No hace mucho, en estas mismas páginas, Josep Maria Puigjaner escribía sobre la necesidad de renovar nuestra confianza en los políticos; Joan Oliver desde el Avui también mostraba su preocupación por el creciente déficit de crédito hacía la clase política. Coincido con la valoración de ambos. Con todo, me gustaría analizar aquí las causas de este fenómeno y, sobre todo, explorar sus implicaciones de futuro.
La primera forma de democracia, en Atenas, era asamblearia, y todos los ciudadanos participaban y debatían las cuestiones de la polis. Es decir, no había una clase política profesional y todos asumían, entre sus deberes cívicos, la obligación de participar y debatir los temas públicos. Además, la democracia ateniense era reacia a la delegación: la soberanía recaía en la totalidad de la asamblea que sólo delegaba cuando era inevitable; es más, la delegación era revocable en cualquier momento. No sólo eso, la misma idea de expertos en cuestiones públicas repelía profundamente al ethos ateniense. Platón lo refleja claramente en el Protágoras, donde se afirma que los atenienses escucharán a los técnicos cuando se discuta de paredes sólidas o de buenos navíos, pero no lo harán cuando se trate de cuestiones políticas. Así pues, en Atenas habría sido impensable que la ciudadanía se sintiese marginada. Sin embargo, el modelo ateniense también tuvo sus problemas: el principal, desde nuestra perspectiva, era el acceso a la categoría de ciudadano (limitado a hombres libres); pero también, el hecho de que, a menudo, sus mentes más brillantes se vieran anuladas por la postura de la mayoría.
Este último factor, la tiranía de las masas, estaba muy presente en la mente de los teóricos liberales que promovieron el siguiente experimento democrático. Estamos hablando de gente como Locke, Mill o Stuart Mill que se movían, por un lado, entre la necesidad de poner límites al poder omnímodo y despótico de los monarcas absolutos y, por el otro, el temor de poner en marcha un proceso que anonadara a las elites intelectuales. Su solución fue establecer un elemento intermedio entre la soberanía popular y el ejercicio del gobierno; nacía la democracia representativa.
Hay que reconocer que el diseño tenía su mérito: no sólo propiciaba el nacimiento de una clase que se podría especializar y dedicar plenamente a los temas públicos sino que, además, mantenía mecanismos de control (comicios regulares) para evitar que el acomodamiento en el poder derivara en corruptelas o abusos.
Pero, a fecha de hoy, se puede afirmar que el mecanismo de la representación fue el origen del divorcio actual entre políticos y sociedad, y el inicio de la crisis de confianza ya aludida.
Sea como fuere, la dinámica de la representación ha provocado una fractura en el debate político desgajándolo en dos niveles: uno, el profesional que ha evolucionado ganado complejidad y sofisticación pero, también, se ha hecho más endémico y, dos, el de la sociedad en general, circunscrito a periodos electorales y que se ha ido banalizando de modo progresivo y alarmante hasta el punto de que, hoy día, se puede hablar de dos discursos políticos en paralelo.
Un segundo efecto de todo esto ha sido el generar entre la ciudadanía la percepción del voto como un ejercicio de futilidad. Y es precisamente en los casos más puros de consulta democrática, los referendos, donde más se nota este factor. Así, no debe extrañar que la participación en los dos últimos (Constitución europea y Estatut) no haya llegado al 50% del censo.
Opino que esta tendencia no menguará sino todo lo contrario. Varias razones me llevan a esta conclusión: en primer lugar, el propio envejecimiento de la fórmula liberal que no ha sabido adaptarse a los nuevos requerimientos de la sociedad de la información; en segundo, el poco interés de los principales actores políticos, los partidos, en abrir el debate político al conjunto de la sociedad (porque, en el fondo, una baja participación no les va mal); y, en último lugar, el hecho de que la mayoría de la gente se ha acomodado en este estado de cosas (ya que participar activamente en el debate político requiere mucha dedicación y energía). Es más, pienso que el mecanismo de la representación está tan consolidado que volver a un modelo asambleario puro no conseguiría cuajar. Tampoco creo que la tecnología sea la solución; de hecho, facilitar y aumentar las consultas electorales puede conducir a una trivialización aún mayor del voto.
Llegados a este punto, y aceptando que la democracia puede sobrevivir sin apenas participación, el tema que dilucidar es el de si queremos fomentar la participación y hasta qué punto; y éste es un debate que debe hacerse de una manera lúcida y objetiva. Hecho esto, adaptar el diseño democrático al modelo escogido será mucho más sencillo.
Jordi Serra, director de Periscopi de Prospectiva i Estratègia, miembro de la junta de la World Futures Studies Federation.