Democracia, antídoto de la hostilidad

La frase de Aznar ("España sólo podría romperse si Catalunya sufriera antes su propia ruptura como sociedad") tiene, a pesar de su tremendismo, una virtud. Define sin complejos la ética que propone como respuesta a las aspiraciones de una parte substancial de la ciudadanía catalana: la amenaza étnica.

Aznar no es un cualquiera. No es un eurodiputado calentándose en una tertulia de madrugada. Es la autoridad moral del PP y su principal fautor de ideología. Ha sido jefe de gobierno. Recreó el partido de Fraga: le dio consistencia ideológica, lo armó de una capacidad de combate que ha acabado por desarbolar al partido socialista y a la izquierda cultural, hegemónicas desde la agonía de Franco. Aznar robó a la izquierda las banderas de la libertad (lucha contra el terrorismo vasco) y del progreso (capitalismo popular). Fue el primer líder que abandonó el consenso, mito fundacional de la democracia española, para abrazar la estrategia amigo-enemigo. Y no hay que olvidar que, para Carl Schmitt, el teórico de tal estrategia, lo político no existiría sin la figura del enemigo y sin la posibilidad de una verdadera guerra. Schmitt entendía lo político como una relación de antagonismos caracterizada por la intensidad y la hostilidad. La hostilidad (que incluye la hipótesis de la guerra) determina el pensamiento y la acción políticas. Clausewitz, Schmitt y Aznar coinciden en un punto: en la visión irredentista del combate. La finalidad de la acción política (y bélica) es desarmar al enemigo y domesticarlo, para que se rinda ante el opositor.

En los últimos años, legítimamente insatisfecho por la evolución del Estado de las autonomías (es decir: legítimamente preocupado, como todo el mundo, por sus intereses), el catalanismo ha realizado acciones políticas diversas destinadas a alterar el statu quo de Catalunya en España. Ha intentado la reforma del Estatut usando para ello, escrupulosamente, los caminos previstos por la Constitución. Ha intentado cambiar la visión radial de las infraestructuras y defender, como objetivamente bueno para la economía productiva española, el eje mediterráneo. Ha intentado mejorar las relaciones fiscales entre la autonomía catalana y el Estado español. No sólo ha fracasado en todos estos intentos. Ha cosechado un constante rapapolvo moral en toda España por el atrevimiento de pedirlo y de intentarlo.

En cualquier parte del mundo, la defensa del interés se considera legítima y natural. Aunque parece que, como sucedía con los intereses de los judíos en los reinos medievales, el interés catalán es pérfido y egoísta por naturaleza. Es más: debe aceptar el fracaso de sus proyectos y demandas de manera sumisa y sonriente. Se dice y se repite desde España (y desde la Catalunya crítica con el catalanismo): "Hay que aceptar las derrotas políticas: la democracia es la democracia". Cierto: las reglas son las reglas y la Constitución es la Constitución; pero nada impide cambiar las reglas. Nada impide pugnar para conseguir que los catalanes decidan si quieren seguir vinculados a Europa a través de Madrid o hacerlo directamente con Bruselas.

Convencido de que con las reglas actuales (y con unos reguladores sesgados: Tribunal Constitucional) es imposible alcanzar los objetivos, el catalanismo intenta, pacíficamente, cambiar las reglas y las estructuras. Es cierto que la ley no permite, hoy por hoy, alcanzar sus objetivos. Pero no es menos cierto que nada impide intentarlo por el único camino posible: los votos, el apoyo popular. Si en las elecciones del día 25 de noviembre, el bloque catalanista no alcanza una gran mayoría en el Parlament, el suflé se deshinchará. Cuanto más se acerque el bloque catalanista a los dos tercios de apoyo, más cerca estará de convertir en ley los proyectos que democráticamente estará legitimando.

El catalanismo necesita el apoyo de la gran mayoría de catalanes, sea cual sea su origen, lengua y sentimiento identitario. Ante la debilidad del PSC, partido central del catalanismo, CiU, ERC e ICV ensayan ahora sobre la marcha la desregulación de sus postulados románticos: para abrazar en su proyecto a todos los catalanes. ¡Ya era hora!, se dirá. Ciertamente. No importa que, a estas alturas de la película, sólo unos pocos federalistas y unos pocos columnistas disidentes se atrevan a hacer sentir su voz para desregular de una vez por todas la visión romántica de España. Lo que importa es que el catalanismo está por fin descubriendo que sus objetivos sólo serán alcanzables si consigue también el apoyo de los castellanohablantes de Catalunya, si respeta escrupulosamente las sensibilidades y las emociones, si fomenta la pluralidad interior, si empatiza con la sensibilidad española de muchos catalanes. El ideal de una Catalunya federada directamente con los países de la UE a través de Bruselas no es incompatible con las emociones de la roja, no se opone a los vínculos de sangre, ni romperá la solidaridad catalana con los territorios de España. Sólo recompondría los mecanismos reguladores de tales vínculos. A través de Bruselas, en pie de igualdad.

Descrita hasta el momento como mezquina, egoísta, ruin y ensimismada, la batalla del catalanismo no puede ser más que democrática. Y sólo democráticamente se plantea. Por esto sorprende el silencio (de nuevo, el silencio) con que la cultura política española responde a la amenaza étnica de Aznar.

Antoni Puigverd

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