Demasiados cristales rotos

A mí me gustaría que mañana ganara François Hollande. Por muchas razones. La primera y principal porque sería una manera de frenar esa derecha arrogante, presuntamente técnica, con experiencia bancaria, es decir, que ha robado a la ciudadanía con la complicidad del Estado, impunemente. Probablemente los tiempos sean muy crueles con nuestra incapacidad para el análisis, pero quizá pronto alguien demuestre que en el fondo la diferencia más notable entre Angela Merkel y Silvio Berlusconi se limita a inclinaciones sexuales, no a la ideología. Ambos creen en los mismos dioses. Una es tímida y el otro exhibicionista.

Sólo una cosa me retrae de la victoria de Hollande: pensar en nuestros compañeros y compañeras, sacando pecho, como si se les apareciera el “primo de Zumosol”. Los mismos caballeros y señoras que han arrasado con su incompetencia, cuando no con su corrupción, y sobre todo con su desvergüenza. “Hemos ganado en Francia”, les estoy oyendo. Gane quien gane en Francia, ellos han perdido. Todo, empezando por el honor y terminando por la dignidad. Si había una diferencia entre Merkel y Berlusconi, comprensible entre una dama luterana y un delincuente de arrabal, deberíamos ser objetivos y señalar cuál es la principal diferencia entre el Partido Socialista francés y nuestros variopintos autóctonos. A los nuestros siempre se les ven los dobladillos. Para ser más plástico. Si usted presencia una intervención de Hollande, piensa en lo que han preparado sus asesores –ese Manuel Valls más astuto aún que su padre, el pintor de Barcelona–, pero si usted está pendiente de Rubalcaba, lo primero que se lo ocurre es imaginar qué pendejada rastrera se le habrá ocurrido al equipo dirigente.

No me canso de repetirlo, el PSOE que salió de Suresnes (1974) no sólo no regeneró la política española sino que introdujo en ella una variante golfa, pero muy juvenil, que podría expresarse de este modo: “No tenemos pasado y el futuro lo alquilaremos”. Se acuerdan, ¡cómo podrían olvidarla!, de aquella dama un tanto cursi, más laqueada que un pato pequinés, que respondía al nombre de Elena Salgado, que había llegado donde había llegado tras hacer favores y que sólo intimidaba a los novatos con su vocecita timbrada de madame Rottenmeier. La misma de “los brotes verdes”, lo que en una sociedad con opinión pública la hubiera recluido en el ostracismo absoluto porque avergonzaría a cualquier empresa en la que aspirara a trabajar. De ella se podía decir que manifestaba el lado perverso de la incompetencia, el supuesto rigor. Pues ya lo ven, ha ascendido. Ahora es consejera de más empresas que nunca. Ella, que era una nadería entre dos platos, convertida en asesora de grandes. Nuestros líderes, cuanto peor lo hacen más alto los jubilan. Lo del inolvidable Zapatero en el Consejo de Estado sería para echar una mirada a esa sucursal poco frecuentada del Museo de Cera. ¿De qué podrán aconsejar al Estado? Para echarse a temblar.

En las situaciones de crisis hay un barómetro fidedigno que nos llega desde siglos de historia. Los suicidas norteamericanos del año 29 conforman la leyenda. En Italia, periódicos tan moderados como La Stampa y Il Corriere han precisado que pasan de 70 los suicidados por motivos económicos, en lo que va de año. Eso es muy serio no sólo porque empeñar la vida en una derrota es algo que dignifica al hombre y que lo hace superior al sicario, al que se atiene a lo que le echen, al que le importa una higa lo que sucede a su alrededor e incluso a su prestigio. Seamos objetivos con los tiempos que nos han tocado vivir, un empresario suicida tiene en el siglo XXI algo del halo trágico de un artista fracasado en el siglo XIX. Una honra, no lo olviden. Aquí más de uno se ha reciclado en traficante y sería capaz de empeñar a su esposa y a sus hijos antes que pensar en su dignidad profesional hundida.

