¿Democracia cristiana o democracia iliberal?

Un conflicto lleva años gestándose entre el primer ministro húngaro Viktor Orbán y el Partido Popular Europeo, la organización supranacional de partidos democristianos y de centroderecha de los estados miembros de la Unión Europea. Tras largas vacilaciones, en marzo del año pasado el PPE suspendió al partido de Orbán, Fidesz, y ahora estudia su expulsión.

Motivos para hacerlo no le faltan. Fidesz no sólo destruyó la democracia y el Estado de Derecho en Hungría, sino que también ha presentado a la UE como una institución despótica a la que acusa de privar a los europeos de su libertad. Tras la suspensión de Fidesz, Orbán contraatacó diciendo que es el único defensor auténtico de la democracia cristiana y que sus críticos en el PPE están vendidos al liberalismo. Las imposturas de Orbán sedujeron a conservadores a ambos lados del Atlántico, pero la imagen que pretende proyectar es publicidad falsa.

Sería un error atribuir el conflicto entre Fidesz y el PPE ante todo a una cuestión de principios políticos, cuando básicamente es un tema de poder. Pero la cuestión de quién tiene derecho a proclamarse heredero de la democracia cristiana es muy importante para Europa, ya que históricamente, esta ha sido la principal fuerza política detrás del proyecto de integración europea.

Sin embargo, y a pesar de su enorme significado histórico, hay una gran incomprensión respecto de la democracia cristiana, sus ideas y sus instituciones. Es una ideología sin fundadores obvios ni pensadores canónicos, y a diferencia del liberalismo, carece de un anclaje conceptual que la distinga claramente de otras variantes de pensamiento político.

La democracia cristiana nació en el siglo XIX como un medio para compatibilizar el cristianismo (y en particular, el catolicismo) con la democracia moderna. Sus protagonistas aceptaron que, como intuyó el aristócrata francés (y católico) Alexis de Tocqueville, la democracia era una fuerza histórica mundial imparable. Siendo así, la cuestión era cómo evitar que fuera un riesgo para la religión.

Una posibilidad era por medio de partidos políticos comprometidos con la defensa de los intereses del cristianismo (y en particular, una vez más, del catolicismo). Pero la creación de esos partidos no indicó aceptación plena de la democracia representativa pluralista: una religión que reclama para sí validez universal no podía verse convertida en un grupo de interés como cualquier otro. Por eso el Vaticano siguió criticando abiertamente la sumisión de los políticos católicos a las reglas de juego parlamentarias.

Eso cambió después de la Segunda Guerra Mundial. Los cristianos que habían confiado en que los fascistas los salvaran del comunismo ateo aprendieron del peor modo que una alianza con las fuerzas de la ultraderecha antidemocrática era un error desastroso. El resultado fue una aceptación plena de la democracia y de los derechos humanos, que la Iglesia Católica terminó haciendo suya en el Concilio Vaticano II (1962).

Durante la Guerra Fría, los democristianos se hicieron fama de anticomunistas por excelencia, pero también tenían una ambiciosa agenda social. En Alemania, Italia y otros países, crearon estados de bienestar pensados para fortalecer a las familias y recompensar la conducta inspirada en valores tradicionales. No sorprende demasiado que algunas de estas políticas puedan pasar por “iliberales”. Al fin y al cabo, algunos importantes pensadores democristianos se mantuvieron en oposición explícita al liberalismo, considerándolo sinónimo de secularismo, materialismo e individualismo egoísta.

Pero a diferencia de los populistas de ultraderecha modernos como Orbán y el líder de la Liga Matteo Salvini en Italia, esos democristianos del pasado también eran críticos implacables de la idea de Estado‑nación. Su perspectiva religiosa los llevaba a considerar que los reclamos soberanistas basados en la nación o en el Estado constituían una forma de hybris. Como señaló en 1945 Giorgio La Pira, uno de los fundadores de la Democracia Cristiana Italiana, la idea católica de sociedad es “opuesta a toda concepción nacionalista, racial o clasista del orden político”. Además, los católicos alemanes e italianos todavía recordaban la opresión de las minorías religiosas a fines del siglo XIX por parte de los recién unificados estados nacionales.

Dada su oposición a la idea nacional de soberanía, no es casual que los democristianos estuvieran entre los principales impulsores del proceso de integración europea. Promovieron el pluralismo y el federalismo como una forma de dispersión continental del poder, y tuvieron un papel fundamental en la creación de la Convención Europea de Derechos Humanos, ideada como un contrapeso al poder de los estados nacionales. Veían la sociedad como una comunidad pluralista de comunidades (en particular, la familia). Y comprendían la necesidad de proteger los derechos de las minorías y la sociedad civil (incluidas, claro está, las instituciones religiosas).

De modo que el intento de los autodeclarados “conservadores nacionales” y de los populistas de ultraderecha de arrogarse el cetro de la democracia cristiana es una farsa. A diferencia de los verdaderos democristianos, Orbán y otros autócratas en potencia pretenden ser los únicos representantes auténticos de un pueblo homogéneo. Con tal de obtener poder, no vacilarán en rechazar el pluralismo y pisotear los derechos de las minorías. El sociólogo Olivier Roy advierte que para ellos, el cristianismo es una cuestión de pertenencia tribal, sin relación alguna con las creencias ni con la conducta ética. Lo dijo el obispo de Szeged, alineado con Orbán: “En Europa, hasta los ateos son ‘cristianos’”. Lo que les interesa no es el cristianismo sino la Cristiandad, entendida como una civilización inherentemente hostil al Islam.

La triste y sórdida verdad es que Orbán y los de su laya están tratando de librar una guerra cultural paneuropea para que la opinión pública local e internacional no centre la atención en las autocracias cleptocráticas que han creado. Acusando a sus críticos de ser unos progresistas dementes que promueven el matrimonio homosexual y políticas identitarias cada vez más indecentes, evitan que se hable de sus negocios turbios, de la politización del sistema judicial y del control asfixiante de los medios.

Parece que el PPE finalmente comprendió que la “protección de la familia” no es excusa para darle a un régimen licencia para destruir la democracia. Sea que a uno le interese el destino de la democracia cristiana en particular o el de la democracia en general, es importante llamar a Orbán y a sus aliados por lo que son: exponentes de una política de ultraderecha a la que jamás le importaron ni el cristianismo ni la democracia.

Jan-Werner Mueller is Professor of Politics at Princeton University. He is the author, most recently, of Furcht und Freiheit (Fear and Freedom), which was awarded the Bavarian Book Prize. Traducción: Esteban Flamini.

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