¿Democracia sin valores?

En no pocas ocasiones, en algunas de mis aportaciones aparecidas en publicaciones de mayor incidencia científica, he solido repetir, como una de las constantes de nuestro devenir sociopolítico la tendencia a partir de cero tras cada cambio político, condenando en su totalidad el contenido del inmediato pasado y, sobre todo, cayendo en la tentación de partear supuestos «nuevos mundos» que se anuncian como soluciones para siempre. A esto se ha unido muchas veces el defecto de que lo que se engendraba estaba estrechamente unido a las circunstancias históricas y sociales de un momento dado. Con escasa o casi nula prevención de lo que habría de venir. Lo inmediato ha solido oscurecer la reflexión y cautela de lo posterior. Los españolitos que vivimos con lucidez el fenómeno de nuestra última transición, hasta ahora alabada como casi proeza sin mezcla del mal alguno, podemos recordar los ecos de lo que con frenesí se demandaba por doquier: Constitución, amnistía y, sobre todo, «estatutos de autonomía». Únicamente en lo primero había parcelas valorativas. Pero, desde la actualidad, es posible comprobar que incluso el texto de 1978 miraba mucho más a lo cercano que a lo futuro. La hegemónica concesión a los partidos políticos y las excesivas complacencias en la regulación de las autonomías son pruebas de lo primero. La ausencia de alusión al transfuguismo y hasta la más importante ausencia de algún que otro artículo sobre la figura del Heredero de la Corona (¡acaso se pensaba que nunca iba a crecer!) lo son de lo segundo.

Allá en 1980 lancé un aviso (por supuesto, ignorado por el poder y poder es tanto gobierno como oposición) titulando como asignatura pendiente la fijación y divulgación de valores acordes con la democracia. Estimaba que se trataba de un menester urgente por no pocas razones. Había una coyuntural. A mi entender, el régimen autoritario recién desaparecido no había tenido una ideología fuerte y unitaria (¡por eso, entre otras razones, no cabía entenderlo como fascismo!), sino un conjunto de aportaciones venidas de diversas fuentes y necesarias para tanto durar. Pero, en su larga duración sí que originó una mentalidad con valores y símbolos que perduraron tras desaparecer el franquismo. Mucho de esto se quiso borrar de un plumazo no exento de ira mucho después, precisamente cuando dicha ira ya no tenía ningún sentido tras el espíritu que cobijó y predicó el Tránsito. Y lo más grave, en concordancia con la constante antes descrita, sin el esfuerzo por un nuevo elenco valorativo. Es decir, se creó un sistema de instituciones que ahí están, funcionando mejor o peor, pero con casi ausencia de valores. Hasta el punto de que, a estas alturas, pueden algunos hablar de democracia sin ciudadanos auténticamente demócratas.

Por lo demás, cuanto acabo de afirmar viene muy de lejos. Ya Aristóteles, cuando se preguntaba por lo mejor para conseguir la estabilidad de un régimen político y afianzar su permanencia, concluía con la afirmación de que «de nada sirven las leyes más útiles, incluso ratificadas unánimemente por todo el cuerpo civil, si los ciudadanos no son entrenados y educados en el régimen». Y ello era necesario para cualquier clase de régimen. «Lo que se quiera para la ciudad, póngase en la escuela», sentenciaba Platón. Y la cadena de afirmaciones en este sentido se sucede hasta nuestros días: Bodino, Montesquieu, el marxismo con su idea de también crear al «hombre nuevo», la sociología política anglosajona al predicar la cultura cívica integrada por el modelo del «hombre democrático» frente a la mentalidad autoritaria y, entre nosotros y dando un importante salto en la consideración de la democracia, la conclusión del maestro Aranguren: «La democracia antes y más profundamente que un sistema de gobierno, es un sistema de valores, que demanda una reeducación político-moral». Pienso en la situación de desencanto que sufriría este buen hombre si viera la realidad de nuestros días.

