Democracia de rebajas

Llevamos algún tiempo tiempo hablando de la necesidad de plantear una economía sostenible, a partir del dogma de que el desarrollo económico no tiene ningún futuro: ni será capaz de alimentar a toda la población mundial, ni los recursos naturales lo pueden soportar ni los desastres sociales que le acompañan lo hacen deseable.

Como estas líneas no van a ir dedicadas a la economía, me voy a permitir una única pregunta: ¿no son sostenibilidad y equilibrio términos que se compenetran mal con el hombre, cuya humanidad surge precisamente de su desequilibrio inherente, que es el que le obliga a reinventarse una y otra vez sin pautas definidas naturalmente, con lo que va trasladando su desequilibrio estructural a todo lo que hace y produce?

Pero este artículo quiere reflexionar sobre la sostenibilidad no de la economía, sino de la democracia. Pensamos que, como ya conquistamos la democracia en la Transición, ya no nos debemos preocupar más por ella. Damos por descontado que las instituciones aguantan cualquier cosa. Lo único que parece preocuparnos es quién administrará el poder, qué partido será el responsable de gobernarnos durante algunos años.

Son las siglas las que nos importan, es la salud y la fortaleza de los partidos lo que parece preocupar sobre todo lo demás, y no la cultura democrática que insufla de vida a las instituciones democráticas.

La historiadora estadounidense Barbara Tuchman escribió hace muchos años un libro con el título The March of Folly, donde analizaba sucesos históricos en los que los protagonistas poseían los datos suficientes para tomar las decisiones adecuadas pero no fueron capaces de hacerlo. Sin querer comparar la situación actual de la democracia española con los casos que analiza la citada historiadora -la caída de Troya, la irrupción del protestantismo, la emancipación de las colonias de Nueva Inglaterra o la caída de Vietnam del Sur-, hoy puede estar sucediendo algo parecido en nuestro país.

Tanto gritaron unos que España se rompía, y tanto se burlaron otros de ese miedo preguntando si alguien había visto quebrarse a España, que quizá no nos demos cuenta de que, como Estado democrático y constitucional, nuestra nación se está descosiendo, deshilachando.

Tanto proclaman algunos unos valores y dogmas indiscutibles, y tanto contraponen otros una liquidez posmoderna a cualquier asomo de principio, que la solidez institucional y constitucional se va diluyendo poco a poco como azucarillos en el agua.

Un ejemplo puede valer para clarificar lo que pretendo decir. El debate, por llamarlo de alguna manera, sobre Educación para la Ciudadanía demuestra la falta de sentido democrático que nos acosa por todas partes. No debemos caer en la tentación de creer que quienes nacen en democracia, sólo por ello, están inmunizados contra cualquier peligro antidemocrático. Lo cierto es que la democracia necesita ciudadanos comprometidos que tienen que aprender a ser demócratas, porque esa cultura de libertad, respeto y tolerancia es la que acabará por insuflar vigor a las instituciones.

Por tanto, de una u otra forma, Educación para la Ciudadanía es necesaria en la escuela, la institución pública dedicada a la educación. Otra cosa es debatir con seriedad cuál debe ser el contenido de la asignatura, que ha de concentrarse en los elementos fundamentales de la cultura democrática, como por ejemplo la sumisión del poder al imperio del Derecho, lo que legitima el monopolio del uso de la fuerza por parte del Estado.

Ese sometimiento también subraya el significado último de la cultura constitucional, concebida como el pacto por el que diferentes concepciones de la vida pueden coexistir, regidas por una serie de reglas comunes fundamentadas en ese Derecho que establece los deberes y libertades fundamentales. Deberes y libertades, por cierto, que exigen a todo proyecto político autolimitarse en la medida que sea necesario para hacer posible la defensa de otros proyectos igualmente autolimitados.

