Denuncia desde la cárcel

El pasado lunes, en estas mismas páginas, los periodistas Rafael J. Álvarez y Pedro Simón, con el título de 1.037 candados y ninguna llave, publicaron un reportaje sobrecogedor sobre el régimen de aislamiento que más de mil presos sufren en las prisiones españolas. Creo que los huesos de Cervantes, de Beccaria, de Foucault, de John Howard y del mismísimo Oscar Wilde -entre los de tantos otros que a lo largo de los tiempos denunciaron el sistema carcelario más negro- se habrían estremecido en sus sepulturas al conocer esta historia de infamia penitenciaria.

Al hilo de esa información donde, además, se habla de un ciudadano ruso a quien defiendo, lo cual me otorga superior conocimiento de causa, quiero hacer denuncia pública de la situación. Observe el lector que no hablo de acusar, como hizo Zola en su alegato a favor del capitán Alfred Dreyfus, o Pablo Neruda contra la llamada Ley Maldita aprobada por el Senado de Chile, o el director de este periódico el 2 de junio de 2009 contra un nutrido número de funcionarios que intervinieron en la investigación del atentado del 11-M en Madrid. Mi propósito, aparte de una exposición más modesta, es contribuir a que se conozca una realidad que cubre de fango nuestro sistema penitenciario. Naturalmente, ello no quita que en algún pasaje el dedo acusador apunte muy directamente a quienes, por acción u omisión, pudieran ser responsables de los hechos y, por tanto, merecedores de los reproches, incluidos los jurídicos, a que hubiere lugar.

YO DENUNCIO que 1.037 presos vivan encerrados 21 horas al día en una celda de nueve metros cuadrados, que sean cacheados habitualmente, que lleven grilletes en los desplazamientos dentro de la cárcel, que cuando salen al patio lo hagan solos y que al no tener con quien hablar terminen haciéndolo con las paredes. En esta situación de confinamiento solitario total, el preso, sin ocupación, sin nada que lo distraiga, en la espera y en la incertidumbre, pasa los días ahogado en sus irreflexiones. Lo malo de la cárcel no es la cárcel, sino el silencio. Lo malo del preso aislado, como la muerte misma, es que no habla.

DENUNCIO que con la aplicación indiscriminada del régimen cerrado, la administración penitenciaria no es más que el mecanismo de una poderosa maquina de modificar la personalidad del individuo calificado de pervertido. La soledad es la condición primera de la sumisión total. El aislamiento asegura la fusión del preso y el poder que se ejerce sobre él. Los presos así confinados pertenecen a una colección zoológica real, en la que el hombre es sustituido por el animal.

DENUNCIO que con el aislamiento absoluto, la readaptación del delincuente es inviable. Las únicas operaciones para la reinserción son el silencio y la muda arquitectura con la que, minuto a minuto, el preso confinado se enfrenta. La celda se convierte así en un pavoroso sepulcro, en el cual la desesperación hace de su existencia un infierno anticipado.

DENUNCIO que la reclusión en estas condiciones, con traslados injustificados, así como la privación del acceso a cualquier trabajo, con visitas ocasionales de familiares, a veces residentes a miles de kilómetros, y llamadas telefónicas restringidas e interceptadas, imposibilita cualquier tipo de interacción social. Como ejemplo que conozco de primera mano, pongo el caso de Zakhar Kalashov, condenado en España por un delito de blanqueo de capitales a nueve años de prisión, de los cuales lleva cumplidos cinco y que está pendiente de la extradición solicitada por Georgia, país que le reclama para juzgarlo por asociación ilícita y secuestro -nunca por asesinato- y que, bajo nuestro sistema de justicia, está amparado por la presunción de inocencia.

DENUNCIO que en la aplicación de ese terrible régimen cerrado, nada de lo que ordenan la Ley General Penitenciaria y el Reglamento Penitenciario -artículos 72 y 102, respectivamente- y también algunas circulares de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias como la Instrucción 9/2007, de 21 de mayo, se cumple. Al contrario. Ni un solo principio rector de ese régimen se respeta, como ni una de las reglas para su aplicación se observa. Todo es un absoluto desprecio por la ley y por los derechos de los internos. Porque falso es decir que el aislamiento decretado pertenece a un programa de individualización científica. Porque pongan lo que pongan las resoluciones de la administración penitenciaria -siempre en modelos impresos y estereotipados-, la única verdad es que ese régimen, en la mayoría de los supuestos, no es más que una sanción disfrazada con muy impúdicas vestiduras formales. Porque se equivoca quien piense que con ese régimen brutal lo que se busca es lograr la reincorporación del interno al régimen ordinario. Y porque nada más débil que argumentar que el encierro tiene carácter excepcional, que es transitorio y que resulta imprescindible para reconducir la conducta del interno afectado.

