Democracia o búnker

Si el papel lo aguanta todo, no digamos un discurso de sobremesa en el Casino de Madrid. Pero cuando el pasado lunes escuché a Alberto Ruiz Gallardón atribuirle la paternidad del «centro político» a Fraga Iribarne «por su formidable acción fundadora en la Transición mientras dialogaba con otras opciones» comenzaron a activarse los circuitos cerebrales de mi memoria, de forma que para cuando tres días después volvió a insistir en los salones municipales -palabra arriba, palabra abajo- en el mismo concepto, algunas situaciones y escenas tenían ya una contundente nitidez. Jueves, 21 de abril de 1977. Carlos Mendo, el ya curtido periodista de cabeza ágil y bien amueblada al que Fraga había encomendado inicialmente la fundación de El País para destinarle luego al área de comunicación de ese otro producto del tardofranquismo bautizado como Alianza Popular, acababa de facilitarme la primera gran exclusiva de mi incipiente carrera como reportero de Abc: el anuncio del gran fichaje de la coalición como candidato al Senado por Madrid, con entrevista incorporada. Ante mi grabadora, Carlos Arias Navarro: «Por Fraga he sentido siempre una gran admiración. Tanto en su época de Información y Turismo como cuando le llamé para Gobernación. Es un verdadero 'huracán'. Un día almorzamos juntos. Con esa forma de hablar suya, comiéndose las palabras, que parece que habla en taquigrafía, me dijo que debía pensar en mi candidatura porque mi imagen era importante para el pueblo español. Le contesté que esa imagen no era mérito mío. Ante el toque de silencio, las palabras 'va a hablar el presidente del Gobierno' y la noticia de la muerte de Franco, ya podía hacer lo que quisiera. La gente estaba ya llorando porque se había muerto el Caudillo. Y porque sentía ese sentimiento de orfandad: ¡Que nos hemos quedado huérfanos! Y acertaban».

Jueves, 9 de junio de 1977. Ya se han cerrado las listas de AP. Cada uno de los Siete Magníficos encabeza una provincia. Detrás de Fraga, por Madrid van un franquista de la Falange -José Martínez Emperador-, un franquista del Opus -Gregorio López Bravo- y un monárquico cálido, locuaz y brillante que inexplicablemente se ha hecho franquista tras la muerte del dictador: José María Ruiz Gallardón. Fraga ya se ha quitado la chaqueta para abalanzarse contra los reventadores de su mitin en Lugo -«Recordé la frase de Franco en el paso del Estrecho: el enemigo tenía superioridad numérica, pero le faltaba voluntad de combatir»- y ahora estamos en la recta final de la campaña electoral en un almuerzo en el Tiro de Pichón de Huelva. Fraga ríe y aplaude el ingenioso arranque de uno de sus más fervientes seguidores: «A lo señore de isquierda les vo a dedica un fandanguiyo... Me cago en lo colaraooo, en la leche que han mamaoooo, en la hos y en el martiyoooo...» Ele. Don Manuel también aporta su miajita de salero: «Ya sabéis eso que dicen de que la democracia con Fraga es como hacerlo con braga». Ele, que no decaiga.

Alguna noche de febrero de 1979. Estamos en las tertulias electorales de la biblioteca del Abc de Serrano, bajo la estatua del fundador. Se acerca la segunda gran cita con las urnas de la democracia. Fraga le comenta a Blas Piñar «lo divertido» que puede resultar un Grupo Mixto en el que uno y otro tengan como compañero de escaño al filoetarra Letamendía. A ninguno de los presentes se nos escapan ni la retranca ni el trasfondo de ese sarcasmo. Uno y otro han mantenido tres rondas negociadoras, representados por José María de Areilza y Raimundo Fernández Cuesta, a fin de buscar fórmulas para que la nueva mutación de Alianza Popular, la efímera Coalición Democrática, forme listas conjuntas con las llamadas «fuerzas nacionales», es decir Fuerza Nueva, la Falange, los Excombatientes de Girón y los carlistas de don Sixto. Al final la pretensión de Blas Piñar de que el destituido teniente general Santiago y Díaz de Mendivil encabece la candidatura por Madrid - «Es un hombre de honor»- hará inviable el acuerdo. No cabe duda de que Fraga «dialogaba con otras opciones».

