Democratizar la inteligencia artificial

La inteligencia artificial es la próxima frontera tecnológica, con potencial de cambiar el orden mundial para bien o para mal. La revolución de la IA puede ayudarnos a terminar con la pobreza y transformar instituciones disfuncionales; pero también puede consolidar la injusticia y aumentar la desigualdad. El resultado dependerá de cómo manejemos los cambios que se avecinan.

Por desgracia, el historial de la humanidad ante las revoluciones tecnológicas es más bien pobre. Piénsese en Internet, que tuvo un impacto enorme en las sociedades de todo el mundo: cambió la forma de comunicarnos, trabajar y entretenernos; transformó radicalmente ciertos sectores económicos; obligó a cambiar modelos de negocios tradicionales; y creó algunas industrias totalmente nuevas.

Pero Internet no trajo consigo el tipo de transformación integral que muchos anticiparon. Es evidente que no resolvió los grandes problemas, como erradicar la pobreza o llevarnos a Marte. Como dice Peter Thiel, cofundador de PayPal: “En vez de autos voladores, tenemos 140 caracteres”.

De hecho, en cierto modo, Internet agravó nuestros problemas. Aunque creó oportunidades para la gente común y corriente, creó muchas más para los más ricos y poderosos. Un estudio reciente realizado por investigadores de la London School of Economics revela que Internet aumentó la desigualdad: beneficia más a las personas educadas de altos ingresos, y a las corporaciones multinacionales, a las que ayuda a crecer a gran escala y eludir sus responsabilidades.

Pero tal vez la revolución de la IA pueda traer los cambios que necesitamos. Esta tecnología (que busca mejorar las funciones cognitivas de las máquinas para que puedan “aprender” por sí mismas) ya está transformando nuestras vidas. Creó autos sin conductor (voladores, todavía no), asistentes personales virtuales e incluso armas autónomas.

Pero esto es apenas una ínfima parte del potencial de la IA, que promete producir transformaciones sociales, económicas y políticas que todavía no llegamos a entender. La IA no será una industria nueva, sino que penetrará y alterará para siempre cada industria que ya existe. No cambiará nuestras vidas, sino los límites y el significado mismo de ser humanos.

Cómo y cuándo se producirá esta transformación (y cómo manejar sus amplios efectos) son cuestiones que quitan el sueño a académicos y a políticos. La era de la IA genera desde visiones paradisíacas en las que todos los problemas de la humanidad están resueltos hasta temores de una distopía en la que nuestra creación se torna una amenaza existencial.

Hacer predicciones acerca de grandes avances tecnológicos es notoriamente difícil. El 11 de septiembre de 1933, el famoso físico nuclear Ernest Rutherford declaró, ante una nutrida concurrencia: “Pretender extraer energía de la transformación de los átomos es una insensatez”. A la mañana siguiente, Leo Szilard formuló la hipótesis de la reacción nuclear en cadena inducida por neutrones, y poco después patentaba el reactor nuclear.

El problema, para algunos, es suponer que los nuevos avances tecnológicos son incomparables con los del pasado. Muchos académicos, expertos y profesionales suscribirían la opinión del presidente ejecutivo de Alphabet, Eric Schmidt, que dice que los fenómenos tecnológicos tienen propiedades intrínsecas exclusivas que los seres humanos no comprendemos y que es mejor no interferir.

Otros tal vez cometen el error opuesto, de confiar demasiado en analogías históricas. El escritor e investigador de la tecnología Evgeny Morozov, entre otros, prevé cierto grado de dependencia respecto de la trayectoria histórica, por la que los discursos actuales definirán nuestras ideas sobre el futuro de la tecnología y así influirán en su desarrollo; luego, las tecnologías futuras incidirán a su vez en el discurso y se creará una especie de ciclo de retroalimentación positiva.

Para analizar una revolución tecnológica como la de la IA, debemos hallar un equilibrio entre ambos modos de pensar. Necesitamos una perspectiva interdisciplinaria basada en un vocabulario compartido y en un marco conceptual común. También necesitamos políticas que se ocupen de las interconexiones entre la tecnología, la gobernanza y la ética. Iniciativas recientes como la Alianza sobre la IA o el Fondo para la Ética y la Gobernanza de la IA son un paso en la dirección correcta, pero les falta la necesaria participación de los gobiernos.

Son pasos necesarios para responder algunas preguntas fundamentales: ¿Qué nos hace humanos? ¿Es la búsqueda de la hipereficiencia (la mentalidad “Silicon Valley”)? ¿O es la irracionalidad, la imperfección y la duda: características fuera del alcance de cualquier entidad no biológica?

Sólo respondiendo estas preguntas podremos determinar qué valores debemos proteger y preservar en la era de la IA que se avecina, mientras reconsideramos los fundamentos y las cláusulas de los contratos sociales, incluidas las instituciones nacionales e internacionales que han permitido la extensión de la desigualdad y la inseguridad. En el contexto de la amplia transformación producida por el ascenso de la IA, tal vez podamos reformular el statu quo para que garantice más seguridad y justicia.

Una de las claves para la creación de un futuro más igualitario tiene que ver con los datos. El avance de la IA depende de la disponibilidad de grandes conjuntos de datos sobre la actividad humana (dentro y fuera de la red) y su análisis, con el objetivo de distinguir patrones de conducta que puedan usarse para guiar la conducta y la cognición de las máquinas. Para que todos tengamos poder en la era de la IA, es necesario que cada persona (no las grandes empresas) sea dueña de los datos de su creación.

Con una estrategia correcta, tal vez podríamos garantizar que la IA empodere a las personas como nunca antes se vio. Pese a la abundante evidencia histórica que siembra dudas de que así sea, tal vez la clave esté en la palabra “duda”. Como dijo el fallecido sociólogo Zygmunt Bauman: “Cuestionar las premisas ostensiblemente incuestionables de nuestro modo de vida es sin duda el servicio más apremiante que nos debemos a nosotros mismos”.

Maciej Kuziemski is a public policy scholar at the University of Oxford and Atlantic Council Millenium Fellow. Traducción: Esteban Flamini.

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