Democracia de ocurrencias

La democracia del siglo XXI afronta con el bagaje del siglo XIX (sufragio, partidos, libertades públicas) el despliegue irreversible de la sociedad de masas, la influencia determinante de los medios y la deriva partitocrática de las instituciones. Todo confluye en el mismo punto: la distancia creciente que separa a la clase política de la sociedad civil. Algunos la exageran, no siempre con buena intención. Es cierto, sin embargo, que la representación no es la única vía posible, que nace como sucedáneo de la democracia directa y que -desde la izquierda y la derecha- surgen propuestas para mitigar el monopolio de los aparatos de partido. Las ideas suenan bien, aunque la práctica ofrece pocas satisfacciones. Se habla mucho de redes participativas, consejos comunales, jurados ciudadanos, «minipopulus», «town meetings», presupuestos participativos y otras experiencias análogas. No sólo en Porto Alegre y otros lugares distantes. También el Ayuntamiento de Madrid pone en marcha campañas que apelan al debate social: buen diseño con resultados discretos. La gente real no está obligada a reproducir el arquetipo que los profesores sentimos el deber moral de concebir y publicar. También los políticos ignoran, cuando no desprecian, esas quimeras doctrinales que ocupan largas jornadas de reflexión académica. Excepto cuando les conviene, claro. En tal caso, acuden al «supermercado» de las ideas y alquilan productos de consumo efímero presentados con etiquetas atractivas. Veamos algunos ejemplos.

Ségolène Royal, flamante candidata, rellena la casilla ideológica de su programa populista con el lema «democracia participativa». Zapatero intuye algo parecido bajo el rótulo equívoco de «republicanismo cívico». Mandan los partidos, pero apelan a los ciudadanos, esencia eterna de la política. Las fórmulas tradicionales aguantan con mejor o con peor fortuna. Resisten las viejas asambleas vecinales, entre la tradición y el folclore, ya sea en los cantones suizos o en el concejo abierto de nuestro régimen local. Funciona el mecanismo de revocación del mandato que, en 2003, ha servido incluso para provocar el cese del gobernador de California. La iniciativa legislativa popular es una fórmula difícil, pero no imposible, para poner en marcha el procedimiento parlamentario.

La acción popular es un buen mecanismo procesal para la defensa del interés público ante los tribunales de justicia. Sobre todo, el referéndum ofrece la expresión suprema del poder irresistible del pueblo. Por eso, si la gente dice «no» (por ejemplo, en Francia o en Holanda al proyecto de Constitución europea) produce el desconcierto y la parálisis del aparato político-tecnocrático. Proliferan las grandes manifestaciones y concentraciones en lugares emblemáticos. El aliado más reciente de los nostálgicos de Rousseau resulta ser -paradójicamente- la explosión de las nuevas tecnologías. La democracia digital está llamada a un futuro prometedor. La Red influye además en las campañas electorales, no sólo mediante las páginas web, generalmente tópicas, de partidos y candidatos, sino también a través de sátiras, vídeos, incluso llamadas al voto táctico, con intercambio de votos en circunscripciones disputadas.

La proliferación de «blogs» y la convocatoria vía SMS son ya una realidad operante. Cabe sospechar que la razón ilustrada no siempre sale bien parada del despliegue de tantas emociones reunidas en el mismo espacio y en el mismo tiempo. Tal vez Internet llegue a convertirse en un «nuevo poder feudal», pero sería absurdo ignorar una revolución que ha venido para quedarse en nombre de una supuesta pureza metodológica.

