Democracia, del dicho al hecho

Los ciudadanos españoles siguen atentos los avatares de la guerra de Ucrania y apoyan sin demasiado entusiasmo pero casi por unanimidad las ayudas que su Gobierno está prestando a uno de sus bandos (el 'bueno' naturalmente). España está orgullosa de quienes le acompañan en esta empresa; lo más granado de la civilización occidental estando todos de acuerdo en que dejando a un lado los intereses geopolíticos y energéticos, lo que de veras está en juego en esta guerra es la defensa de determinados valores superiores e irrenunciables –el Estado de Derecho, el respeto a la ley y a los derechos humanos, la Justicia y la Libertad, la Democracia en una palabra– que el agresor ruso está amenazando. A fin de cuentas es un combate de supervivencia del que España no puede estar ausente. Esta es al menos la postura oficial, de la que no es prudente apartarse so pena de terminar anatemizado por hereje.

Lo que no está claro, sin embargo, es el papel que algunos países juegan en esta historia. Polonia, por ejemplo, era más que sospechosa en vísperas del conflicto y ahora está operando en la avanzada de esta cruzada. Y en lo que nos está más cerca ¿con qué autoridad se atreve España a dar a nadie lecciones de democracia? Para nosotros la quisiéramos en casa. En el fondo estamos intentando vender a los rusos lo que no tenemos. Estamos predicando sin dar ejemplo.

Pedro Sánchez, al igual que los presidentes anteriores, se pavonea por Europa exhibiendo una constitución en este punto impecable y una victoria electoral sin tacha. Con esta última acreditan todos su condición democrática de origen; pero ignoran o fingen ignorar que la auténtica democracia exige, además de un origen limpio, un segundo requisito imprescindible, a saber, un comportamiento constante también democrático, de tal manera que sin esta condición no puede presumirse de demócrata. Nadie pone en duda el origen inicialmente irreprochable del nacionalsocialismo, al que no se admite sin embargo en el club democrático cabalmente por carecer de legitimación de comportamiento. La dictadura de Franco, por su parte, debe ser considerada como antidemocrática tanto por su origen (un golpe de Estado frustrado y una guerra civil) como por su actuación posterior. Pues bien ¿qué pueden alegar los gobiernos posteriores a la Transición para justificar su calidad democrática de comportamiento diario? Muy poco en verdad y cada vez menos pues estamos rodando hacia un precipicio inequívocamente antidemocrático y que, según acaba de decirse, no se sana con la bondad electoral de su origen. En buena teología católica (de antes) para alcanzar la salvación eterna no es suficiente el bautismo inicial sino que hay que ganarla a diario a lo largo de toda la vida. Los gobiernos actuales no pasan este segundo filtro.

El siempre loado Estado de Derecho empieza con la separación de poderes y con la posibilidad de que el Judicial controle los eventuales abusos del Ejecutivo, siendo así que el mayor esfuerzo de nuestro Ejecutivo se dirige actualmente a mermar la independencia de los jueces para quedarse con las manos libres; y para mayor escándalo, el Gobierno de la Nación y los ayuntamientos más pequeños alardean públicamente de que no ejecutan las sentencias que no les gustan. El Estado de derecho supone por otra parte la soberanía de las Cortes y la supremacía absoluta de la ley y es el caso que se gobierna al margen del Congreso y a la oposición ni siquiera se le escucha. El Estado de derecho precisa, en fin, de una administración pública técnicamente bien formada con funcionarios profesionales y sucede que hoy ha aparecido una administración paralela poblada de políticos ignorantes y pretendidos asesores que han desplazado a los auténticos servidores públicos. La España oficial es un patio de Monipodio donde la corrupción es habitual, la gestión administrativa ineficaz, la ley (cuando logra entenderse) se margina, los abusos quedan impunes y la mentira y el insulto no desprestigian.

La democracia no consiste únicamente en celebrar elecciones limpias sino además y fundamentalmente en gobernar y comportarse a diario de acuerdo con determinadas reglas, escuchando a la oposición y atendiendo a las necesidades de todos y no sólo de los votantes. En democracia no vale alterar de tapadillo la política saharaui, no es lícito trapichear en Barajas ni jugar con escuchas y espionajes, denegar información con burla de la pregonada transparencia, tampoco manejar los presupuestos y el patrimonio público como si fuera un cortijo privado, ni incumplir promesas solemnes y mucho menos paralizar lo que funciona y fomentar lo que a unos pocos importa. ¿Qué democracia es esta en la que se falsea el pasado, se manipula el presente y se esconde el futuro? ¿Es esto lo que se está defendiendo en las trincheras de Ucrania?

Vivir en el caos, la anomia, la ineficacia, la corrupción, la arbitrariedad y la impunidad. Con estos títulos nos paseamos en Europa envueltos en las banderas de la democracia, el Estado de derecho y la legalidad. ¿No sería más honesto barrer primero la casa antes de salir a la calle presumiendo y dando malos ejemplos?

A trancas y barrancas ha conseguido España incorporarse al convoy que representa los valores occidentales; pero no ha podido evitar que le enganchen como vagón de cola y bien se merece el farolillo rojo con el riesgo de que en cualquier momento le abandonen en una vía muerta. Las mercancías que transporta son demasiado peligrosas; fomenta un nacionalismo independentista en tiempos de unidad exacerbada, es benévolo con terroristas deficientemente recuperados, sus constantes vaivenes hacen imprevisible su política nacional e internacional, el Gobierno vive sometido a un chantaje permanente y no vacila en demorar o rechazar el cumplimiento de sentencias y de ejecutar normas superiores, es opaco en sus procedimientos y contradictorio en sus decisiones. No resulta fácil fiarse de un socio con miembros comunistas que sobre ello tienen acceso legal a los mayores secretos de estrategia política y militar. Es sencillo alardear de demócratas y profesar verbalmente el Estado de derecho, pero no tanto practicar sinceramente las reglas democráticas. La verdad es que no sabemos bien dónde estamos ni a dónde nos llevan.

Alejandro Nieto es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *