Democracia imperial instantánea (I)

Por Arundhati Roy, escritora, ganadora del I Premio Internacional de Periodismo «José Luis López de Lacalle» (2002) y autora, entre otras, de las obras El dios de las pequeñas cosas (1998) y El álgebra de la justicia infinita (EL MUNDO, 02/06/03):

Allá por 1988, exactamente el 3 de julio, el U. S. S. Vincennes, un crucero armado con misiles fondeado en el Golfo Pérsico, derribó de un disparo fortuito un avión de unas líneas aéreas iraníes y mató a 290 pasajeros civiles. A George Bush I, que estaba en aquellos días de campaña para la Presidencia, le preguntaron si tenía algún comentario que hacer sobre este incidente. Su respuesta, de una gran delicadeza, fue la siguiente: «Yo no pediré jamás disculpas en nombre de los Estados Unidos. Me trae sin cuidado lo que haya ocurrido».

«Me trae sin cuidado lo que haya ocurrido». ¡Qué excelente norma de conducta para el nuevo imperio estadounidense! Quizá fuera más apropiada una ligera variación sobre este tema: los hechos pueden convertirse en lo que más nos convenga a nosotros que sean. El apoyo de la opinión pública de Estados Unidos a la guerra contra Irak se ha fundamentado en un edificio de muchos pisos de falsedades y engaños, coordinados por el Gobierno estadounidense y ampliado sin el menor espíritu crítico por los medios de comunicación.

Aparte de las inventadas vinculaciones entre Irak y Al Qaeda, nos colocaron el despropósito aquel, pura ficción, de las armas de destrucción masiva de Irak. George Bush el joven llegó al extremo de afirmar que, para Estados Unidos, sería «suicida» no atacar Irak. Era un despropósito con un objetivo. Bush empaquetaba una vieja doctrina en un nuevo envase: la doctrina del ataque preventivo, o dicho de otra manera, Estados Unidos pueden hacer lo que le dé la gana, y no hay más que hablar.

Se ha librado la guerra contra Irak, se ha ganado y no se han encontrado armas de destrucción masiva. Ni una. A lo mejor habrá que ponerlas antes de descubrirlas. Además, los que somos más quisquillosos vamos a necesitar que nos expliquen las razones por las que Sadam Husein no hizo uso de ellas cuando su país sufría una invasión.

No faltan quienes argumentan que qué más da que Irak no tuviera armas químicas y nucleares, qué más da que no mantuviera conexiones con Al Qaeda, qué más da que Osama Bin Laden sintiera por Sadam Husein el mismo odio y la misma aversión que siente por Estados Unidos. Bush el joven ha dicho que Sadam era un «dictador homicida».Así pues, en línea con estos razonamientos, Irak necesitaba un cambio de régimen.

¡Qué importa que, hace 40 años, la CIA, bajo la presidencia de John F. Kennedy, contribuyera a orquestar un cambio de régimen en Bagdad! En 1963, a consecuencia del triunfo del golpe de Estado, el partido Baaz llegó al poder en Irak. Con las listas que le había proporcionado la CIA, el nuevo régimen baasí procedió a la eliminación sistemática de doctores, profesores, abogados y personalidades políticas de los que se sabía que eran izquierdistas. En 1979, como resultado de las luchas internas entre facciones del propio partido Baaz, Sadam Husein se convirtió en presidente de Irak. En abril de 1980, mientras se dedicaba a asesinar chiíes, el consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Zbigniew Brzezinksi, declaraba: «No tenemos la percepción de que entre Estados Unidos e Irak exista incompatibilidad de intereses de importancia». Washington y Londres han sido el sostén de Sadam, tanto públicamente como de manera encubierta. Le han financiado, le han proporcionado equipo y armamento y le han suministrado los materiales de doble uso para fabricar armas de destrucción masiva. Le prestaron su apoyo en los ocho años de guerra contra Irán y en el gaseamiento de los kurdos en Halabja en 1988, crímenes que, 14 años después, han sido recalentados y servidos como razones para justificar la invasión de Irak.

La cuestión está en que si Sadam Husein era tan perverso como para merecer que se dirigiera contra él el más elaborado intento de asesinato de la Historia y el más abiertamente confesado (el ataque con que se inició la operación Conmoción y pavor), no cabe entonces ninguna duda de que aquellos que le prestaron su apoyo deberían ser juzgados, como mínimo, por crímenes de guerra.¿Por qué no figuran las caras de miembros de los gobiernos de Estados Unidos y del Reino Unido en la infame baraja de los hombres y las mujeres más buscados? La razón es que, cuando se trata del Imperio, los hechos no cuentan.

