Democracia ‘low cost’

¿Qué está pasando con la democracia de toda la vida, que hoy parece degenerar tras la irrupción de estos nuevos freakies populistas que están revolucionando nuestros sistemas de partidos, como Beppe Grillo, Donald Trump, Nigel Farage o Pablo Iglesias?

Todo empezó en 1952, cuando el ticket presidencial Eisenhower-Nixon inauguró las modernas técnicas de marketing electoral contratando al gurú creativo Thomas Rosser, de la agencia de publicidad Ted Bates. Así comenzó la mercantilización de la política teorizada por Anthony Downs (Teoría económica de la democracia, 1957), quien comparó la competición electoral con un mercado donde la oferta la producen los partidos como empresas de servicios políticos y la demanda la seleccionan los ciudadanos como consumidores soberanos. Es el modelo de democracia que desde Schumpeter se denomina elitismo competitivo, ya que es la cúpula de cada partido quien dirige la competición electoral.

Y durante algún tiempo este mercado de élites políticas funcionó relativamente bien. Pero a la larga la competición política se cartelizó, pues los grandes partidos fueron convergiendo en la prestación de los mismos programas. Es lo que Richard Katz y Peter Mair denominaron en 1995 el partido-cártel (o el cártel de partidos), por analogía por cómo los carteles de las grandes empresas que dominan los mercados maduros se ponen de acuerdo para fijar precios ofreciendo básicamente el mismo producto, apenas diferenciado por técnicas de marketing publicitario. Así se quiebra el vínculo de representación entre oferta y demanda, pues los partidos se desentienden de la defensa de los intereses de sus electores para concentrarse en la ocupación del poder estatal. Y esto por las mismas razones que el monetarismo neoliberal pasaba a sustituir al modelo keynesiano entendido como economía del lado de la demanda.

El resultado es una democracia que degenera (Gobernando el vacío, Alianza, 2016), título póstumo del gran Peter Mair, pues la dedicación de las élites políticas a sus responsabilidades de gobierno se ha hecho al precio de abandonar su receptividad a las demandas de sus electores, que quedan abandonados a su suerte. Ese vacío político, denunciado por Mair como efecto de la cartelización de los partidos elitistas, pronto ha sido ocupado por la irrupción de nuevos partidos emergentes, creados por emprendedores políticos recién llegados que han vuelto a ser receptivos a las demandas desatendidas de los ciudadanos. Unos emprendedores políticos que además han sabido competir con ventaja con los grandes partidos gubernamentales, ofreciendo a los ciudadanos una nueva oferta política de bajo coste (low cost), de la misma manera que las nuevas líneas aéreas de precios bajos fueron capaces de desbancar a las grandes compañías llevándolas a la ruina. El elitismo competitivo de Schumpeter que caracterizaba a los grandes partidos-cártel se ha visto sustituido por el populismo competitivo de los nuevos partidos emergentes: FN en Francia, Syriza en Grecia, M5S en Italia, Podemos en España... Pues si todos vamos a comprar a Ikea o Zara, o nos conectamos a Uber, Airbnb o Blablacar, porque nos sale más a cuenta, ¿por qué no íbamos a ir también a votar a Donald Trump o a Pablo Iglesias?

La ventaja competitiva de las empresas low cost se funda en dos factores: la reducción de costes por simplificación organizativa y recorte salarial, y la diferenciación singular del producto ofertado en razón de su estilo de diseño, innovación tecnológica, imagen de marca y marketing publicitario. Pues bien, los partidos low cost reducen sus costes al mínimo porque se basan no en la profesionalización política, como los partidos-cártel que contratan costosas asesorías demoscópicas y publicitarias, sino en el voluntariado activista y colaborativo. Y para diferenciar su producto ofertado recurren al uso masivo de las llamadas redes sociales, que hoy monopolizan el prestigio cultural, así como otras herramientas de marketing viral basadas en el gancho mediático del factor sorpresa. Pero más importante todavía es el recurso a la imagen de marca basada en la personalización del candidato, que es presentado como un outsider imprevisible y extraordinario: un cisne negro, un perro verde, un mirlo blanco. Un Trump en la Casa Blanca, vaya. O un penene con coleta y sin corbata en La Moncloa, pongamos por caso. El problema es si en esta democracia de bajo coste la calidad del producto político no se abaratará y devaluará todavía más.

Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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