes. El debate tenía ese punto de irrealidad al que tan proclives somos en los departamentos de filosofía; solo en una pequeña parte nuestras decisiones modifican la dinámica de entrelazamiento y desvinculación. Puede haber fenómenos como la implicación en instituciones globales o el Brexit que obedecen a actos intencionales, pero una buena parte del proceso de (des)globalización tiene lugar por agregaciones no planificadas de múltiples actores, públicos y privados. En cualquier caso, el debate apuntaba hacia un asunto que merecía la pena sopesar: el nivel de conexión óptima para las sociedades según el asunto y el momento histórico.
Tan evidente como que no nos despediremos de la globalización es el requerimiento de redimensionarla y en esto el examen del nivel de conectividad parece una buena idea. En el ámbito personal el exceso de conectividad se vive subjetivamente como una carga porque el impulso de comunicar y expresar nos está situando fuera de todo autocontrol subjetivo. A escala social ocurre algo semejante y así se pone de manifiesto en el hecho de que la fragilidad de las cadenas de suministros globales aconseje un mayor grado de autosuficiencia en ciertos productos estratégicos. Caminamos ahora hacia un nearshoring (la relocalización de cadenas de suministro de lugares lejanos a geografías más cercanas), pero también hacia un friendshoring (no parece prudente mantener un alto grado de dependencia respecto de países inestables u hostiles y la guerra en Ucrania ha convertido en una evidencia la peligrosidad de comprar o depender energéticamente de países como Rusia cuyos valores son incompatibles con los nuestros).
No habíamos acabado de aprender a gobernar la conectividad y ahora se nos añade el problema de cómo hacerlo con la desconexión. La cuestión inquietante se podría sintetizar en la pregunta acerca de cómo resolvemos los problemas generados por el exceso de conexión sin poner en peligro las enormes ventajas de un mundo interconectado.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la Cátedra Inteligencia Artificial y Democracia del Instituto Europeo de Florencia. Acaba de publicar el libro La libertad democrática (Galaxia-Gutenberg).