Democracia europea bajo fuego cruzado

En democracia hay veces en las que por uno u otro motivo unas elecciones se convierten en decisivas. Sus resultados tendrán consecuencias durante muchos años y difícilmente habrá marcha atrás. Por primera vez ese va a ser el caso de unas elecciones europeas. El próximo 26 de mayo, alrededor de 426 millones de electores compartiremos la responsabilidad de decidir si queremos seguir adelante con un proyecto común o si por el contrario preferimos empezar a desguazar lo construido durante todos estos años. Las consecuencias serán enormes, y sin embargo mucha gente todavía no lo sabe.

La partida en la que se decide ese futuro ya ha empezado. La Unión Europea vive hoy bajo el fuego cruzado de fuerzas eurófobas, nacionalistas o simplemente populistas tanto de fuera como de dentro del continente y con muy poco interés en que el mayor bloque político y económico del mundo consolide su posición.

Los datos no engañan: frente a la pujanza de China, India, Indonesia o Brasil, en el año 2030 únicamente Alemania y Francia podrán seguir formando parte del grupo de las ocho primeras economías del planeta. En 2050, ya solo Alemania y en la cola. En cambio, la Unión Europea en su conjunto ocuparía, según esta misma proyección, el tercer lugar.

Si añadimos a estas cifras las previsiones de diferentes expertos sobre desarrollo tecnológico, acceso a la energía, capacidad defensiva o intercambios comerciales todavía se hace más patente que cualquier país europeo que intente sobrevivir en solitario —caso del Reino Unido— corre el riesgo de acabar ninguneado en el futuro orden mundial.

Por desgracia parece que todos estos datos se conocen y valoran mejor fuera que dentro de la propia Unión Europea. Que en estos momentos Steve Bannon intente organizar un frente ultraderechista europeo o que potencias extranjeras inunden nuestras redes sociales de falsas noticias no son una coincidencia, sino la confirmación de que el resultado de las próximas elecciones europeas trascenderá del hemiciclo del Parlamento Europeo y tendrá consecuencias directas para el futuro de la Unión.

A mi juicio, ese “cómo será Europa dentro de diez años” no se limita a la pujanza económica y comercial sino también a su calidad democrática y a la supervivencia o desaparición de un modelo social europeo envidiado en el resto del planeta. En un momento en el que la democracia está en regresión en el mundo y en que una parte no tan pequeña de la población europea parece dispuesta a renunciar a libertades a cambio de más protección, dar continuidad al proyecto europeo es con toda certeza la mejor manera de evitar el debilitamiento de nuestro sistema de valores, derechos y libertades.

La pregunta es pues si somos conscientes de la relevancia de esta cita electoral o si, por el contrario, vivimos todavía instalados en nuestra cómoda burbuja nacional. Es cierto que en comparación con hace cinco años el nivel de conocimiento ciudadano sobre el papel que la UE desempeña en sus vidas ha aumentado, como lo ha hecho también la exigencia de soluciones eficaces a los problemas que de verdad preocupan a los ciudadanos. Sin embargo, que acudan o no a votar dependerá de que entre todos —políticos, medios de comunicación e instituciones— logremos transformar la percepción de que la Unión Europea es importante en el convencimiento de que su evolución futura está realmente en nuestras manos.

Puede ser que algo esté cambiando. He vivido siete elecciones europeas desde que empecé a trabajar en el Parlamento y es la primera vez que organizaciones y entidades europeas han llamado a la puerta ofreciendo su colaboración para ayudar a concienciar de la importancia de ir a votar. Colegios de médicos, asociaciones de futbolistas, todo tipo de entidades juveniles y sociales… Una parte de la población europea ha dado por primera vez el paso adelante, incluidos decenas de miles de jóvenes adheridos a la campaña institucional “Esta vez voto”.

¿Por qué? Probablemente cada uno tiene su propia motivación, pero todos son conscientes de que a pesar de problemas y deficiencias vivimos en el mejor lugar del planeta y en el mejor momento de su historia. Comparten también el miedo a perder lo que tantos nos envidian y el convencimiento de que ante retos como el cambio climático, los nuevos flujos migratorios, el terrorismo, la digitalización o la inteligencia artificial la única receta con cierta garantía de éxito es afrontarlos juntos.

La Unión Europea funciona razonablemente bien y el reto es transmitirlo. Jean-Dominique Giuliani, presidente de la Fundación Robert Schuman, escribía hace poco que le asombraba que en sus discursos los políticos franceses no dijeran jamás que la Unión Europea “es un inmenso éxito” o que nunca reivindicasen con orgullo lo conseguido en los últimos setenta años. En palabras de varios antiguos presidentes del Parlamento Europeo en un reciente artículo conjunto, “la Unión Europea es menos perfecta de lo que muchos querrían y menos imperfecta que la caricatura dibujada por sus detractores más radicales”.

El hecho incuestionable es que, en los últimos tres años, coincidiendo con el referéndum del Brexit y el inicio de la recuperación económica, el número de europeos favorables a la pertenencia a la Unión Europea no ha dejado de aumentar, hasta situarse en un histórico 68%. Un dato que contrasta con el aumento de las fuerzas antieuropeas en algunos países de la Unión, pero que explica también por qué estas se han visto obligadas a sustituir su oferta de abandonar la UE por la de “reformarla” desde dentro.

El reto es ahora convertir en mandato político esa convicción mayoritaria de que no hay mejor opción que continuar haciendo las cosas juntos. Sin el apoyo explícito de la ciudadanía, el proyecto europeo irá perdiendo legitimidad y dejará de avanzar.

En esta última legislatura el Parlamento Europeo se ha consolidado como una institución eficaz, bien engrasada, capaz de convertir los puntos de vista de diputados de diferentes procedencias ideológicas y geográficas en acuerdos sólidos y en normas destinadas a mejorar la vida de 500 millones de europeos. Si los europeos fueran conscientes de que más de la mitad de la legislación que aprueba los Parlamentos nacionales es en realidad la simple transposición de lo que previamente eurodiputados y ministros europeos han acordado en Bruselas o Estrasburgo, seguramente las dudas de muchos de ellos sobre la utilidad de participar en los próximos comicios europeos se desvanecerían.

En todo caso, y más allá de esa labor legislativa fundamental, corresponderá al Parlamento que surja de las urnas convertirse en freno o en acelerador de la integración europea, en baluarte contra los populismos o en cámara de resonancia de los mismos.

Jürgen Habermas apuntaba hace poco en una de sus acertadas reflexiones sobre la pervivencia de la democracia en Europa que “el punto en el que no hay vuelta atrás no se ve hasta que es demasiado tarde”. Asegurémonos de que ese punto no es el 26 de mayo.

Jaume Duch es portavoz y director general de Comunicación del Parlamento Europeo.

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