Democracia post-Trump: ¿El principio del fin?

Trump sigue insistiendo en que solo unas elecciones amañadas podrían explicar su derrota, algo que ya tenía claro incluso antes de que se celebrasen los comicios. Para él, la única explicación verosímil de por qué ha perdido la Casa Blanca es que se la han robado. Si el «pueblo» hubiese tenido la oportunidad de reelegirlo limpiamente, lo habría hecho. Da igual que su propio fiscal general haya declarado que no hubo fraude electoral generalizado, que el Tribunal Supremo de Estados Unidos no haya fallado a su favor para anular los votos electorales o que, afortunadamente, hasta las Cámaras republicanas de los estados, cuando se las presionó para que secundasen las denuncias de fraude, se negaran a hacerlo.

Más de un observador debe preguntarse cómo la democracia más antigua y supuestamente más consolidada del mundo ha podido llegar a esto.

Que esta clase de dudas se arrojen sobre una de las instituciones democráticas más básicas, como es el sistema electoral, resulta preocupante, no solo en Estados Unidos, sino también en el resto del mundo. La percepción es clave para el funcionamiento sin contratiempos y como es debido de la democracia liberal, por no hablar de cómo se percibe la viabilidad de ésta en todo el mundo. Si los participantes pierden de vista el ideal democrático por creer que es inalcanzable, la reciprocidad equilibradora del sistema democrático se pierde temporalmente y la puerta a un deterioro institucional aún mayor se abre de par en par.

Algunos sondeos muestran que hasta el 80 por ciento de los republicanos dudan del resultado de las elecciones. Es verdad que las encuestas pueden ser engañosas, pero lo que está claro es que muchos partidarios de Trump piensan que hubo fraude. En cualquier caso, el hecho es que casi la mitad de los electores lo votaron.

Trump es un populista que recurre a la retórica antisistema donde y cuando le conviene. Al desvincular a la nación estadounidense del resto del mundo y declarar que «Estados Unidos primero», ha demostrado sistemáticamente que su base electoral constituye la voluntad del «pueblo», justificando así su permanencia en el poder.

Según Jan-Werner Müller, el populismo, la «sombra» de la democracia representativa, es perjudicial para la función misma del orden democrático. Daña las instituciones democráticas porque los populistas, como únicos representantes del «pueblo», se consideran a sí mismos los ocupantes legítimos del poder. En consecuencia, no contemplan la naturaleza cíclica de la ley de la mayoría-minoría. Giovanni Sartori ha resumido persistentemente este proceso cíclico insistiendo en que «el futuro democrático de una democracia depende de la convertibilidad de las mayorías en minorías».

Trump llegó al poder gracias al mismo sistema democrático que ahora declara inviable y fraudulento. Lo que para muchos es su incapacidad de aceptar la derrota, para otros es todo lo contrario: él ganó, pero los poderes establecidos se niegan a permitirlo (es decir, «tiene que haber habido fraude, porque nosotros le votamos a él»). Que Trump siga realmente o no esta lógica circular, o que simplemente esté intentado conservar el control de la Casa Blanca o al menos del Partido Republicano, es otra cuestión totalmente distinta. En todo caso, el trumpismo no se «adentrará dócilmente en la noche». Que Estados Unidos y, de hecho, el resto del mundo tengan que lidiar o no con el hombre en cuestión dentro de cuatro años es irrelevante, porque la suerte ya está echada.

El populismo se alimenta de un círculo vicioso polarizador en el que los individuos, y los políticos también, se enfrentan unos a otros empujados a elegir un bando o el otro. La polarización no es ninguna novedad en el panorama democrático estadounidense. La situación actual de ninguna manera se originó solo con Trump, aunque este haya sido muy ágil a la hora de sacar continuamente partido de ella. En una era digital que ha coincidido con los cuatro años de su gobierno, las cosas se han llevado a un nuevo nivel. Así pues, ¿cómo tratar (y hay que hacerlo, ya que la propia naturaleza inclusiva del sistema de democracia representativa es lo que permite que exista la «sombra» del populismo) a un líder, o un movimiento, que a cada paso insiste en exacerbar el discurso polarizado en su propio beneficio electoral, y a la vez se niega a respetar el mismo conjunto de reglas?

La respuesta es relativamente sencilla, pero muy difícil de poner en práctica. Biden, junto con el Partido Demócrata, no solo tiene que abordar las preocupaciones de sus propios votantes, sino también tomarse en serio las quejas de casi la mitad de los electores que estuvieron a punto de llevar a Trump a la presidencia por segunda vez. Todos los votantes tienen que ser reconocidos más de lo que lo han sido nunca para que tanto los líderes de la mayoría como los de la minoría puedan representar a la sociedad en su totalidad. Biden está dispuesto a ello, pero la naturaleza polarizada de la sociedad estadounidense será la prueba más difícil de superar, sobre todo porque mucha gente no considera legítimo su mandato. Mostrar reconocimiento y tolerancia hacia ambos lados de la mesa, tanto a la izquierda como a la derecha, es más fácil de decir que de hacer. No obstante, a lo mejor, poco a poco se generará verdadera política, no solo retórica populista. Al fin y al cabo, uno de los muchos propósitos de la democracia liberal es mitigar el conflicto en una sociedad diversa.

El deterioro institucional es real y nocivo para la continuidad de los sistemas democráticos, pero ¿es verdad que «la democracia muere en la oscuridad», como podría hacernos creer el encabezamiento diario del «Washington Post»? En este caso, no exactamente, si se tiene en cuenta que la naturaleza populista del Gobierno de Trump permite continuos ataques a las instituciones democráticas a plena luz del día. Con todo, las instituciones estadounidenses se han mantenido firmes. Así que esperemos que esta experiencia pueda aprovecharse como una oportunidad para la introspección pragmática. La democracia estadounidense todavía tiene la posibilidad de remediar las grietas y las debilidades congénitas de sus instituciones, particularmente en lo que al sistema electoral se refiere. Por ahora, su democracia está enferma, pero aún responde al tratamiento.

Otros cuatro años de deterioro populista de las instituciones democráticas bajo el Gobierno de Trump la habrían debilitado todavía más.

Al final, es importante reconocer que la fuerza de una democracia reside dentro de una fragilidad inherente, pero también el hecho de que requiere una mayor vigilancia y una intervención activa.

Beth Erin Jones es doctora en Ciencias Políticas por la Universidad Autónoma de Madrid.

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