La interminable sucesión de escándalos de corrupción política y los dilatados procedimientos judiciales a que dan lugar están teniendo un efecto ambivalente. Por un lado, permiten advertir que la utilización ilícita del poder no goza de impunidad frente al Estado de derecho. Pero por el otro, tienden a instalar en la percepción ciudadana la corrupción como algo inevitable que los propios partidos e instituciones contribuyen a atenuar en su gravedad mediante muestras de una tibieza nada inocente, de indulgencia hacia el pecador, e incluso de conmiseración hacia el compañero de filas que se dejó llevar por la tentación. Todos y cada uno de los casos denunciados en los últimos años presentan esa dualidad. Hasta el punto de que la desfachatez de los corruptos llega a generar, en ocasiones, tanta indignación en la opinión pública como comprensión en la publicada.
Es cierto que los encausados pueden tener razones para sentirse indefensos desde el mismo momento en que se convierten en noticia. Pero la verdadera indefensión es la que padece la democracia cada vez que la presunción de inocencia se convierte en un cómodo recurso para eludir responsabilidades políticas.
Es lógico que el imputado recurra a todas las posibilidades que le ofrece su derecho de defensa para cuestionar la capacidad probatoria de la acusación. Pero la indefensión de la democracia aparece a partir del momento en que el acusado opta por hacerse la víctima de una conspiración urdida desde intereses contrarios a los de su partido, y los dirigentes de este acaban declarándose solidarios - aunque sea con matices o en silencio-respecto a la suerte del encausado. Los partidos e instituciones se muestran incapaces, por debilidad o envilecimiento, de compaginar la presunción de inocencia en el plano judicial con la adopción de medidas cautelares más severas respecto a los imputados y la emisión de mensajes de inequívoca repulsión hacia el comportamiento descrito en un determinado auto. Pero sobre todo se resisten a admitir que los casos de corrupción no son efecto de una falla en el sistema político, sino la consecuencia de los excesos que se producen en él.
El auto del juez Castro no sólo describe a un Jaume Matas prepotente que con un "hágase" dirigía el gobierno autonómico y gran parte de las instituciones baleares a su antojo. Revela también la ingente tarea que debió desplegar sólo en torno a la construcción del velódromo Palma Arena. Es probable que semejante ahínco indujera en él la convicción de que era acreedor a un beneficio proporcional al trabajo realizado. Beneficio que pudo llegar a concebir como legítimo, dado que otras personas relevantes de la trama institucional balear también se lucraban gracias a algo parecido a un clima de corrupción generalizada. El propio relato de la búsqueda esforzada de los tres millones que Matas deberá depositar mañana como fianza realza la épica de una conducta que podría considerarse enajenada si no estuviera basada en una extensa red de complicidades compartidas, de favores pendientes de cobro, de amistades interesadas y de conocimiento directo de las debilidades de los demás. Pero Jaume Matas presenta, aunque en grado superlativo, síntomas comunes a todos los casos que en estos momentos se encuentran en manos de la justicia.
El imputado por corrupción nunca es una persona singular, sino que su personalidad se singulariza gracias a la confianza que en él deposita el partido, aunque también aquellos sectores sociales que se saben más o menos dependientes del cargo que ocupa.
Es lo que le lleva a sentirse eterno, invulnerable, omnipotente. Sus dotes de conseguidor se apropian de la voluntad de la formación a la que pertenece. Su habilidad para socializar las ventajas del "todo vale" extiende la red de beneficiados reales e imaginarios. Él mismo llega a creerse más un benefactor que un aprovechado. La democracia debe protegerse mediante normas más estrictas, mediante mecanismos que supervisen contrataciones y licencias, mediante el control parlamentario, los tribunales de cuentas o la Fiscalía Anticorrupción. Pero la raíz del problema se encuentra en la distribución partidaria del poder político, y en la insana solidaridad que en el seno de cada formación se establece a la hora de defender o justificar la actuación de quienes forman parte de su núcleo principal al nivel que sea. Como el partido no podría funcionar sobre la sospecha permanente hacia aquellos que en su nombre ejercen el poder público, acaba siendo el ámbito que lo silencia todo.
Kepa Aulestia