Democracia mutilada

Por Alvaro Delgado Gal, escritor y periodista (ABC, 16/06/06):

SE hacen porras sobre cuál será el resultado del referéndum catalán. ¿Saldrá bien para Zapatero, o saldrá mal? La cuestión reviste una importancia política máxima, pero al tiempo no está exenta de poesía, o si se prefiere, de metafísica. ¿Por qué? Porque «bien» significa «mejor de lo que se esperaba», que no era mucho. Las expectativas pesimistas de hace unas semanas han provocado, en el campo de la opinión, una especie de inversión térmica: cifras mediocres serán celebradas como excelentes. Los partidos trabajan para que se cubra el expediente, y las gargantas se han preparado para cantar el alirón a poco que no lo impida un cataclismo improbable. De modo que será difícil que el referéndum no sea un éxito, por definición. La emoción patriótica correrá a raudales e impedirá preguntarse si no habría sido más inteligente no encerrar a Cataluña en un estatuto ilegible, inconstitucional cuando es legible, y no deseado en principio por nadie, a excepción de Maragall y el maltrecho Carod. Y seguirá corriendo la bola.

¿Hacia dónde? En dos direcciones, presumiblemente. La aprobación de un texto que blinda competencias, consagra relaciones bilaterales, fagocita a los jueces y asocia tributos a territorio, abrirá una subasta emuladora en el resto de España. Andalucía se ha puesto ya en la estela de Cataluña; Baleares está llamando a la puerta; Valencia invocará la cláusula Camps, y Galicia calienta motores. El otro horizonte es el vasco. El episodio vasco ha derivado, a velocidad de vértigo, en una negociación política entre ETA, retornada a la vida, y el Gobierno de Madrid. De ahí a que asistamos a algo que no sabemos categorizar todavía, pero que podría parecerse asaz a un proceso constituyente no declarado, o incluso declarado, media un trecho que a lo mejor no será muy largo. La apertura del melón catalán daría alas a los superadores de los equilibrios del 78. Y cada vez será más difícil adivinar en qué consiste o qué significa proteger un orden constitucional profundamente devaluado.

No estoy hablando de hechos preocupantes aunque remotos, sino de desarrollos que habrían adquirido impulso, o lo que en física se conoce como «momento», antes del 2008, fecha en que tendrán lugar las legislativas. ¿En qué situación coloca esto al PP?

El PP se halla en un trance delicado, por motivos varios. Rajoy no ha asentado su liderazgo; sus delfines se están tirando los trastos a la cabeza; no se ha verificado la renovación de rostros que habría sido deseable luego del descalabro del 14-M; y el 11-M persiste en gravitar como un íncubo sobre el partido, según se echó de ver en la manifestación del sábado pasado. Estos extremos, muy traídos y llevados por los medios de comunicación, aun siendo importantes, no son, no obstante, lo más importante. Lo más importante puede resumirse en una pregunta muy sencilla: ¿qué puede hacer una formación que representa a casi la mitad del país, pero que ha sido marginada de una operación que transforma el Estado sin pasar por el fielato de los mecanismos pertinentes de reforma constitucional?

El que crea que la respuesta es sencilla no ha comprendido bien la situación. Todas las opciones comportan riesgos enormes. En algún instante, pensé que el PP intentaría adaptarse. Es decir, que aceptaría el marco sobrevenido con el propósito de extraer de éste el máximo rendimiento posible. He cambiado de parecer. El PP actual no puede dar luz verde al estatuto andaluz luego de haberse opuesto al catalán. Ni puede apoyar un estatuto gallego equivalente a los dos anteriores si previamente se ha pronunciado en contra de éstos. Otra derecha política, surgida de las ruinas de la popular, estaría en grado de buscarse un lugar nuevo bajo el sol. Pero no ésta. ¿Qué alternativas quedan?

Una son las medias tintas. Las medias tintas entrañan difundir el mensaje de que lo mejor para España es avanzar hasta la línea señalada por el modelo valenciano -sin cláusula Camps-, y petrificarse en un perfil, lo mismo que un perro de muestra. No creo que se trate de una estrategia realista, por tres razones. La primera es que habría que torcer la muñeca a los barones y reducir a una posición territorialmente subordinada a muchos españoles que no quieren ser menos que otros españoles. Es más: la reacción probable de los españoles será indagar, dentro de un Estado cada vez más débil, la protección compensadora de sus comunidades respectivas. Asistiremos a una marea reivindicativa, tan incontenible como la crecida del mar.

La segunda razón es que el proyecto resultaría poco atractivo. El modelo autonómico está estallando. La idea de mojar la pólvora para que no estalle tan deprisa parece poco ambiciosa, amén de inútil. La tercera razón es que la derecha se desgarraría. Los desgarros son frecuentes cuando falta un plan de acción claro. Y frecuentísimos si, a la falta de un plan, se añaden esperanzas tenues de reconquistar el poder.

¿Entonces? Vidal-Quadras, y otros, han propuesto una reforma constitucional en toda regla, una reforma que rehabilitaría al Estado y reconstituiría de raíz el sistema autonómico. A favor de este proyecto cabe invocar muchos argumentos. Por ejemplo, que es coherente y mira por los intereses generales. Por ejemplo, que manumitiría al PP del seguidismo reactivo en que lo tiene atenazado el culebreo incesante de Zapatero. ¿Factores adversos? En esencia, dos. El primero es de índole sicológica. La reforma valiente de la Constitución, una reforma que habría de desembocar en la derogación el Estatuto catalán y muchas cosas más, es algo que sólo cabe proponerse, proponerse de verdad, si se renuncia a toda veleidad contable. Esto es, si no se piensa, simultáneamente, con quién sería necesario juntar fuerzas para gobernar en la hipótesis de que se ganen las elecciones por mayoría simple. Se están haciendo derivadas de segundo y tercer grado sobre un posible acuerdo con CiU o el PNV, en el supuesto de que haya suerte y sea el PP el más votado en las legislativas. Esto es estéril, esto quita seriedad al proyecto. Para ser más precisos: estos cálculos revelan una resistencia profunda a despegarse de las políticas que eran funcionales cuando todavía no se había puesto radicalmente en cuestión la estructura del Estado. Me refiero a 1996, claro es. Al revés de lo que la izquierda sostiene, el PP es un partido enormemente verecundo. Se le erizan los cabellos cuando le hablan de tirarse a la piscina. Para ponerse el mundo por montera, Zapatero.
El otro factor adverso son los intereses corporativos del PP. Como ocurre con casi todos los partidos en una democracia moderna, la máxima prioridad del PP consiste en asegurar el salario de sus empleados. El PP tenderá a colocarse, por instinto, en aquellos puntos de la topografía política adonde pueda acudir el voto si el contrario comete un error o se consuma un hecho no enteramente descartable. Por ejemplo, una aceleración de la crisis económica. Pero las apuestas son apuestas. Quiero decir, impugnaciones verticales del statu quoque pueden salir bien o pueden salir mal. Si salen mal, el apostador no se beneficiará de los rendimientos marginales que le habría deparado una inflexión económica a la baja o cualquier otro accidente. El PP, en fin, está construido para situaciones normales, no para el caos hacia el que nos dirigimos a galope tendido.

Las dificultades del PP integran una muestra palpable de que el sistema se ha atascado. Los que se alegran han perdido la sindéresis.