Demócratas, mediócratas, miedócratas...

A estas alturas del partido parece casi obvio que el próximo 9 de marzo los socialistas ganarán las elecciones. Se pueden tomar apuestas por este resultado sin incurrir en muchos riesgos, habida cuenta de lo que señalan los sondeos y de los propios merecimientos de los candidatos. Por más que se esfuerce la oposición en demostrar lo contrario, el ejercicio económico de la pasada legislatura ha sido brillante y las medidas sociales impulsadas por el Gobierno han contribuido a transformar, para mejor, las condiciones de vida de millones de ciudadanos. Claro que se han cometido errores de bulto en la gestión de las instituciones y que el clientelismo y los amiguetes han ensombrecido la vecindad de La Moncloa, pero el Rodríguez Zapatero que concurre a las urnas está más preparado, es más sólido e inteligible, que el que salió de ellas hace cuatro años. Hay quien dice que ha aprendido la lección y, aunque eso ya lo veremos, en circunstancias semejantes los ciudadanos suelen dar una segunda oportunidad a quien se la ha ganado y ningún premio de consolación a los profesionales del pataleo. De modo que no creo que la mayoría de los líderes nacionales del PP alberguen mayores esperanzas que las de una derrota digna, cosa que, desde luego, tienen al alcance de la mano.

Dicho esto, para nada pienso que nos hallemos ante el mejor de los mundos, sino simplemente ante el que ofrece más posibilidades. En ocasiones he escuchado a Felipe González comentar que la democracia actual se trata más bien de una mediocracia, habida cuenta del protagonismo social de los medios de comunicación y... de la mediocridad rampante de la clase política. Ésta es con frecuencia fruto de una selección natural a la inversa: el hijo listo se dedica a los negocios y el menos dotado aspira a la gobernación. Hay numerosas evidencias de que esto sucede en muchos y muy diferentes países, pues de otra forma no se explicaría que líderes tan demediados como Bush o Aznar hayan ejercido el poder durante ocho largos años cada uno. Pero junto a la dominación de los mediócratas, y como consecuencia de su actividad, ha surgido también lo que podríamos llamar la miedocracia: un sistema de gobierno basado en los temores que aquejan a las sociedades abiertas (Popper dixit) y que en el pasado reciente tienden, cada vez más, a encerrarse sobre sí mismas.

El miedo ha sido una poderosa fuerza presente, y no siempre de manera negativa, en el origen de las transformaciones sociales. En ocasiones, por ejemplo, he tenido oportunidad de ponderar la contribución del miedo al consenso de la Transición (miedo a una nueva confrontación civil entre españoles, a una intervención armada, a un periodo de continuados desórdenes...), por lo que no se puede decir que sus efectos sean siem-pre perniciosos, al menos desde el punto de vista de la cohesión social. La democracia ha de saber, por eso, administrar el equilibrio entre las demandas muchas veces contradictorias que los electores enarbolan, ya que seguridad y libertad no van necesariamente de la mano. Pero la utilización persistente del miedo por parte de los políticos, como sistema de movilizar simpatías y reclamar adhesiones, parece indicar que nuestros líderes contemplan un país constituido por un inmenso gentío de ciudadanos asustados, sólo dispuestos a prestarles su apoyo para defenderse del mal que les acecha. Ésa es al menos la impresión que los dos grandes partidos transmiten y el talante que se puso de relieve durante el primer debate de sus cabezas de lista por Madrid. El señor don Mariano Rajoy, y su elenco, no han dejado de anunciar toda clase de apocalipsis patrios durante los últimos cuatro años, y aunque luego se pusiera cursi con el cuentecito de la niña, sus alegaciones en demanda del voto han sido bastante espesas: podríamos resumirlas en el temor a que una nueva victoria socialista acabe con la unidad de España, el uso del castellano, y la existencia de Dios. Por su parte, el señor don José Luis Rodríguez Zapatero, y sus colegas, se han dedicado a asustar a las masas con el cuento de que viene el Coco, o sea, que vuelve Aznar, lo cual no sería pequeño sobresalto, por lo que es preciso acudir en masa a las urnas para evitarlo.

Desde los intereses particulares de los candidatos, no es discutible la oportunidad de tales alegaciones. Pero como ciudadano convocado a las urnas hubiera preferido que alguien tratara de ilusionarme antes que de amedrentarme. Viendo en televisión los mítines de la precampaña electoral americana, es fácil deducir que el tsunami Obama no ha sido sólo producto de la habilidad del senador, sino que responde a unas demandas de la sociedad que él parece comprender y expresar. Me pregunto si nuestros líderes políticos serán capaces, durante el debate de esta noche, de ofrecernos programas e ideas que motiven a sus seguidores o si continuarán con la particular bronca a la que nos tienen acostumbrados. La responsabilidad de ésta es mayormente atribuible a Rajoy, del que a veces me pregunto si la cara de asustado que pone no es a causa de que él mismo se espanta por la procacidad de su discurso. Pero Zapatero podría ahorrarse en lo sucesivo explicarnos lo mal que lo hizo el otro y lo bien que lo ha hecho él. La mejor manera de movilizar a sus votantes potenciales no es meterles en el cuerpo el miedo al regreso a de la derecha, sino ofrecer un proyecto viable y concreto, capaz de motivar el entusiasmo y reunir los sufragios necesarios.

La miedocracia puede constituir un buen sistema para llegar al poder pero sus consecuencias son destructivas para el ejercicio del mismo. Sería mejor que la izquierda gobernante se decidiera a reclamar el voto convocando a los ciudadanos a una tarea común de progreso y solidaridad y que la derecha en la oposición optara por demostrar que la modernización social puede formar, también, parte de su programa. Pero eso ya no lo vamos a ver durante esta campaña en la que el miedo al otro y el miedo a todo (al terrorismo, al paro, a la inmigración, a los accidentes de tráfico, a la globalización...) ha sido el argumento preponderante.

Juan Luis Cebrián