Nadie puede negar los males que afectan al régimen representativo ni el escaso atractivo emocional de la democracia concebida como selección de élites en procesos más o menos competitivos. Sin embargo, las alternativas no consiguen cuajar en un modelo razonable y realista. Todas ellas proceden de una abigarrada familia teórica, la llamada democracia participativa y deliberativa; también, con diversos matices, «inclusiva». Por ahí siguen los alegatos apasionados en favor del desbloqueo de listas electorales, la limitación de mandatos o la representación de intereses particulares. Los más entusiastas reclaman el retorno del mandato imperativo. Pero la cuestión no reside en el mayor o menor ingenio en el campo de la ingeniería constitucional, sino en la propia condición humana. Es ilusorio pensar en un ciudadano ideal, cuya voz debe traducirse de forma apropiada y sin interferencias (democracia participativa) o de un sujeto sin mácula, capaz de gozar en la búsqueda del interés público y de ser protagonista de un debate racional, limpio de preferencias y egoísmos (democracia deliberativa). Casi todo está inventado: es de nuevo «la libertad de los antiguos», otorgando ahora la condición de ciudadano con carácter universal. Exceso de teoría. A la hora de la verdad, los ejemplos se limitan a experiencias menores de ámbito reducido o a fórmulas neocorporativas cuyos resultados no siempre favorecen la pureza participativa. Muy al contrario: a veces generan élites paralelas, libres incluso del control ulterior que frena los impulsos de los partidos convencionales. Surgen así genuinos profesionales del gremio de la queja.

Con el tiempo, muchos de ellos optan por buscar un hueco en la denostada burocracia partidista para conseguir un asiento al otro lado de la mesa negociadora. Hay excepciones, por supuesto, pero nadie ha demostrado que las democracias de baja calidad puedan mejorar gracias a estos mecanismos voluntaristas.

Según el CIS, casi la mitad de los españoles están poco o nada satisfechos con el funcionamiento de nuestra democracia. Queda claro que se refieren a los malos hábitos, sin cuestionar la legitimidad del sistema. Escribe Sartori: «La ingratitud típica del hombre de nuestro tiempo y su desilusión política son reacciones ante metas prometidas que posiblemente no puedan alcanzarse». Dicho de otro modo: no existe (ni ha existido, ni existirá nunca) ese ciudadano dispuesto a convencer y ser convencido, a gobernar y a ser gobernado cuando corresponda, a desconocer su propio beneficio en favor de una polis ideal, y mucho menos de una «cosmópolis» imaginaria. No sirve invocar a pensadores sutiles como H. Arendt, confusos como J. Habermas o pioneros como el Maquiavelo de los «Discorsi». Aquí y ahora: en este caldo de cultivo surgen fórmulas imaginativas, que tocan alguna fibra sensible y mezclan lucidez con banalidad. Hablando claro: extender la fórmula «Ciutadans» -muy respetable en origen- al resto de España beneficia con toda claridad al Partido Socialista, precisamente ahora que los sondeos demuestran que lo necesita más que nunca. El lector sabrá disculpar la autocita: «Dentro de poco, algún centenar de firmantes nos propondrá un manifiesto bajo el epígrafe Ciudadanos de España; dirán que nos roban la patria y la libertad, que son la voz que clama en el desierto...». (Tercera del 10 de julio pasado). He aquí el mejor regalo de Reyes para Zapatero, desbordado y atónito después del 30-D.

La candidata socialista francesa habla de «democracia de opinión» pero, en puridad, es una «democracia de ocurrencias». Ya se sabe que la condición posmoderna prefiere el ingenio atrevido a la solidez de la obra bien acabada. La vida está hecha de renuncias. Participar de verdad en los asuntos públicos a través de foros ciudadanos o de movimientos cívicos exige mantener la distancia frente al poder actual o potencial. Es la única garantía de ser auténtico. El objetivo es provocar a los partidos y despertar a sus líderes del sueño tecnocrático. Pero el que quiere poder se deja sin remedio la inocencia en el camino.

Vieja y eterna política, espejo de la vida, saber prudencial, impuro pero necesario. Otra vez Sartori para terminar: entre todas las formas de gobierno, la democracia es la que más depende de la inteligencia.

Benigno Pendás, profesor de historia de las Ideas Políticas.