Demasiado grande para caer

El PSOE ha cumplido 132 años de historia en la que hemos conocido vicisitudes, penurias, exilio, persecución, victorias y derrotas electorales. Su biografía acredita resiliencia y lecciones alentadoras sobre su capacidad de superar dificultades. Saldremos de este bache como hemos salido de otros.

Pero seamos honestos: la situación actual de la socialdemocracia europea es quizá la más difícil desde la II Guerra Mundial. No se halla, como otras veces, en un valle coyuntural al que sucederá una remontada cíclica. Es algo más grave y serio, en medio de una ofensiva sin precedentes a la médula espinal de los valores de la izquierda y a su razón de ser: esta crisis amenaza el crédito de la política porque cuestiona como nunca antes la capacidad de los poderes públicos de responder frente a poderes fácticos (no solo financieros, sino también mediáticos), carentes de legitimación democrática, y no susceptibles, por tanto, de control en las urnas.

Sepamos con claridad que los efectos de esta onda antipolítica son, además, asimétricos en el espectro electoral que refleja el pluralismo de las sociedades avanzadas. El segmento más conservador, inconmovible, no acusa siquiera recibo: la derecha se mantiene activa y altamente movilizada a lo largo de la crisis. Del lado de los progresistas, en cambio, el impacto es devastador: su voto se desmotiva, atomiza e incluso se nihiliza (incremento exponencial de papeletas blancas y nulas) a niveles desconocidos hasta ahora. El mayor beneficiario resulta ser, sin ambages, la nueva extrema derecha.

Cabalgadura electoral de la ola de populismo que recorre Europa, la ultraderecha rampa elección tras elección. Opone respuestas simplonas, virtuales o efectistas, aunque lamentablemente erróneas (cuando no desesperantemente inútiles), frente a problemas complejos (que, sin embargo, son reales), y renuncia a proponer soluciones ni esperanzas, para señalar tan solo chivos expiatorios a los que culpabilizar.

España no es ajena a este fenómeno. La derecha española, conglomerada en el PP incluso su ala más extrema, acude a las urnas motivada, casi militarizada, mientras el elector progresista se halla más aturdido y desmoralizado. Hay que tomar en serio la erosión de la política latente en este contraste. No en vano la derecha muestra una aproximación instrumental a los espacios públicos (aspira a hegemonizarlos para realizar sus intereses, pero para su satisfacción cuenta con una red de poderes privados y opciones individuales), mientras la izquierda abraza una visión esencialista (para la que la política es una razón de ser, puesto que el espacio público asigna bienes y recursos imprescindibles para quienes no disponen privada ni individualmente de fuerzas compensatorias).

Y es por ello que, en España, el movimiento 15-M debe ser seguido y escuchado con cuidadosa atención. No, desde luego, porque tenga razón en todo lo que plantee. De hecho, la invocación de una "democracia real" invita a desconfiar de una adjetivación que, como en otras ocasiones, confunde más de lo que explica. Y es cierto que las protestas sur

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fean en el mar de fondo de un colosal malestar contra la crisis y el paro (especialmente, el juvenil).

Pero es innegable que hay una dimensión política en el hartazgo expresado por los autollamados "indignados": la esclero-tización del sistema electoral que lesiona la confianza en la capacidad ciudadana de decidir en las urnas por encima de los filtros y pasteleos maniobrados desde las instituciones; derechos civiles y sociales largamente postergados; un inequívoco rechazo a la corrupción y a la insultante presencia de personajes indignos en el proceso electoral y en el reparto del poder.

Este movimiento hinca raíces en un caldo de cultivo económico-social (el desempleo estructural y la creciente frustración de una "generación perdida"), pero también en el hastío ante el declive e incluso el agotamiento de una política convencional monopolizada por sus profesionales, a la que muchos ven de espaldas a los sentimientos y estados de ánimo de la ciudadanía de la calle.

Disiento de este trazo grueso; más aún, lo combato. Pero este trasfondo antipolítico de malestar ante la crisis respira en la desactivación de votantes progresistas que anima el ciclo de victorias conservadoras y el pujante empuje de la extrema derecha a lo largo y ancho de Europa durante los últimos años, al mismo tiempo que percute sobre una severa y profunda crisis de identidad que hoy sacude a las opciones históricamente distintivas de la izquierda. Ayuda a comprender, incluso, los excepcionales repuntes electorales de formaciones progresistas (regionales en Francia o Alemania, locales en Italia), más capitalizadas, a veces, por candidaturas adyacentes y fundadas en la superación de "agendas periclitadas" (verdes, progresistas cívicos o plataformas de valores) que por izquierdistas clásicos.

A escala europea, es el momento, con urgencia, de rescatar la política: no solo los bancos y el euro. Su reivindicación exige, ante todo, articular la respuesta desde las instituciones al sentimiento de agravio frente a las injusticias del cuadro de situación descrito por la subordinación del poder público a los mercados financieros. Si estos se caracterizan por ser opacos e irresponsables, habrá que imponer sobre ellos gobernanza, regulación, transparencia y responsabilidad. Pero exige sobre todo ser capaz de oponer un liderazgo político no solamente resistente y reactivo, sino también propositivo: haciendo valer un horizonte de bienestar inteligente, sostenible y globalmente solidario que no haga descansar nuestra felicidad sobre el consumo incremental y el endeudamiento insostenible que ha definido los rasgos suicidas del ciclo de la burbuja, cuya implosión catastrófica nos arrastró al precipicio.

Visto desde España, no hay nada de progresista en permitir que tu país descarrile en el abismo de los especuladores. No hay nada de izquierda en consentir que tus cuentas se despeñen en el foso de tiburones de los llamados mercados. El comportamiento de la derecha española, como el de la portuguesa o griega, constituye un recital de apetito de poder infamado por la tacha de la carencia de escrúpulos y de responsabilidad para con tu país y para con el sufrimiento causado por factores carentes de controles democráticos.

Ahora bien, distintamente, las líneas de un nuevo programa socialdemócrata europeo deben asumir todavía el coraje de proponer un nuevo equilibrio fiscal que no descanse solamente en el drástico ajuste del gasto, sino en una relanzada exigencia de justicia en los ingresos.

Desde la equidad y la progresividad, deben establecerse nuevos impuestos ecológicos y sobre determinados consumos ostentatorios y destructivos, así como establecer de una vez las tasas sobre transacciones financieras y contra la especulación intradiem. Sobre ese balance en las cuentas, tendremos que asegurar la sostenibilidad de los servicios que realizan los derechos de ciudadanía (educación, sanidad, servicios sociales, dependencia, protección frente al desempleo, frente a la jubilación y frente a los infortunios). Pero deberemos, sobre todo, recuperar el crédito de la acción pública y la devolución del espacio que delibera, decide y asigna recursos a la ciudadana. Porque tampoco es progresista permitir con indolencia que en tu país se derrumbe la confianza en la política.

Y para ello es preciso, antes que nada, escuchar. Reflexionar, antes de hacer. En conferencia política, antes, durante y después. En la virtud de escuchar y reflexionar no hay ninguna propensión a la melancolía, ni a la parálisis depresiva ni a la autolisis de la izquierda. Y en la conversación no hay tampoco ninguna concesión al "lío" ni a la desunión. Antes bien, ese debate (la disposición a escuchar, a procesar inteligentemente los mensajes recibidos y a interactuar racionalmente con ellos) es condición necesaria y previa para la acción. ¡Y es la hora de actuar en favor de una política que sea demasiado importante para dejarla caer!

Juan F. López Aguilar, presidente de la Delegación Socialista Española en el Parlamento Europeo.

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