Jueves, 31 de marzo de 1983. Un estremecimiento recorre la espalda de los directivos del Grupo 16 cuando escuchamos a los abogados de Alianza Popular -José María y Alberto Ruiz Gallardón- arremeter contra nuestras publicaciones, acusándonos de «calumnia» y «difamación». Piden el secuestro de Cambio 16 y penas de cárcel contra los autores del reportaje que desvela la pertenencia a los escuadrones de la muerte de la Triple A del jefe de seguridad de Fraga, Rodolfo Almirón. El propio Fraga se vanagloria de haber dado esas instrucciones a su «asesoría jurídica», nos describe como «prensa amarilla» y ordena retirar toda la publicidad de la campaña de las municipales tanto de la revista como de Diario 16. Por dos semanas consecutivas Gallardón padre y Gallardón hijo lograrán que un juez ordene requisar la revista de los quioscos. Nosotros seguiremos erre que erre manteniendo la denuncia. Veinticinco años después -es decir hace unos meses- EL MUNDO localizará a Almirón en Valencia, el juez Garzón decretará su ingreso en prisión, el Consejo de Ministros concederá su extradición a Argentina por delitos de lesa humanidad y homicidio agravado y las asociaciones cívicas querellantes solicitarán que Manuel Fraga y Alberto Ruiz Gallardón sean citados a declarar como testigos en Buenos Aires.

Todo el mundo tiene derecho a evolucionar y es bueno que en el reino de los demócratas se siga celebrando más la llegada de un pecador arrepentido que la de cien justos. Lo que no podemos tolerar es la falsificación de la Historia. Tan cierto como que Fraga habló de «reformismo» e incluso de «centrismo» en los estertores del régimen de Franco es que nunca llegó a practicarlo durante la Transición. Es verdad que integró al franquismo sociológico en el régimen constitucional pero no para promover los cambios democráticos sino para tratar de retrasarlos y restringirlos al máximo. Los aperturistas -Suárez, Marcelino Oreja, Pío Cabanillas- se incorporaron a la UCD junto a la oposición moderada al franquismo, mientras los carcamales -Silva, Fernández de la Mora, Martínez Esteruelas- se atrincheraron en AP junto a Fraga.

Durante ese periodo Fraga aceptó con reservas y a regañadientes la Constitución y después hizo gestos loables como la presentación de Carrillo en el Club Siglo XXI, pero practicó una oposición de derecha pura y dura a los gobiernos centristas. Los habituales bufidos despóticos de Don Manuel sirvieron de polo de atracción y en cierto modo de refugio a buena parte de lo que hasta entonces se había denominado «el búnker» y «la caverna». Ni siquiera tras el desmoronamiento de UCD hizo Fraga una apuesta real por el centro. Fue el CDS quien siguió desempeñando esa función mientras AP, con Gallardón el joven como secretario general, continuaba enquistada en una oposición garbancera -Don Manuel siempre interpelaba por el precio de los garbanzos- que servía de comparsa al felipismo y miraba, por supuesto, para otro lado cada vez que se producía un asesinato de los GAL.

Fue solamente tras la designación de Aznar como nuevo presidente y tras el congreso de Sevilla de 1990 cuando el refundado PP comenzó su «viaje al centro». Para que ello sucediera fue imprescindible darle a Fraga la patada hacia arriba, en el doble sentido del término, nombrándole presidente fundador y enviándole a Galicia donde tan bien asimilaría los ingredientes más reaccionarios del nacionalismo. Una cosa es que su dilatada trayectoria de servicio público merezca respeto y otra muy distinta que se nos pretenda dar gato por liebre presentando como centrista su rancio conservadurismo autoritario. Sobre todo si con esa falsificación del pasado se pretende amplificar otra falsificación del presente.

