Democracia y tiranía de las minorías

«Democrático» es el segundo adjetivo de la Constitución. España, conforme al artículo 1.1 de nuestra Carta, «se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político». Este principio general, aplicable a todo el ordenamiento y del que se desprenden diversas ideas, se asienta sobre dos singulares elementos en los que pretendo detenerme aquí: el respeto a la mayoría y a las minorías.

La mayoría, como es obvio, es la que obtiene el respaldo superior de una colectividad. Y por esa misma razón es la llamada a gobernar, porque ello configura la base del sistema democrático, tanto desde la vertiente jurídica como de pensamiento. Quienes apoyan a las diversas modalidades de la «democracia directa» nunca dudan de que los resultados de las consultas o referendos hayan de ser rigurosamente acatados. Es más: son continuas sus apelaciones a los sufragios populares como cimientos del nuevo régimen. Si ello es así, parece evidente que la esencia del principio constitucional democrático parta de que quienes han ganado unos comicios sean los únicos con capacidad y legitimidad para liderar un gobierno, como incluso prevé la legislación electoral en lo referido a la elección de alcaldes, caso de no obtenerse mayoría de concejales.

Para evitar la tiranía de la mayoría de la que advirtieran en hora temprana Tocqueville o Burke –y que tantas tragedias ha generado en Europa en el pasado siglo– el derecho ha venido concibiendo diversos instrumentos precisamente orientados a la consideración de las minorías y el pluralismo político como eje capital de los estados democráticos. La adopción de medidas que afecten a los derechos humanos, por ejemplo, acostumbra a someterse a umbrales rayanos en la unanimidad o consenso general. La existencia de alternancia y del juego de pesos y contrapesos inseparable de toda democracia así lo demanda.

El principio constitucional de la mayoría democrática con escrupuloso respeto a las minorías, no obstante, se compadece mal con la hegemonía de estas últimas aprovechando la configuración de los parlamentos. No cabe oponer al principio de mayoría otro de mayoría minoritaria, que es todo un oxímoron jurídico, por cuanto quien gana unas elecciones solamente puede ser uno y debe gobernar a partir de la coyuntura dada de una asamblea representativa, en la que necesariamente habrá de negociar y pactar para llevar adelante sus iniciativas legislativas. El supuesto previsto para las elecciones municipales y los alcaldes, antes citado, podría suponer en el caso del Estado la no necesidad de volver a convocar elecciones, al permitir que quien ha obtenido más número de votos pueda ser nombrado presidente del Gobierno y someterse, claro es, al examen parlamentario, necesitando concertar aquellos acuerdos que logren el mayor número de apoyos.

Lo contrario, esto es, el bloqueo institucional que impide que la mayoría alcance el triunfo que le han dado las urnas, simboliza como pocos la tiranía de la minoría acuñada con éxito por el pensador británico John Kay, además de suponer una nueva incoherencia de las corrientes new age de la política, que insisten ad nauseam en la trascendencia del voto popular para unas cosas, pero no para las principales.

Sin duda, la reforma de la ley electoral, a la luz de la experiencia de este último año, no ha de ir encaminada hacia un sistema de doble vuelta o balotaje –costoso y ajeno a nuestra tradición–, sino ante la extensión de la fórmula de la elección de alcaldes que figura desde hace años en la propia normativa interna y que ha dado satisfactorios resultados, además de no afectar a precepto constitucional alguno.

Con todo, una modificación más audaz debería blindar al principio de la mayoría democrática y resguardarlo de las amenazas de las minorías, salvo que deseemos la ingobernabilidad o el gobierno de espaldas al mayor porcentaje de votantes.

Javier Junceda, jurista.

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