Enseñar todo lo que implican esos principios es tarea fundamental en la educación si queremos que las instituciones democráticas no se nos vayan diluyendo paulatinamente entre las manos. Y en un lugar como España, que ha tenido la desgracia de soportar, fundamentalmente en el País Vasco pero también en el resto del país, la violencia terrorista de ETA, no hay nada mejor que recurrir a la memoria de las víctimas para comprender en su máxima expresión la excelencia de los principios fundamentales de la vida y la cultura democráticas en el marco del Estado de Derecho.

Me explico: con cada asesinato, ETA actúa contra el Estado de Derecho; con cada atentado, procura limar sus limitaciones e imponer su proyecto político totalitario; con cada extorsión violenta, menoscaba esa cultura constitucional que somete la voluntad popular al imperio de la ley, a la obligación de respetar la vida y la libertad individual de cada uno para pensar de forma diferente, para sentirse perteneciente al ámbito, al país o a la nación que tenga a bien, siempre y cuando no cuestione las reglas del juego, esto es, el marco que le obliga a autolimitarse para no pisotear la libertad del vecino.

En un país que ha sufrido el azote de ETA, en definitiva, la guía de la Educación para la Ciudadanía no debe ser otra que la filosofía política sustentada en la democracia y fundamentada en el recuerdo de las víctimas del terrorismo.

Pero nos encontramos lejos de ello, tanto que en estos momentos en que debatimos si la nueva marca política de Batasuna, llámese Sortu o Bildu, debe ser legalizada o no, nadie parece estar tomando en consideración qué constituye la democracia. Peor aún: estamos aplicando una concepción de rebajas de la democracia, una idea de la democracia vaciada de todo contenido, de toda significación, de toda relevancia.

Parece que el positivismo jurídico, con su idea de que la democracia son reglas y procesos, con su premisa de que lo que debe imperar sobre todo lo demás es la legalidad, con su argumento de que, por medios pacíficos, cualquier opinión es legítima, se impone contra cualquier otra concepción de la democracia que exija que ningún proyecto político totalitario tenga sitio en el sistema.

No hace falta recurrir al Derecho natural, fundadamente criticado por el positivismo, para afirmar que democracia y cultura constitucional requieren que ni el Estado, ni nadie dentro de él, pueda hacer determinadas cosas -lo que el Estado no puede hacer, en palabras de Ferrajoli-. De lo contrario, el principio de libertad de conciencia caería en el grave riesgo de quedar eliminado. El positivismo no borra la posibilidad, ni la necesidad, de contar con paradigmas reguladores. Puede haber una interpretación garantista de la cultura constitucional, condición inexcusable para la libertad fundamental de los individuos.

Pero no. Es mejor no preguntar si el proyecto político de Sortu es compatible con la libertad de los ciudadanos vascos plurales, complejos y diferentes entre sí. No hace falta exigirles que condenen el historial de terror de ETA, porque las historiografías grupales son distintas y en democracia no se puede pedir que nadie renuncie a la suya, aunque afirme explícitamente que su proyecto político consiste en que el futuro de una sociedad, la vasca, se construya sólo sobre su propia idiosincrasia, negando así a las demás la posibilidad misma de existir.

En síntesis: porque es bueno que ETA acabe, y como para ello es bueno que Sortu sea legal, pelillos a la mar... Al fin y al cabo, todas las constituciones se pueden cambiar, y la realidad del soberanismo está ahí y no se puede ni criticar -en un aplauso antidemocrático al totalitarismo hegeliano de que lo racional es lo real, y lo real lo racional-. La democracia es un juego en el que lo único que importa es el poder, y ya habrá alguien con capacidad de dictaminar que, siendo amigos suyos quienes administran ese poder, éste será por definición democrático.

Nada de esto pinta nada bien para la democracia española, entre otras cosas porque ni la crisis económica, ni el profundo imperialismo partitocrático que afecta a todos los resortes de la vida civil, ni los estertores de ETA y la reubicación del nacionalismo ante ese fenómeno están siendo aprovechados para fomentar una reflexión seria sobre la cultura democrática. Algún día puede ser demasiado tarde.

Por Joseba Arregi, ex consejero del Gobierno vasco, escritor y ensayista.

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