En el actual PP han confluido personas procedentes de AP como Gallardón, Rajoy y el propio Fraga y personas procedentes de UCD como Zaplana, Arenas y Mayor Oreja o del Partido Liberal como Esperanza Aguirre. Siempre me ha parecido un detalle de buen gusto, sensibilidad y compañerismo que los segundos no hayan hecho en ningún momento alarde de la superioridad de su pedigrí democrático sobre los primeros. Lo inaudito es que sean los antiguos integristas de AP quienes pretendan extender ahora patentes de centrismo a quienes desde sus primeros balbuceos políticos abrazaron ya esa causa.

La verdad es que la interpretación de la actual crisis del PP como una supuesta confrontación entre «duros» y «blandos», derechistas y centristas no es sino una gigantesca impostura alentada por una izquierda política maniquea y una izquierda periodística perezosa y sectaria. Las diferencias ideológicas en un PP en el que conviven conservadores y liberales, centralistas y autonomistas son mucho menores que las existentes en un PSOE en el que los últimos mohicanos del viejo marxismo igualitario votan junto a quienes dicen que bajar los impuestos es de izquierdas y el patriotismo jacobino de algunos debe coexistir con quienes entusiastamente pactan con los separatistas más radicales. Pero en el PP hay un problema de liderazgo y en el PSOE no.

Todo se reduce a eso. De ahí que las tensiones originadas en torno a la ponencia política y las peripecias que han llevado a María San Gil a tirar la toalla hayan sido certeramente planteadas por ella como una cuestión de confianza. El dilema para el PP no es enfrentarse al nacionalismo o dialogar -e incluso pactar- con el nacionalismo. Siempre tendrá que hacer ambas cosas de forma simultánea o sucesiva: confrontación en todo lo esencial, margen para la colaboración cada vez que la coyuntura lo aconseje. Otro tanto puede decirse de la relación con el Gobierno socialista: el líder del PP no puede ser ni el tremendista enfurruñado que en el primer debate del Estado de la Nación, aun antes de que comenzara el diálogo con ETA, ya estaba acusando a Zapatero de «traicionar a los muertos» ni el pánfilo ingenuo que al año siguiente elude toda mención al asunto y se entera al terminar de que el presidente acaba de autorizar la infame reunión del PSE con Batasuna.

Lo esencial es cómo se ejecuta la compleja partitura del arte de lo posible, tanto en términos de habilidad práctica como de lealtad a los principios. Y hay una infalible regla de tres: cuanto más torpe es el conductor, mayores son los riesgos de que a base de volantazos termine por salirse de la carretera por uno u otro lado. Ese y no otro es el problema del PP: todos en la escudería saben que tienen un primer piloto falto de reflejos que, sin embargo, se aferra al volante como un poseso y empieza a constituir ya un peligro público.

¿Se imaginan que cualquiera de los cuatro líderes del Partido Conservador británico que, al no conseguir sus objetivos, fueron cediendo el paso al siguiente hubiera desafiado a la opinión pública con la pregunta de «por qué me tengo que ir»? Eso sirve para la plaza en propiedad como registrador de Santa Pola, no para un cargo transitorio de representación política. En el ejercicio del liderazgo la carga de la prueba funciona siempre en sentido inverso: es quien pretende seguir detentando esa posición de privilegio quien tiene que dar todos los días motivos excepcionales para que sus representados renueven su confianza en él. Si perpetuarse en el poder es insano, tratar de hacerlo en la oposición sólo puede resultar patético.