Ya, pero todo eso es pasado, nos dicen. Sadam es un monstruo al que hay que parar los pies sin tardar ni un minuto más. Sólo Estados Unidos está en condiciones de hacerlo. Es una técnica eficaz, esta utilización de la moralidad urgente en el presente para echar tierra sobre los diabólicos pecados del pasado y los malévolos planes del futuro. Indonesia, Panamá, Nicaragua, Irak, Afganistán... la lista sigue y sigue. En estos mismos momentos, hay unos cuantos regímenes brutales a los que se está empezando a poner guapos de cara al futuro: Egipto, Arabia Saudí, Turquía, Paquistán, las repúblicas de Asia Central...

El imperio no descansa y la democracia es la excusa que le sirve de moderno grito de guerra; una democracia servida a domicilio por unos carniceros. La muerte es el modesto precio que la gente tiene que pagar por el privilegio de probar este nuevo producto: democracia imperial instantánea (póngala a hervir, añada petróleo y luego bombardee).

En los últimos meses, mientras el mundo se dedicaba a mirar, la invasión y la ocupación de Irak por los estadounidenses han sido retransmitidas en directo por la televisión. Una civilización con una antigüedad de 7.000 años caía en la anarquía.

Antes de que comenzara la guerra de Irak, la ORHA (Oficina de Reconstrucción y Ayuda Humanitaria) remitió al Pentágono una lista de 16 lugares que había que proteger a toda costa. El Museo Nacional era el segundo de la lista. Ahora bien, el museo no fue sólo saqueado, fue profanado. Era un depósito de todo un patrimonio cultural de la Antigüedad. El Irak que hoy conocemos era parte del fértil valle de Mesopotamia. La civilización que floreció a lo largo de las orillas de los ríos Eufrates y Tigris produjo la primera escritura del mundo, el primer calendario, la primera biblioteca, la primera ciudad y, efectivamente, la primera democracia del mundo. El rey de Babilonia, Hammurabi, fue el primero en codificar una legislación que gobernaba las relaciones sociales entre los ciudadanos. Era un código en virtud del cual las mujeres abandonadas, las prostitutas, los esclavos y hasta los animales tenían derechos. El Código de Hammurabi pasa por ser no sólo el acta de nacimiento de la legalidad, sino también el punto de partida para comprender lo que es el concepto de justicia social. El Gobierno estadounidense no ha podido escoger un lugar más inapropiado en el que escenificar su guerra ilegal y exhibir su grotesco desprecio hacia la justicia.

En la lista de la ORHA, el último de los 16 lugares que había que proteger era el Ministerio del Petróleo. Fue el único que recibió protección. ¿Pensaba quizás el Ejército ocupante que a lo mejor, en los países musulmanes, las listas se leían de arriba abajo? La seguridad y la protección del pueblo iraquí no eran asunto suyo. La defensa del patrimonio cultural de Irak, o lo poco que de sus infraestructuras pudiera seguir en pie, tampoco eran asunto suyo. Ahora bien, la seguridad y la protección de sus campos petrolíferos sí que lo eran; por supuesto que lo eran. Y fueron «objeto de protección» prácticamente desde antes de que empezara la invasión.

El 2 de mayo, Bush el joven lanzó su campaña para 2004 con la esperanza de ser reelegido presidente de Estados Unidos. En lo que probablemente constituye el vuelo más corto de la Historia, un reactor militar aterrizó en un portaaviones, el U. S. S. Abraham Lincoln, que se encontraba tan cerca de la costa que, según la agencia de noticias Associated Press, representantes del Gobierno reconocieron que «el enorme barco se había situado de manera tal que proporcionara el mejor ángulo para la retransmisión de la alocución de Bush por televisión, con el mar de fondo en lugar de la costa de San Diego». El presidente, que no ha llegado a cumplir el servicio militar en el Ejército, salió de la cabina del piloto con un traje de lo más extravagante (una cazadora de piloto de bombardero del Ejército de Estados Unidos, botas de reglamento, gafas de piloto, casco). Saludó con la mano a los soldados que le vitoreaban y proclamó oficialmente la victoria sobre Irak. Puso un exquisito cuidado en anunciar que se trataba de «nada más que una victoria en la guerra contra el terrorismo...que todavía continúa».

Era importante anunciar rotundamente la victoria porque, de acuerdo con la Convención de Ginebra, un ejército victorioso tiene que cumplir las obligaciones legales de toda fuerza de ocupación, una responsabilidad con la que el Gobierno de Bush no quiere cargar. Además, a medida que se acercan las elecciones del 2004, podría ser necesaria otra victoria en la guerra contra el terrorismo si de lo que se trata es de ganarse votantes indecisos. A Siria ya la están engordando para la matanza.

Parece que las diferencias entre campañas electorales y guerra, entre democracia y oligarquía, se van diluyendo a toda velocidad.

