Democracia=Responsabilidad²

¿Qué falló en la Transición para que, de un ansia transversal de poner España al nivel de las principales democracias se haya convertido en un juguete roto, en una vieja cortesana que se acuesta con el primero que se le acerque? Más qué «falló», diría «faltó». Faltó, ha dicho Juan Pablo Fusi, «un gran proyecto nacional». Montamos una democracia como se monta un mecano: partidos políticos, cámaras, elecciones, Constitución, y a vivir que son dos días. La democracia iba a hacernos a todos más libres, más ricos, más modernos, hasta más guapos. Pero ha resultado que no somos ricos ni modernos ni libres, pues el Estado, las hipotecas, la corrupción nos tienen atrapados. ¡Menudo chasco! Nada de extraño que muchos se sientan desencantados, estafados incluso. Pero la culpa no es de la democracia. Es de la falsa idea que teníamos de ella: la de un sistema de derechos no de deberes. Así que, antes de caer en otra gran depresión y cuestionar nuestra realidad nacional, conviene preguntarnos: ¿Qué es realmente la democracia?

Democracia=Responsabilidad²Aunque resulta difícil superar la definición clásica, «el menos malo de los sistemas políticos», personalmente me atrae otra bastante más estricta. Se la oí a un catedrático alemán de Derecho Constitucional hace más de medio siglo, pero desde entonces no he hecho otra cosa que rumiar sobre ella y dar la razón a Herr Professor. He contado el episodio en mi último libro, pero voy a repetirlo en esta Tercera de ABC para difundirla, al valer la pena. Corría 1963 y acompañaba a una personalidad española invitada por el Gobierno alemán. En Hamburgo, nuestro anfitrión era el citado profesor, uno de los 75 encargados de haber redactado la Grundgesetz –los alemanes no tienen constitución sino ley fundamental–, que nos explicaba detalladamente la búsqueda de la más apropiada para su país recién salido del desastre del nazismo y de la derrota bélica. Llegaron a remontarse a las leyes de Solón en la antigua Grecia. Como la cosa se alargaba, la personalidad española me pidió que le preguntase qué entendía por democracia. Su respuesta fue:

Demokratie? Responsabilitet, natürlich!
Seguro que Herr Professor, usó la palabra latina en nuestro honor, pues en alemán «responsabilidad» es verantwortung.

Ahora, el sorprendido era el visitante español, que posiblemente esperaba oír elecciones, cámaras, partidos, división de poderes, libertad de prensa y otros elementos que solemos identificar con democracia. Pero, como les decía, tras haber observado de cerca y de lejos muy distintas formas de democracia, me inclino cada vez más a considerar la del profesor alemán como la más apropiada. Incluso la reforzaría, de ahí que la haya elevado al cuadrado: democracia es responsabilidad por partida doble, al tener que ser individual y colectiva, de cada ciudadano y de las instituciones que esos ciudadanos se hayan dado para ordenar su convivencia. Pudiendo decirse que sin esas dos responsabilidades no hay democracia. Aparte de ser su principal diferencia con la dictadura. En la dictadura, todas las responsabilidades, como todos los poderes y prebendas, residen en el dictador y su camarilla. En la democracia, los responsables son los ciudadanos, únicos detentores de la soberanía, que delegan temporalmente en aquéllos que se prestan a llevar la administración del Estado: los políticos. Pero los políticos, aunque deben responder de su gestión, no son los últimos responsables de la marcha del país. Son quienes los han elegido. O reelegido. O rechazado. Donde empiezan los problemas de la democracia. Porque al admitir la pluralidad de opiniones, organizadas en partidos políticos, como ocurre en las democracias parlamentarias, (las únicas que pueden considerarse auténticas democracias), los partidos caminan por la doble vía de sus intereses partidistas y los intereses de la nación-Estado. ¿A cuál de ellos deben dar prioridad? es el gran dilema de sus líderes, obligados a sopesar cuidadosamente la responsabilidad con sus votantes y la responsabilidad con la nación en su conjunto, no acertando en bastantes ocasiones, sobre todo en democracias inmaduras como la nuestra, donde tenemos una partitocracia (gobierno de partidos) más que una democracia.

Está, por otra parte, el viejo dilema de las minorías. Democracia es el gobierno de la mayoría. Pero con respeto a las minorías. Aunque se llega también al caso de que una minoría se convierta en el verdadero gobernante al depender de ella quién gobierna, como ocurrió en España con la CiU entre el PP y el PSOE. Lo que produce una partitocracia de aún menos calidad.

La única salida de esta encrucijada es la que ofrecía Sebastián Haffner, supongo a partir de su caso personal. Se la resumo: en las democracias consolidadas, fundadas en el bipartidismo, el papel de árbitro no hay que dárselo a un tercer partido, que siempre tendrá sus intereses particulares, con lo que habríamos hecho un pan como unas tortas. Hay que dárselo a lo que Haffner llama Wählerwechsel, el elector mutante, que, a diferencia del elector militante que vota siempre al mismo partido –por lo general, uno de los dos grandes–, se inclina por uno u otro según las circunstancias que reinan en el país en el momento de cada elección. Se trata de un voto racional, calculado, con la cabeza antes que con el corazón, que, por favorecer el país en su conjunto, favorece también al individuo que lo emite. Podría también decirse que cuanto más abunda el voto de este partido invisible y fluctuante, más desarrollada está la democracia.

¿Qué porcentaje de votos mutantes hay en España? No he visto estudios al respecto, al centrarse casi todos ellos en la dualidad izquierdaderecha. A la que se añade el voto nacionalista, que transforma los resultados, hasta el punto de darles la vuelta en algunas comunidades y traer lo que suele llamarse «extraños compañeros de cama».

Pero, a ojo de buen cubero, podríamos decir que cuatro quintos de los electores españoles votan por sus convicciones –que son muchas veces sus emociones, filias, fobias e incluso herencia familiar más que razones–, lo que deja en un quinto los que votan por los intereses generales, dejando estos desguarnecidos y trae los bandazos de todo tipo que padecemos. Sin contar el «voto negativo», de protesta o rabia, muy lejos de la reflexión. Un voto que puede superar al voto mutante y encaminar al país a soluciones poco sensatas, al no ser la rabia la mejor consejera.

De lo que no hay duda es de que nos queda un largo camino hasta que la responsabilidad presida nuestra democracia. Su falta ha llevado a los políticos a la corrupción, a las instituciones al desprestigio, a la ciudadanía a la indignación, y al país a la falta del «proyecto nacional» del que hablaba Fusi. Sin que nadie diga en voz alta que democracia es responsabilidad. No una buena perspectiva, aunque España haya salido de otras peores.

Flaco consuelo.

José María Carrascal, periodista.

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