Y si no es así, si no hay aprendizaje y socialización en valores, el régimen no queda consolidado, se confiese o no. Por mucho optimismo que queramos echar al asunto. El ejemplo más cercano, la Segunda República. Y el testimonio más directo, Manuel Azaña. Cuando se lamentaba de que, a pesar del tiempo transcurrido, la República no había llegado a los pueblos. O cuando, más tarde, afirmaba que sin esa educación, «imbuida desde la juventud», habría un régimen u otro, «pero sería un fenómeno semejante al de un arrecife que surge sobre las olas y millones de seres lo sostienen sin saber cuál es su función». Pues bien, recientemente ha surgido «la circunstancia»: los incidentes de Pozuelo de Alarcón. Y lo que ha venido después. ¡Ahora toca llorar y, sobre todo, buscar culpables! Pero a mi entender, con un error de partida. Hace tiempo que compruebo, por mi condición de docente, que nuestra juventud puede que no tenga nada más que tres «valores-disvalores»: el hedonismo, el consumismo (compre-consuma-vuelva a comprar) y el afán por el éxito sin esfuerzo. ¿Pero es sólo culpable la misma juventud? De ninguna manera. Los valores se definen, se defienden cuando haga falta y, sobre todo, se transmiten.

Confieso que resumir aquí cuáles serían estos valores constituye tarea casi imposible. Entre otras razones por las posibles matizaciones que cada uno de ellos requiere. Tenemos que sintetizar. Y sin entrar en cuanto pueda deducirse de los «valores superiores» del ordenamiento jurídico citados expresamente en el primer artículo de la Constitución, quizá una personalidad democrática debería asumir cuanto sigue: el diálogo como instrumento de relación social y político, el anti-dogmatismo político, la aceptación de la relatividad de la verdad política (es decir, justamente lo contrario de lo que el totalitarismo requiere), el reconocimiento de la autoridad en todos sus aspectos y de forma muy singular en el terreno educativo, la comprensión de la actividad política como servicio a la comunidad, la aceptación de la sociedad pluralista, la valoración del ejercicio de la participación (algo con lo que más se asienta cualquier clase de régimen), el respeto a la opinión de los mayores, la formación de un espíritu crítico ante su entorno, la valoración del pudor en la vida social y, en fin, siguiendo al maestro Dahrendorf, todo cuanto significa la prevalencia de las virtudes públicas en cuanto lo requiera la misma consideración de ciudadano (patria, tradición, símbolos, etcétera).
Y viene la gran pregunta. ¿Todo esto y mucho más a través de qué agencias o instancias se transmite? Tampoco aquí cabe rechazar un punto de precisión. Sobre todo porque el proceso de asimilación valorativo suele afirmarse que es largo: «Que va de la cuna a la tumba». Y así es. Precisamente por las muchas agencias por las que la persona pasa a lo extenso de su vida. Entiendo que, ante todo, procede la cita de la familia. Sobre todo en la infancia. Pero no es posible negar una evidencia muy de nuestros días: la influencia del grupo de juego, pandilla, amigos (eso que espantosamente se da en llamar «cuadrilla»). La tendencia a pensar y ser como los demás similares en edad. Sin duda, igualmente, la escuela, el proceso educativo, algo realmente destrozado en la actualidad y muy unido a la autoridad y respeto y no siempre por exclusiva culpa del alumno (también aquí la hegemonía de la «democratización» tiene su parte de culpa), durante bastante tiempo la prédica religiosa como transmisora de valores (hoy uno de los puntos más sometidos a discusión), el centro de recreo al que se pertenezca, la prensa que se lea. Y, sin lugar a duda, cuanto se esparce a través de la televisión: anuncios claramente sesgados, violencia a raudales, programas «de corazón», ocultación o distorsión de noticias, etcétera.

Amplio, muy amplio campo el campo que la democracia establecida en nuestro país tiene que labrar. Y mientras sea empresa nacional no asumida y asignatura estatal despreciada (¿acaso no interesa?) creo que no se puede presumir de democracia sólida y consolidada. Guste o no reconocerlo.

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político.