Pero no se trata del caso de un partido, sino de una plaga. No pueden salir del cargo con menor potencia económica de la que tenían cuando entraron. Si uno se mete en esto es porque el dinero que dejó de ganar lo multiplicará mañana. O lo que es lo mismo, se hace una inversión y uno invierte para ganar dinero, cuanto más mejor. El principio Solchaga, en su vertiente socialista o el de Zaplana en la pepera. En Catalunya hay tal transversalidad partidaria en esto de la política como negocio que ha acabado convirtiéndose en un asunto de familia; primero roba la familia, los nuestros, y luego los partidos. Lo podríamos llamar el “principio Millet” de la socialización del hurto. Si a Elena Salgado la podemos considerar como un símbolo del poder socialista en su penúltima etapa, qué diríamos de Ángel Acebes, aquel genio que logró en tan sólo 24 horas hacer perder unas elecciones al Partido Popular. Pues se ha recolocado, con 400.000 de vellón, sin contar plusvalías. A ella le ha tocado Endesa; a él, Iberdrola.

¿Y qué me dicen de Fernando Martín, uno de esos chicos que salieron con la burbuja y que ahí está, hecho un tigre de gimnasio? La trayectoria de este gallardo mozo vinculado al ladrillo daría para una crónica sarcástica sobre las miserias del capitalismo hispano. Ahí le tienen, un duro, que cuando su empresa pierde 500 millones, él se sube el sueldo un 23%. 2.700.000 al año, para qué arrugarse. ¡Cuando tienes el móvil de los que mandan, no te achiques, muchacho, no te achiques, que toda discreción es minusvalía!

¿Cuánto puede aguantar una sociedad en una situación límite? Infinito, la gente lo soporta todo. Nos enseñaron muy mal la historia en general, no digamos ya la de España. El franquismo es una prueba; el personal acojonado acaba feliz pensando que el dictador carece de intereses y que el fútbol es una solución para superar las depresiones. Estamos perdidos en un bosque que no es nuestro pero que nos dijeron que nos pertenecía. Falso. Pagamos a una clase política corrupta y soberbia, ni siquiera humilde, nada conformista con sus privilegios. Quiere más.

Y entonces resulta que unos muchachos se manifiestan y se pasan tres pueblos y rompen cristales, queman contenedores y se enfrentan a la fuerza pública. Deberíamos empezar a pensar si el quemar contenedores y romper cristales no será una forma de adaptar la vieja querencia radical de quemar iglesias. Las iglesias ya carecen de valor simbólico, han sido sustituidas por los bancos y los grandes centros comerciales. Yo soy de los que creo en el monopolio de la violencia del Estado, cuando el Estado se comporta como garante de la ciudadanía. Pero si esto no sucede, no nos llamemos a andanas. ¿Qué es más lesivo para la sociedad catalana, que una docena de chavales rompan y quemen o que unos líderes sociales se comporten en ladrones codiciosos que rompan y quemen los moldes sobre los que estaba instituida la convivencia? ¿Cómo pueden estar en la cárcel cuatro chicos que rompieron lunas y quemaron basuras, y al tiempo consentir que los responsables de la quiebra económica y moral de este país puedan estar en su casa? Es como llamar a la rebelión. ¿Alguno de ustedes ha tenido 20 años alguna vez?

Ni un ministerio ni una consejería de la Gobernación puede poner las jetas de unos chavales que alteraron el orden público y causaron estragos en calles y comercios, cuando es incapaz incluso de dar los nombres de los mafiosos, cargados de crímenes, no digamos ya de los traficantes que pululan y actúan en esta sociedad que ellos afirman proteger. Todos sabemos que hay dos pesos y dos medidas, pero no pueden ser tan diferentes que coloquen la sociedad al borde del colapso y la obligue a rebelarse. Estamos ante un deterioro superlativo; ya no se trata de indignarse, eso ya pasó. Se empieza a llegar a ese punto de ebullición que provoca la rebelión. Cabrá preguntarse si hay dos tipos de delitos: los que crean alarma social y los que no. Pero ¿quién decide sobre la alarma social cuando se ha liquidado la opinión pública?

Gregorio Morán.

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