Según un sondeo de Gallup Internacional, el apoyo a esta guerra emprendida «unilateralmente por Estados Unidos y sus aliados no ha sido superior al 11% de los encuestados en ninguno de los países europeos. No obstante, los gobiernos de Inglaterra, Italia, España, Hungría y otras naciones del este de Europa recibieron toda clase de parabienes por hacer caso omiso de la opinión de la mayoría de sus pueblos y por apoyar la invasión ilegal. ¿Qué nombre hay que darle a esto? ¿Nueva democracia? (¿Como el nuevo laborismo británico?).

En agudo contraste con la venalidad demostrada por sus gobiernos, el 15 de febrero, varias semanas antes de la invasión, más de 10 millones de personas se manifestaron públicamente en cinco continentes contra la guerra, en la más espectacular demostración de moralidad pública que se haya visto jamás en el mundo. Fuimos despreciados con el mayor desdén.

La democracia, la vaca sagrada del mundo moderno, está en crisis. Además, se trata de una crisis profunda. En su nombre se cometen toda clase de atropellos. Se ha convertido en poco más que una palabra hueca, un bonito caparazón vacío de todo contenido o significado. Puede ser lo que cada cual quiera que sea. La democracia es la puta del mundo libre, dispuesta a vestirse y a desnudarse, a satisfacer los gustos más dispares, a disposición de quien quiera usar y abusar de ella a voluntad.

Las democracias modernas llevan suficiente tiempo implantadas para que los capitalistas neoliberales hayan aprendido cómo subvertirlas. Han conseguido dominar las técnicas de infiltración en los instrumentos de la democracia (el poder judicial independiente, la prensa libre, el Parlamento) y a moldearlos de acuerdo con sus propósitos. El proyecto de globalización empresarial ha hecho saltar el código. Elecciones libres, prensa libre, poder judicial independiente son expresiones que significan bien poco cuando el mercado libre las ha reducido a mercancías que se venden al mejor postor. La democracia se ha convertido en un eufemismo del imperio para designar el capitalismo neoliberal.

La maquinaria de la democracia ha sido subvertida de manera eficaz. Políticos, la aristocracia de los medios de comunicación, jueces, poderosos grupos empresariales y de presión e integrantes del Gobierno se imbrican unos con otros para formar un elaborado entramado de turbios intereses que mina el equilibrio paralelo de controles y contrapesos entre la Constitución, los tribunales de Justicia, el Parlamento, la Administración y, quizá lo más importante de todo, los medios de comunicación independientes que conforman la base estructural de una democracia parlamentaria. Esa imbricación está dejando de ser sutil y elaborada prácticamente por días.

El primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, tiene, por ejemplo, participaciones de control en los principales diarios, revistas, canales de televisión y empresas editoriales de Italia. En Estados Unidos, Clear Channel Worldwide Incorporated es el mayor propietario de emisoras de radio del país. Cuenta con más de 1.200. Su consejero delegado realizó aportaciones de cientos de miles de dólares a la campaña electoral de Bush. Organizó patrióticas «manifestaciones por Estados Unidos» en apoyo a la guerra a lo largo y ancho del país y, a continuación, enviaba a sus periodistas a cubrir la información como si se tratara de noticias candentes. La era de conformación de la opinión ha cedido el paso a la era de la conformación de la información. Dentro de poco, las redacciones de los medios de comunicación se quitarán la careta y empezarán a contratar directores de teatro en lugar de periodistas.

A medida que el mundo del espectáculo se vuelve, en Estados Unidos, cada vez más violento y proclive a la guerra, y a medida que las guerras que libra Estados Unidos se vuelven cada vez más espectáculo, empiezan a salir a la luz coincidencias de lo más interesante. El decorador que levantó en Qatar el estudio de 250.000 dólares desde el que el general Tommy Franks orquestaba teatralmente el suministro de noticias sobre la operación Conmoción y pavor ha sido también responsable de construir decorados para Disney, MGM y la película Good Morning America.

Es una cruel ironía que Estados Unidos, que cuenta con los más ardientes y vociferantes defensores de la libertad de expresión, y con la más elaborada legislación para protegerla (hasta hace poco), haya restringido tanto el espacio en el que la libertad puede expresarse. Por no se sabe qué extraños vericuetos, toda esa fanfarria que acompaña la defensa legal y conceptual de la libertad de expresión en Estados Unidos sirve para enmascarar el proceso de rápida erosión de las posibilidades de ejercicio real de dicha libertad.

El imperio de los medios de comunicación de Estados Unidos está controlado por un reducido grupo de personas. El presidente de la Comisión Federal de Comunicaciones, Michael Powell, hijo del secretario de Estado, Colin Powell, ha propuesto incluso una mayor desregulación del sector de las comunicaciones, que le llevará a una concentración todavía mayor.

Aquí tenemos, pues, la mayor democracia del mundo dirigida por un hombre que no fue legalmente elegido. El cargo se lo dio el Tribunal Supremo de los Estados Unidos. ¿Qué precio ha pagado el pueblo estadounidense por este presidente espurio?

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