Muchos hablantes de español pensarán que la palabra deporte se introdujo y cobró carta de naturaleza en nuestra lengua universal a partir del inglés sport, como si en el actual mundo globalizado todo girara en torno a la lengua de Shakespeare en la versión abreviada de los aeropuertos. Para empezar, eso implica desconocer el dictado del Diccionario de la Real Academia, obra de referencia y puntualidad extremada: «de deportar», del latín deportare, «actividad física ejercida como juego o competición, cuya práctica supone entrenamiento y sujeción a normas», incluidos, cabría añadir, y ello resulta obvio, juegos o competiciones no sólo festivos, sino también de riesgo.
Como competición festiva la emplea el genial autor anónimo del Cantar de Mio Cid, la primera obra maestra de la literatura española. Concretamente lo hace en el cantar segundo, verso 1.514 (cito por la edición de Alberto Montaner, 1993), cuando Minaya Álbar Fañez da el grito «¡Vaimonos cabalgar!», consigna seguida por hasta cien caballeros («bien salieron den ciento»), cuya vanguardia se entregó al juego de las armas: «Los que iban mesurando (de exploración) e llegando delant/ luego toman armas e tómanse a deportar», solazar o entretener, palabra usada de nuevo, aunque esta vez cargada de connotaciones peyorativas, cuando los infantes de Carrión, a solas con sus mujeres doña Elvira y doña Sol, «deportarse quieren con ellas a todo su sabor», perpetrando la infamia del robledo de Corpes (v. 2711).
Pues bien, de los juegos de caballerías pasemos deportivamente a los regocijos taurinos. Ya lo advirtió aquel coplero que se atrevió a poner la Biblia en ripios: «Donde menos se espera salta la liebre,/ Nuestro Señor Jesucristo nació en un pesebre». Y así ha sido ahora, con deporte, palabra-liebre y también palabra-libre, como diría Bergamín, saltando a las claras al ruedo de un pergamino real, cédula extendida por el príncipe Enrique, futuro Enrique IV (ocupó el trono desde 1454 hasta su muerte en 1474), el 20 de junio de 1450 desde la cancillería de Toledo a petición del «conçejo, justicia, rregidores, caualleros, escuderos, offiçiales e omes buenos» de Segovia, todos ellos inquietos ante la perspectiva de que no se corrieran toros durante los próximos días de Sant Iohan y Santiago, dado que los obligados a costearlos se estaban haciendo los desentendidos. El príncipe se mostró expeditivo: que las corridas se celebraran sin excusas ni impedimentos de ningún tipo.
La cédula en cuestión, conservada en el Archivo Municipal de Segovia, donde los archiveros Isabel Álvarez y Rafael Cantalapiedra ennoblecen la profesión, firmada por «yo el príncipe», fue extendida con todos los pronunciamientos debidos, tenía carácter conminatorio y fijaba penas en caso de incumplimiento: «E los vnos nin los otros, no fagan ende al, so pena de la mi merced». Y no era una simple advertencia, porque los infractores deberían «pagar los dichos con el doblo», esto es, cuatro toros si se trataba de dos, ocho en caso de cuatro y nada menos que dieciséis por ocho, como era el caso.
¿Y a qué respondía la intervención del príncipe? Algo grave se habría torcido para que don Enrique se viera en la tesitura de tomar cartas en el asunto. Y ese algo, ciertamente de consideración, se explica pronto: que los arrendadores de «Valsain e del almotaçenadgo (oficio de almotacén, encargado de las pesas y medidas) e merinas e en las carneçerías desa dicha mi çibdad» se habían saltado el deber de dar «los dichos torros». Cómo se habían atrevido. Ante tamaña osadía, el príncipe, que se manifestaba «marauillado», ordenaba a las autoridades locales «que, vista la presente» sin la menor dilación «fagades traer los dichos ocho toros a los arrendadores de las dichas rrentas, e los conpren e paguen de las marauedis que deuen e han de dar de las dichas rrentas», cuatro por Sant Pedro y cuatro por Santiago. Los vecinos ya rendían sus trabajos cotidianos, ya satisfacían infinidad de cargas, ya cumplían con mil tasas. Que disfrutasen a sus anchas de la Fiesta.
Y al hilo de estas reflexiones es cuando salta la palabra-liebre, la palabra-libre que nos ocupa. He aquí las dos primeras frases de la cédula: «Conçejo, justicia, rregidores, caualleros, escuderos, oficiales e omnes buenos de la noble mi çibdad de Segouia, mis vasallos. Ya sabéis commo, en cada anno, soledes poner por condiçion en las rrentas de Valsaín e del almotaçenadgo e merinas e en las carneçerías desa dicha mi çibdad que los arrendadores dellas den, en cada anno, ocho toros para deporte de los vezinos desa dicha mi çibdad, para que los corran por el día de Sant Iohan e de Santiago». Textual, insisto: «para deporte de los vezinos».
No hay duda, dos paleógrafos de autoridad indiscutida me han confirmado esta lectura: Marta Herrero y José Antonio Fernández Flores, que ahora mismo están lidiando con la colección diplomática de Sahagún, pergaminos que embisten, y con el cartulario de Cardeña, el más antiguo de la Corona de Castilla. Y, por si fuera poco, unas líneas más abajo la cédula vuelve sobre lo mismo, aunque con el escribano comiéndose las dos letras iniciales, abreviando como suelen las taquimecas, seguro de que a ningún oyente o lector despistaría la licencia: «E mando a las dichas justiçias e a cada vno dellos que, sy luego non lo pusierdes en obra, los fagan traer e pagara los dichos arrendadores, segund solían, de guisa que estén prestos, como dicho es, para mi seruiçio e para que los vezinos de la dicha mi çibdad ayan su porte con ellos».
Así pues, deporte palabra taurina, con ese uso acreditado al menos desde mediados del siglo XV. Incardinada la Fiesta en la médula de nuestra intrahistoria, esa realidad aflora por todas partes cuando se entra en el laberinto grato de los archivos y se busca, no las piruetas cortesanas, sino el latido del pueblo. Son evidencias.
Gonzalo Santonja, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.