Democracia en el siglo XXI

¿No perciben un aire de mudanza, sin saberse bien hacia dónde, lo que trae inquietud, zozobra, como si la tierra se estuviese moviendo bajo nuestros pies? El pánico que trajo el cambio del primer milenio, con angustias incluso de fin del mundo debió de ser algo parecido, con el Imperio Romano de Occidente invadido por extranjeros (barbari), llegados del Norte, del Este, del Sur, aunque a caballo y con la espada desenvainada, no en pateras con la mano tendida como llegan hoy, pero el desconcierto, la confusión, la impotencia de Europa es la misma. El viejo orden ya no rige y el nuevo todavía no ha sido instaurado, lo que cambia no sólo los protagonistas, sino también los principios de la sociedad, aumentando el desasosiego. Nadie está seguro de nada y lo único cierto es que tanto el mundo como la política han cambiado hasta el punto de invertirse en muchos casos. Les enumero los principales:

La máxima de Andreotti «si el poder desgasta, más desgasta la oposición» practicada en su país e imitada en el resto, está en el candelero. Hoy, el poder desgasta tanto o más que la oposición, dada la dificultad creciente de gobernar y el desplome, no ya de gobiernos, sino de partidos. Se debe a la aceleración de la historia y a la centrifugación de la sociedad, con nuevos partidos y problemas, que hace difícil encontrarles solución y forjar alianzas. Las minorías han sustituido a las mayorías como protagonistas políticos, algo que rompe la democracia tradicional. Pedro Sánchez, que alcanzó la presidencia debido a ello, puede perderla por la misma causa.

También a la máxima de Clinton a un ayudante «¡Es la economía, idiota!» ha sufrido un enorme desgaste. Hasta hace poco, incluso los conservadores eran marxistas, en el sentido de interpretar la historia por el vientre. Pero ya no es lo determinante. Acabamos de tener el mejor ejemplo en España: haber sacado el país de la bancarrota no ha servido a Rajoy para conservar la presidencia. Puede que nos hayamos hecho demasiado exigentes y demos por descontado que el gobierno tiene que garantizarnos el bienestar, grave error. O tal vez hayamos olvidado que muchos gobiernos, por garantizarnos el bienestar, nos llevan a la ruina. O que damos más importancia a otras cosas. Ahí tienen a los secesionistas catalanes sin importarles que se marchen sus empresas con tal de obtener la independencia. ¿O se han creído la fábula de que pueden tener ambas cosas? La economía ya no es la que era.

En tercer lugar, la globalización ha cambiado las reglas en prácticamente todos los terrenos. Antes, los mayores enemigos eran los vecinos. Hoy, tienen que ser los mejores amigos, si queremos afrontar los riesgos de todo tipo que nos llegan de lejos, desde productos baratos a oleadas de inmigrantes. Los problemas que la globalización trae consigo son incluso más difíciles de afrontar que los locales, al afectar a lo más íntimo de las personas. Hay miedo tanto de perder el puesto de trabajo por la competencia de trabajadores en la otra esquina del globo con salarios diez veces más bajos, como de perder la personalidad por la llegada masiva de inmigrantes, con otras costumbres, religión, actitudes. Países formados por emigrantes, como Estados Unidos, empiezan a sentir alergia a ellos, mientras en otros donde la baja natalidad condena a los nativos a terminar siendo minoría, surgen con fuerza partidos xenófobos, sabiendo que conducen al apartheid, afortunadamente desaparecido de Sudáfrica. Mientras en otros lugares el resultado es una paradoja que sería risible de no tratarse de asunto tan grave: en Cataluña, el rechazo hacia lo español de los nacionalistas les hizo preferir la inmigración musulmana a la iberoamericana, creyendo que estos serían más difíciles de asimilar por el idioma. Y hoy tienen la mayor concentración de islamistas, con sus mezquitas, sus guetos y sus racismos tanto culturales, como religiosos, como étnicos.

«El que resiste gana» puso de moda Cela, sacado del refranero. «Paciencia es paz y ciencia», «Los últimos serán los primeros», «No por mucho madrugar amanece más temprano». Hoy, gana el más osado, el más temerario, el que cuenta la mentira más grande, con tal de tener buena imagen y temple para contarla. De ahí el éxito del populismo: soluciones simples a problemas complicados. Hay hambre de «instant result», de resultados exprés, campo abonado para los demagogos. Ya no se espera al otro mundo para obtener lo que se desea. Se quiere ya en éste.

No son buenas noticias para la democracia, asentada en el consenso, la responsabilidad y el respeto tanto a las normas como a los demás. La gente tiene prisa, no se resigna a la suerte que le ha tocado, ni a que la de sus hijos sea mejor que la suya. La quiere para él o ella, afán muy humano, pero que choca con la realidad, los otros, que quieren lo mismo. Que en el Este europeo, recién salido de la dictadura comunista, estén triunfando gobiernos autoritarios, como en Turquía, nos advierte de la crisis que atraviesa la democracia como «menos mala de los regímenes políticos». Se busca algo algo mejor.

Pero la experiencia nos advierte de que tan peligrosa es la hiperdemocracia, es decir la ausencia de ley y orden, como la hipodemocracia, la ausencia de libertad y derechos civiles. Tanto se equivocan los que dicen «tranquilidad viene de tranca» como los que proclaman «prohibido prohibir». Existe el mal y existe el bien, no sólo en cada sociedad, sino en cada individuo, sin que nadie pueda atribuirse su monopolio. Pero la solución no es menos democracia ni más democracia, como proponen uno y otro extremo, sino mejor democracia. Lo que significa más responsabilidad, individual y colectiva, al ser la que nos hace humanos, seres, razonables, prudentes, imaginativos. No por nada, el «uso de razón», o entrada en esa categoría, se situaba entre los siete u ocho años.

La democracia española no es perfecta, como nada en este mundo. Tiene «defectos de fábrica», que podrían llamarse también «de novato», porque la mayoría de sus redactores no habían vivido nunca en democracia. El primer defecto fue dar prioridad a los partidos, tal vez porque Franco los había prohibido, rompiendo el principio del equilibrio de los tres poderes, con la consecuencia de implantar una partitocracia más que una democracia y el resultado de la corrupción, pues si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente. El segundo error fue pasar del rígido centralismo franquista a la descentralización exagerada, cediendo a las Autonomías competencias que corresponden al Estado. Incluso se resucitaron privilegios medievales opuestos a la igualdad de los ciudadanos. Un disparate.

Una última, y puede más importante, advertencia: que la democracia sea sólo la «menos mala» de las formas de gobierno significa que los pueblos también se equivocan al votar, como la historia testifica: la democracia ateniense condenó a muerte a Sócrates y el pueblo judío, el más culto, prefirió Barrabás a Jesús. Debemos, por tanto, seguir votando, pero con la posibilidad de «botar» (echar, arrojar fuera, RAE) a quien hemos elegido, antes de que él o ella acabe con nosotros: de lo que también hay abundantes muestras.

José María Carrascal, periodista.

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