Deporte y política: escenografía y emoción

Horas, minutos, a veces escasos segundos separan la victoria de la derrota, el primer puesto del olvido, la euforia de la decepción. Unos cuantos hombres y mujeres representando a un equipo, a una bandera, a un país, enfrentados en una lucha agónica, una muchedumbre en el lugar y millones mirando la televisión. Nada simboliza mejor la política que el deporte, sobre todo en vísperas de un Real Madrid-Barcelona como el de mañana.

En el deporte se concentra en tiempo, lugar e intensidad un relato superior. La mera confección de una selección nacional es la prueba de la existencia de una nación. Como afirma el politólogo y estratega francés Pascal Boniface, la definición del Estado ya no se limitaría a los tres elementos tradicionales -un territorio, una población, un Gobierno-, sino que habría que añadir «un cuarto igualmente esencial: una selección nacional de fútbol». El enfrentamiento deportivo de dos equipos simboliza el enfrentamiento entre sus respectivas comunidades, entre dos grupos. También en el caso de Real Madrid y Barcelona este fenómeno se pone de manifiesto con ambas aficiones.

Más allá, el deporte también es teatro: la puesta en escena de una historia. ¿Y qué es, si no, la política? Añadamos altas dosis emocionales y el plato estará listo para servirse.

En Invictus, la reciente película de Clint Eastwood, se explica la portentosa capacidad de la competición para recrear relatos políticos, para servir como instrumento y plataforma de algo mayor, en este caso la reconciliación de Sudáfrica, un país roto que, por primera vez, y bajo el mandato de Mandela, se unió para festejar el triunfo de los suyos, de todos, en el Mundial de rugby de 1995 olvidándose del color de la piel.

Daniel Dayan y Elihu Katz explicaron en La historia en directo. La retransmisión televisada de los acontecimientos, cómo los grandes eventos televisados se han convertido en rituales que, potencialmente, pueden transformar la sociedad. El deporte al servicio de la política, el terreno de juego como escenario de denuncias y reivindicaciones, de esperanza y reafirmación. Los deportistas encarnan las virtudes de su bandera, de su grupo: lealtad, lucha, entrega, sacrificio, sentido de pertenencia.

Cuando Jesee Owens se colgó cuatro medallas de oro en Berlín 1936 con Adolf Hitler en el palco, no ganó un afroamericano nieto de esclavos y botones del Waldorf-Astoria: ganaron los negros frente a los arios. Los triunfos soviéticos durante la Guerra Fría no eran sólo gestas individuales: era la expresión de la superioridad de un régimen. El puño cerrado en alto de dos atletas negros con la cabeza agachada en el podio durante los Juegos de México 68 simbolizó la lucha por los derechos civiles y la protesta contra la discriminación racial en Estados Unidos.

No es muy conocido, pero Nicolás Sarkozy, quiso, durante los pasados JJOO de Pekín «hacer Europa». Al por entonces presidente de turno de la UE se le ocurrió que todos los deportistas de los países comunitarios llevaran un brazalete con la bandera comunitaria. Al final la medida no prosperó.

También en Pekín, y más allá de las presiones para que China aprovechara la competición para cambiar su política de derechos humanos, se dieron ejemplos de la proyección de la política en el deporte: como la negativa de un nadador iraní a meterse junto a un atleta israelí en la misma piscina. ¿Una simple anécdota?

En España también ha habido, y hay, numerosos ejemplos de cómo los eventos y triunfos deportivos han servido para algo más que para entretener al espectador. El franquismo es una cantera inagotable: desde las victorias del Real Madrid en Europa durante los años 50, pasando por el gol de Zarra a Inglaterra en el Mundial de Brasil en 1950 (que en el imaginario del régimen figuró como revancha de la derrota de la Armada Invencible casi 400 años atrás), la gesta de Federico Bahamontes en el Tour del 59 o la Eurocopa de Fútbol de 1964, que fue el primer gran evento internacional organizado por la dictadura.

Más recientemente, la presentación de las selecciones de fútbol del País Vasco y Cataluña no se puede separar de la agenda política nacionalista. Tal y como apuntara Manuel Vázquez Montalbán, «ser partidarios de un club de fútbol reporta la intensidad emocional de una militancia político-religiosa, y hoy podría decirse que todos los clubes de fútbol son algo más que clubes de fútbol». Algunos, como el Barcelona, incluso lo llevan a gala.

En esa misma lógica, el enfrentamiento entre selecciones nacionales es, algunas veces, mucho más que eso. El Salvador y Honduras libraron en 1969 durante 100 horas la bautizada por Ryszard Kapuscinski como La Guerra del Fútbol, una escaramuza armada entre ambos países (el ejército salvadoreño invadió brevemente el país vecino) cuyo detonante fueron las eliminatorias para el Mundial del año siguiente.

Años más tarde, fue el presidente estadounidense Gerald Ford quien afirmó que «un éxito deportivo puede servir a una nación tanto como una victoria militar». Algo que también sabía Benito Mussolini, el Duce, que instrumentalizó el Mundial de Fútbol de 1934 celebrado en Italia al servicio de la causa fascista, definió a los jugadores de su selección, según cita Ignacio Ramonet, como «soldados al servicio de la causa nacional».

Y EN TODOS estos casos hay elementos comunes, a veces buscados y cuidadosamente escogidos por los líderes políticos de turno, a veces consecuencia del azar. El primero, el magnífico escenario (planetario en el caso de las Olimpiadas) que suponen las competiciones deportivas en el que representar una historia. El segundo, las altas dosis emocionales que comparten los torneos deportivos y la lucha política.

Si el deporte tiene que ver con la dramaturgia, la política también: con un relato (más o menos atractivo) que un grupo de actores (más o menos profesionales) pone en escena (con más o menos suerte) delante de un auditorio (más o menos interesado en la función que se representa).

La finalidad es distinta: en el primer caso se trata, básicamente, de pasar un buen rato, de entretener; en el segundo, de ganar elecciones. No obstante, también es parecida: despertar el aplauso, conseguir el voto. En definitiva, obtener el favor del público.

La política ha encontrado en el deporte una vía rápida, un atajo para lograr conectar con los votantes. La política ganadora es la que contagia ilusión. Para Drew Westen, profesor de psicología y psiquiatría de la Universidad de Emory y autor de El cerebro político, libro que despertó tanto interés en los círculos progresistas estadounidenses como las teorías de George Lakoff, se trata, hoy quizás más que nunca, de exprimir el potencial de la «política de las emociones», que dicta que el camino más corto para llegar al cerebro de un ciudadano-votante es a través del corazón.

¿Cuánto tiempo y esfuerzo, cuántos discursos, reuniones, órdenes ministeriales y decretos ley habría necesitado Nelson Mandela para conseguir que blancos y negros se olvidaran, acaso por unas horas, de su color de piel y se sintieran ciudadanos de un mismo país?

Óscar Santamaría es consultor de Asesores de Comunicación Pública.

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