Pues en esas estamos. Lo que de verdad se dirime en el PP es nada más y nada menos que cómo asignar la jefatura y cómo resolver las discrepancias. Las reglas del juego. Tanto el grupo de mediocres agradecidos que se ha atrincherado con Rajoy en Génova como los barones regionales que controlan el Congreso de Valencia con el truco de los avales arrancados a los compromisarios por las buenas o las malas, pretenden que la partida se juegue a la antigua usanza. Es decir, mediante una combinación de intrigas subterráneas entorno al líder, aunque el dosel de su prestigio se siga cayendo a trozos. Ya decidirán ellos cuándo habrá llegado el momento de apuñalarle. Se trata de que después de Perbes I -dedazo de Fraga a favor de Aznar- y de Perbes II -dedazo de Aznar a favor de Rajoy- haya un Perbes III en el que Rajoy designe in articulo mortis a quien se le indique. Como el más espabilado y brillante de todos ellos es sin ninguna duda Gallardón, también es quien con más brío está organizando la defensa de la fortaleza, empleando en el empeño a su antiguo patrón, para quien comportarse como aquellos hombres con cintura y piernas de piedra que dibujaba Mingote no es sino volver a su estado natural.

Hay que reconocerle al alcalde de Madrid un fértil desparpajo al disfrazar de regreso al centro lo que no es sino empecinamiento inmovilista en el sillón. Claro que con una bailarina tan poco grácil - «En la vida hay que moverse», es lo más que se lo ocurre decir a Rajoy- no hay quien monte ballet alguno; y, por otra parte, está el lío de explicar cómo se hace para «volver al centro de Aznar», estimulando la demonización de Aznar con la señora de Aznar en el despacho de al lado, y adoptando como paladín al mismo director de orquesta que, junto a su núcleo duro de Maitines -en el que estaba Gallardón y no Aguirre-, supuestamente se habría apartado durante cuatro años de tales predios.

Todo esto es chiki-chiki. Detrito intelectual al servicio de la paranoia del síndrome del asediado. Si desde Génova se llegó a convocar una contramanifestación de apoyo a Rajoy para tratar de compensar el llamamiento a solidarizarse con San Gil y Ortega Lara, eso significa que estamos a 10 minutos de que Soraya y Lassalle empiecen a ver moverse el bosque de Birnam. A los diseñadores de la estrategia que lleva a Rajoy a alegar un día sí y otro también que no va a consentir que «algunos desde fuera» decidan el rumbo del PP yo les contestaría -¿cómo no darme por aludido?- con la famosa respuesta de Winston Churchill a una dama poco agraciada que le reprochaba que estaba borracho: «Sí, pero mañana a mí se me habrá pasado y usted seguirá teniendo la misma cara». Es obvio que el Congreso aclamatorio de Valencia hará lo contrario de lo que yo desearía que hiciera, pero al día siguiente el Rajoy tan certeramente retratado por Cascos seguirá presentando «las restas como sumas».

Dejémonos de pamplinas. Aquí lo único que hay que preguntarse es por qué el partido que tiene más afiliados de la Europa democrática es el que menos derechos les otorga; por qué menos de un 4% de esos 748.000 militantes ha participado en el proceso de selección de compromisarios para el Congreso de Valencia; por qué ha habido 11 provincias en las que no ha llegado a votar ni un solo afiliado; por qué la dirección nacional prohíbe facilitar tales datos a la prensa; por qué los compromisarios están sometidos en la práctica al mandato imperativo de sus señores feudales que desfilan en el gran Durbar de Génova, rindiendo pleitesía con sus avales como hacían los maharajás en los tiempos del Raj; por qué la dirección de los grupos del Congreso, el Senado y los parlamentos autonómicos no es elegida por sus miembros sino por la cúpula del partido; por qué el próximo candidato a La Moncloa no puede ser fruto de una votación con cientos de miles de participantes como la que ha catapultado a David Cameron hasta las puertas de Downing Street; por qué hay que seguir aguantando al pesado de Rajoy, cuando se podría apostar por el carisma de Aguirre, el tirón electoral de Gallardón, el atractivo neokennediano de Juan Costa o -tal vez, tal vez- la baza segura de Rodrigo Rato.

Oye, y si al final es el pesado de Rajoy el que les gana a todos en unas primarias o en un Congreso abierto organizado neutralmente por una gestora, pues ajo y agua. O, mejor aún, chapeau. Retiraré gran parte de lo dicho. Incluso lo de pesado. Pero, entre tanto, la encrucijada del PP no es otra que seguir en el búnker o practicar la democracia.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.