Demostrar que sí podemos

Merkel y Sarkozy han despejado las dudas que pudieran quedar y se han lanzado a salvar el euro aunque ello entrañe la refundación de la UE. Berlín y París han pactado, a falta del debate del viernes en el Consejo Europeo, reformar los tratados de tal modo que se «refuerce y armonice» la regla de oro del déficit. Se avecinan tiempos de fuerte marejada e incertidumbre, de severos ajustes para generar confianza en los mercados. Y en este momento crítico para el euro, uno no puede evitar acordarse de que el Premio Nobel de Economía de 1999 fue concedido a Robert Mundell por, entre otras contribuciones científicas, su teoría del área monetaria óptima. Afirma esta teoría que cuando un grupo de países comparten área geográfica y similares características socioeconómicas, lo ideal es que tengan la misma moneda.

Cuando se creó la zona euro todos sabíamos que las características económicas (y aun sociales y culturales) de los países integrantes no eran suficientemente parecidas para cumplir al pie de la letra los requisitos teóricos de un área monetaria óptima. Y a pesar de todo, la mayoría de los economistas, incluyendo al propio Mundell, apoyaron la decisión de adoptar el euro como moneda común. Al fin y al cabo, lo que la teoría económica determina son condiciones matemáticas perfectas que rara vez se dan, de modo que juzgamos una política económica no por su cumplimiento exacto de las condiciones de la teoría, sino por su grado de proximidad a ellas.

Los países del euro no eran iguales entonces ni lo son ahora. Así, por ejemplo, las diferencias idiomáticas hacen imposible la perfecta movilidad geográfica de la mano de obra, por más que la libre circulación de personas sea un derecho reconocido; y la asincronía del ciclo económico entre los diferentes países de la Eurozona, derivada de la diferencia en sus respectivas estructuras económicas, complica muchísimo el manejo de la política fiscal y monetaria, un elemento esencial para la estabilidad y el crecimiento.

Pero aun sabiendo todo eso, teníamos el convencimiento de que si los países miembros mostraban buena voluntad política, la proximidad a las condiciones ideales era suficiente para constituir un área monetaria, si no óptima, viable. Ahí está el dólar, tras más de 200 años, para probarlo. Y sin embargo, con tan solo 12 años de vida, la continuidad del euro está siendo cuestionada. ¿Qué ha pasado?

Simplemente, que la Convención de Maastricht no fue para la UE lo que la de Filadelfia para EEUU; que, en consecuencia, ninguno de nuestros presidentes ha podido ser Washington; que el euro no tuvo detrás la autoridad que el dólar encontró en Alexander Hamilton; y que sin un Gobierno claro y con un mandato directo de los ciudadanos no se puede funcionar.

Eso está ahí e insistir ahora en ello es como si, habiendo descubierto que no tenemos un buen sistema de alertas, en mitad de un huracán pretendemos reorganizar el servicio meteorológico, cuando lo urgente es tapiar puertas y ventanas. En consonancia con las líneas maestras trazadas por Merkozy, lo que España puede hacer por el euro, y por ella, es arreglarse a sí misma.

En los próximos dos años vamos a necesitar mucho dinero para refinanciar nuestra deuda y estabilizar la economía. No lo tenemos, y tampoco posibilidad de generarlo a base de ahorro interno, de modo que otros deben dárnoslo prestado. Para que eso ocurra no serviría de nada recordarles a Francia y Alemania que ellas, habiéndose saltado el Pacto de Estabilidad por su propia conveniencia, dieron hilo a la excesiva emisión de deuda pública; que en buena parte, además, sus bancos la financiaron sin mayores miramientos; que la burbuja inmobiliaria no habría sido posible sin que hubieran concurrido dos agentes: nuestro sistema bancario, que sentó las bases para ella, y el suyo, que la alimentó; y que está muy mal dar pie a posibles desafectos ciudadanos en la Unión.

Todo eso no les importa nada a las instituciones que gestionan el ahorro internacional. Lo que ellas quieren ver es que a los bonos de España los respalda una economía robusta, capaz de producir el ingreso suficiente para repagar la deuda. Tal como está, no lo es. Esa fortaleza económica sólo podremos tenerla a base de muchas reformas, y el cambio nos va a doler. Hay quien piensa que existe una alternativa: echarles un pulso a los países del norte (en realidad, a Alemania). La idea es que, al final, no se atreverán a trocear la Eurozona. Yo no me fiaría de eso. Es verdad que Alemania tiene hoy lo que dos penosas guerras le negaron: un mercado donde colocar el fruto de su diligente trabajo. Pero un mercado menor, unido al orgullo patrio de no ser tomada por el pito de un sereno, seguramente le basta. Así que conviene evitar las ideas pintorescas.

España debe salir de esta crisis adoptando por sí misma las medidas necesarias para ello, y una vez encauzado el nuevo Gobierno, tras una campaña electoral en la que los dos principales candidatos parecían peleados más por la necesidad de distanciarse entre sí que por sus diferencias reales, todos deberían reconocer que en realidad las medidas necesarias para salir de la crisis no tenían mucha elección. Cometeremos un error si ahora nos dedicamos a poner palos en las ruedas del Gobierno de Rajoy. Porque si queremos recuperar alguna vez el bienestar perdido en la crisis, las reformas que lleve a cabo el nuevo Ejecutivo popular serán inevitables. Y acabar siendo gobernados por alguien que no ha sido elegido directamente en las urnas sería un auténtico bochorno, algo que debería preocupar, y mucho, a cualquier ciudadano sensato.

Por Benigno Valdés, director general del Instituto IMDEA Ciencias Sociales y catedrático de ICADE.

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