Democracia del siglo XXI

Hay muchas clases de democracia: la parlamentaria, la presidencialista, la popular, la orgánica, que no lo son, pero también los dictadores presumen de demócratas. Etimológicamente, viene de «demos-kratia», gobierno del pueblo en griego. Pero los atenienses eran conscientes de sus limitaciones y, cuando la democracia devenía en desorden, buscaban un ciudadano conocido por su honestidad y le nombraban «tirano», con plenos poderes para restablecer el orden. Es decir, una dictadura temporal. Tampoco hay que olvidar que aquella democracia condenó a muerte a Sócrates por «corruptor de la juventud».

En tiempos modernos, la democracia inició su andadura como «gobierno de los ciudadanos con derecho a voto», que no eran todos, es decir, una oligarquía. De ahí se pasó al «gobierno de la mayoría con respeto de las minorías», que aún no incluía a las mujeres. Hasta que las minorías sumadas superaron a las clases privilegiadas y exigieron tenerlas en cuenta. Con lo que se amplió y complicó. Pues si poner de acuerdo a aristocracia y burguesía fue difícil, teniendo tantas cosas en común, incluir al pueblo llano en la toma de decisiones exigió la «dictadura del proletariado» que era de hecho la dictadura del partido único. Lenin, contestando a Fernando de los Ríos que le preguntaba por la libertad, fue brutalmente sincero: «¿Libertad? ¿Para qué?».

Las democracias se pasaron el siglo XX debatiendo el dilema ¿orden o libertad? Llegando a la conclusión de que la democracia no es la forma perfecta de gobierno, sino sólo «la menos mala». Un apaño que servía para desechar los totalitarismos de izquierda y derecha e ir tirando con un Estado de Derecho sostenido por los tres poderes controlándose entre sí y las imperfecciones de la naturaleza humana mantenidas a raya en lo posible por el imperio de la ley. El formidable avance de la ciencia y técnica ayudó a mantener este equilibrio inestable, en lo que llamamos primer mundo.

Pero la democracia no ha salido indemne a tales cambios. El progreso nos han distanciado tanto unos de otros que es imposible satisfacer a todos. Las minorías se han multiplicado hasta el punto de que, pronto, cada ciudadano será un ente por sí mismo, «una República personal», con gustos y objetivos que poco tienen que ver con los del resto, chocando incluso entre sí, lo que hace la labor de gobierno cada vez más difícil. El mejor ejemplo lo tenemos en los partidos clásicos, que se dividen en distintas «sensibilidades», mientras las naciones buscan refugio en grandes bloques.

¿Cómo afecta todo ello a la democracia? ¿Está acabada, como dicen sus eternos enemigos, los totalitarios de izquierda y derecha, o sigue siendo el «sistema menos malo»? Me inclino por lo segundo. No se ha inventado todavía una forma mejor de que ciudadanos y pueblos convivan y progresen. Con una condición: que se acabe para siempre la idea de la «República ideal» de Platón, de la Utopía de Tomás Moro y del «Paraíso del proletariado» de Marx. Eso, para el otro mundo. En éste hay que contentarse con lo que hay, el mal menor. Si nos empeñamos en buscar «lo mejor», acabaremos en el Estado policial y el gulag. Para eso hay que cambiar, o más bien ampliar, la idea de democracia.

La democracia del siglo XXI parte de que el Estado de Derecho no se compone sólo de derechos, sino también de deberes. Sin deberes, no hay derechos. Yo tengo derecho a extender mi brazo, si no hay una cara por medio. Mi libertad está limitada por la de los demás. El problema es que los demás cuentan cada vez menos. Por lo que el choque es continuo como el de las partículas subatómicas. El principio del profesor neoyorquino Richard M. Pildes, «el exceso de libertad conduce al libertinaje y el exceso de democracia, al caos», marca los límites de esta democracia. Como ya les conté, se lo oí hace medio siglo a otro profesor, alemán, ponente de la ley fundamental de su país tras la catástrofe bélica. A la pregunta de qué entendía por democracia, no respondió elecciones, partidos políticos, división de poderes y otros rasgos externos de la misma, sino simplemente «responsabilidad». Quienes le escuchábamos nos quedamos meditabundos, pero nadie osó contradecirle. Personalmente, estoy cada vez más convencido de que es la definición más adecuada.

La responsabilidad, «capacidad en todo sujeto activo de reconocer y aceptar las consecuencia de un hecho realizado libremente» (DRAE), nos diferencia de animales, plantas y minerales en un salto cuántico que, al elevarnos sobre la naturaleza, nos ha permitido superarla y crear el universo paralelo abstracto de la ciencia, el arte, la moral y la política. La responsabilidad, tanto personal como colectiva, viene a significar la mayoría de edad de individuos y naciones. Quien elude responsabilidades y busca subterfugios para no hacer sus deberes o burlar las normas de obligado cumplimiento, no es un demócrata. En el mejor de los casos, es un grosero que no alcanza el nivel de civilizado, en el peor, un asocial, un delincuente. Por otra parte, no debe olvidarse que, para redistribuir la riqueza, antes hay que crearla. Si no hay riqueza, lo que se distribuye es miseria y está archidemostrado que el motor de la riqueza de las naciones es la iniciativa individual y la creatividad humana. Al prescindir de ellas, las economías estatalistas se gripan como un motor sin lubricante. Hay que atender tanto a la productividad como a la redistribución, ya que poco podrá distribuirse si no se crea. Por último, la democracia, de ser plena, no es tan débil como creen sus enemigos, a los que acaba siempre derrotando. Piensen en la Alemania de Hitler, la Unión Soviética de Bresniev o la China de Mao.

Hoy, sin embargo, nadie habla de responsabilidades, sólo de derechos, clarín de nacionalistas y populistas en una non sancta alianza para disimular su fracaso. Y se les escucha porque los ciegos siguen a los ciegos, por ser más cómodo, y la mentira, más atractiva que la verdad. Pero no se trata de imitar a Putin o a Xi, esto es, de autoritarismo político y mercado económico, que puede funcionar en Rusia o China, pero no nos basta. Tampoco de imitar a los líderes del Este europeo, que quieren volver a la tribu, sino de todo lo contrario: de ampliar la democracia, de hacerla más ancha, más sólida, más fuerte. Los «olvidados», humillados, ofendidos sienten atracción por los «hombres fuertes» y rechazo por una democracia blanda, débil, timorata que lo permite y hay que ofrecérsela sin complejo alguno pues la razón y la práctica nos avala.

Para resumir: la nueva democracia debe ensancharse hasta dejar atrás la ideología y convertirse en plataforma donde solucionar los problemas que trae un mercado global, la mentira como posverdad y la supuesta superioridad de algunos. Lo que excluye nacionalismos, radicalismos y buenismos. La responsabilidad individual y colectiva viene a ser la ley de la gravedad de ese universo plural, en el que el cáncer de la corrupción puede darse, pero nunca tolerarse, los tres poderes son independientes, las leyes se cumplen y el ejemplo de los gobernantes, un imperativo. No hablo de utopía ni de paraísos como los profetas de la izquierda, sino de algo tan simple como un Estado de derechos y deberes para todos. Empezando por nosotros. ¿Es mucho pedir?

José María Carrascal, periodista.

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