DENUNCIO que el aislamiento es una forma de trato cruel, inhumano y degradante y, por consiguiente, representa una violación flagrante de los artículos 15 de la Constitución y 3 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Lo dije hace unos meses en esta misma tribuna en relación a la situación del preso de Jamal Zougam, aislado en la cárcel de Villena y aquí lo repito. Las condiciones de aislamiento de esos más de mil presos chapados son lo suficientemente duras como para despertar la preocupación internacional de juristas y no juristas interesados por los derechos humanos. En un informe reciente elaborado respecto a dos presos norteamericanos, el Comité de la ONU contra la Tortura afirma que «la prolongada incomunicación y las consecuencias que esto tiene sobre la salud mental hace que se trate de tratos crueles, inhumanos o degradantes». Como escribiría el juez Samuel Freeman Miller, que lo fue del Tribunal Supremo de Estados Unidos, esos presos aislados terminarán cayendo «en una condición semi-fatua, de la que será imposible despertarlos, mientras otros se convertirán en locos violentos y otros incluso se suicidarán». Ni siquiera aquéllos que sean capaces de soportar el suplicio recuperarán la aptitud mental suficiente como para prestar un servicio útil a la comunidad a la que terminarán incorporados.

DENUNCIO que en el régimen cerrado de larga duración el interno aislado desarrolla desórdenes psíquicos para el resto de su vida y que el confinamiento produce en el cerebro del preso traumas irreversibles. Para el doctor Craig Haney, profesor de psicología en la universidad de Santa Cruz, California, el encierro causa, de manera inequívoca, una gama amplia de reacciones psicológicas perjudiciales, entre las cuales están el insomnio, la ansiedad, el pánico, el retraimiento, las alucinaciones, la pérdida de control, la irritabilidad, la agresividad y la rabia, la paranoia, la desesperanza, la depresión, la sensación de inminente ruptura emocional, la automutilación e incluso tendencias suicidas.

DENUNCIO que la situación de los presos españoles en régimen de aislamiento nos remonta a la época de las cavernas, o a la no tan lejana de aquellas prisiones cerradas a cal y canto y alambre de espino y bayoneta calada. Para quienes aplican y mantienen tan inhumano e indiscriminado régimen, el preso no llega a ser humano. Sólo son esbozos de aquella impresentable actitud de que el delincuente como está bien es con cadenas, y todavía mejor, muerto. Me preocupa que vuelva a renacer el odio al preso, aquel racismo social que negaba la regeneración.

DENUNCIO que salvo excepciones tan contadas como escasas, los supuestos de régimen cerrado o de aislamiento en celda no obedecen a motivos jurídicos, entendidos como perfeccionamiento de la razón humana y que el castigo que a estos presos se les está inflingiendo como un añadido a la pena en su día impuesta, está en las antípodas de la justicia. Cualquiera que estudie el problema y reflexione sobre él, podrá comprobar que todas esas grandes palabras de justicia, de leyes penitenciarias orientadas a la resocialización del delincuente, de humanitarismo en el cumplimiento de las penas, etcétera, se desnaturalizan y convierten en patrañas por mucho que se pretendan disimular.

denuncio que todo esto que denuncio y alguna cosa más que, por falta de espacio omito, es lo que sucede con la gran mayoría de los presos en situación de aislamiento. Una dramática realidad que no pocos funcionarios de prisiones abiertamente censuran y a la que hay que poner fin. Desde esta tribuna lo suplico. Lo hago, señor ministro del Interior, señora secretaria general de Instituciones Penitenciarias, señor director general de Tratamiento y Gestión Penitenciaria y, cómo no, señores jueces de vigilancia penitenciaria y muy especialmente señor juez don José Luis Castro, por la salud de los confinados, por sus derechos, por la dignidad humana, por la decencia de nuestro Estado democrático y de Derecho y por el prestigio del poder judicial. Hace mucho tiempo que creo en el fin primordial de la reinserción social que la Constitución atribuye a las penas privativas de libertad; tanto como llevo apostando porque la actividad penitenciaria se ejerza respetando la personalidad de los recluidos y sus derechos e intereses jurídicos. De ahí que siempre haya pensado que la justicia penal es como un reloj de precisión que, por principio, rechaza cualquier fin ajeno a ella.

En fin. Hace casi 30 años, después de mi experiencia como juez de Vigilancia Penitenciaria en Barcelona, quise escribir una crónica de algunos horrores vividos en las prisiones de Cataluña -muy concretamente, en las celdas de aislamiento que clausuré-, pero cuando me puse manos a la obra me di cuenta de que me faltaba valor y me sobraba repugnancia, ausencia y exceso que, sin duda, atribuyo a mi juventud de entonces, aunque, incluso ahora, admito que el tema no es fácil y su tratamiento adecuado lo es menos todavía. Y es que si la crueldad no excede del plano especulativo, en tal caso la barrera puede saltarse con limpieza e incluso con un literario y distanciado gesto de indiferencia y hasta de burla. Ahora bien, cuando esa misma crueldad se hace evidencia, entonces las púas del asco se erizan como cuchillos. El mérito de los dos profesionales de EL MUNDO que con su trabajo me han animado a formular esta denuncia es el haber sido capaces de navegar por esas sucias aguas del espanto sin sentir demasiado hastío ni demasiada compasión por nadie; ni siquiera por esos títeres siniestros colocados en lo alto de la jerarquía penitenciaria a los que la sociedad paga un sueldo para que jamás les falte alguien a quien poder seguir odiando, humillando y escupiendo.

Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.

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