Depuraciones retroactivas

El propósito, anunciado desde instancias municipales, de suprimir del callejero de Madrid los nombres relacionados con el franquismo directa o indirectamente, de cerca o de lejos, por evidencia o por sospecha, por certeza o por azar, está legalmente justificado, nadie lo duda, en el espíritu y en la letra de la ley 52/2007 de 26 de diciembre, llamada a efectos de simplificación periodística Ley de la Memoria Histórica. Su aplicación, al menos en lo que se refiere al artículo 15 en su primer apartado («Las Administraciones públicas, en el ejercicio de sus competencias, tomarán las medidas oportunas para la retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura»), lleva siendo efectiva prácticamente desde el primer momento de su entrada en vigor, acompañada casi siempre de la polémica que parece consustancial a toda decisión que aviva resortes sectarios –emboscados, eso sí– y da pie, además, a argumentos propicios a un cierto lucimiento intelectual, sacando a plaza datos rescatados de escondrijos históricos y biografías personales.

Depuraciones retroactivasCircula estos días por la profusa urdimbre digital una lista de 165 nombres de calles y plazas madrileñas que podrían ser sometidos a rigurosa depuración epigráfica si, como parece inevitable, se lleva a efecto una vieja aspiración del grupo de Izquierda Unida, cogobernante en el consistorio de la capital de España mediante la disolución de sus representantes en el conglomerado de Ahora Madrid.

En este deporte tan español de descolgar placas, derribar bustos y echar la soga a estatuas ya hemos visto de todo. Con todo desparpajo y sin mayores contemplaciones, el callejero de las horas de mayor exaltación franquista llegó a expulsar del nomenclátor a personalidades políticas de tanto fuste como don Eugenio Montero Ríos, quizá aduciendo los proscriptores su remota pertenencia al Partido Progresista de don Juan Prim. Fueron tiempos muy proclives a la administración dosificada del ricino ideológico, purga de la que ni siquiera pudo librarse el inofensivo don Jacinto Benavente, cuyo nombre llegó a estar rigurosamente prohibido incluso para anunciar estrenos o reposiciones de sus obras teatrales. La disparatada censura de la época optó por un recurso que se pretendía ingenioso pero que se quedaba en cómico, cual fue el de sustituir la mención nominal por la perífrasis identificativa: «Estreno de Su amante esposa, del ilustre autor de Los intereses creados».

Algo de bufonada hay ahora también en el apeo y recambio de muchas placas callejeras por pueblos y ciudades de España. La lectura de algún que otro nomenclátor inspirado y decretado por la autoridad competente resulta verdaderamente regocijante. Un poco antes de que entrase en vigor la Ley de la Memoria Histórica y por aquello del alborozo antifranquista, una pequeña localidad de la Galicia profunda dio el nombre de Lenin a una avenida (es un decir) y a una plaza (es otro decir). El internacionalismo marxista, ya soviético, ya chino, no se contuvo en tan poca cosa, sino que extendió sus honores epigráficos a Mao Tse-Tung, al Dr. (sic) Fidel Castro y al mariscal Zhúkov, nada menos. Que los espacios así bautizados careciesen de los más elementales servicios era cuestión menor. Al lado de extravagancias de tal calado, es lógico que se vea como la cosa más natural que en este país nuestro existan más calles dedicadas a Salvador Allende que a Antonio Cánovas, y que hayan desaparecido prácticamente todas las que llevaban el nombre de José Calvo Sotelo, inspirador y promotor, por cierto, del municipalismo moderno. Quizá en la derogación de su memoria tenga que ver el empeño inconfesado de borrar, al tiempo que su nombre, el recuerdo de su asesinato y de las circunstancias que lo rodearon.

Ya se ve, pues, que lo de las remociones anunciadas para Madrid no es cosa para admirarse. En España las placas callejeras siempre han sido de vida efímera: o reemplazadas por acuerdo consistorial o destrozadas a pedradas. En todo caso, depende del aire que sople. Lo que sí resulta hasta cierto punto novedoso es que los cambios se lleven a cabo con el supuesto aval de gentes aproximadamente conocedoras del terreno: un historiador por aquí, un erudito local por allá, un cronista municipal por acullá. Resulta extraño, sí, incluso en un Ayuntamiento como el de Madrid, cuya máxima autoridad en materia cultural fue, hasta ayer por la tarde como quien dice, una destacada figura del guión cinematográfico («está finalizando su segundo cortometraje», se destaca en su currículum en red). La extrañeza, decíamos, procede de la suposición, quizá excesivamente ingenua, de que a los asesores a quienes se haya encomendado la elaboración de la extensa lista de gentes indignas de cincel hay que concederles un cierto grado de conocimientos sobre la materia y, también, cómo no, una cuota suficiente de sentido común. Dando por ciertas ambos atributos, no se entiende la arbitrariedad del descarte.

Del expurgo contra Cunqueiro ya se han quejado gallegos nada sospechosos de antipatía hacia el consistorio presidido por la señora Carmena. Quien vea en el inmenso escritor mindoniense algo de falangismo, una de dos: o no lo ha leído, o es tonto de capirote. Si lo primero, la cosa tiene fácil remedio; si lo segundo, Dios le ampare, hermano. Ahora bien, puestos a hilar fino y a hurgar a fondo, a ver qué hacemos con otros nombres que, según la sugerencia de estos nuevos cofrades del Santo Oficio, se han salvado de la hoguera inquisitorial. A Baroja, verbigracia, habrá que darle mulé callejero por advertir (no diremos que con perspicacia premonitoria) que los socialistas españoles «tienen los ojos en el ideal y las manos en el cajón». Y el mismo tratamiento le espera a Valle-Inclán, no ya por su indeclinable amistad con Vázquez de Mella, sino por su confesado empeño en salir elegido diputado carlista por el distrito de Monforte de Lemos en los comicios de 1910. Al doctor Marañón hay que infligirle el castigo que merece quien en 1937 se atrevió a publicar un nada complaciente balance de la República: «Desorden continuo, huelgas inmotivadas, quema de conventos, persecución religiosa (...)». De la trayectoria azul de Gonzalo Torrente y de Luis Rosales, lo mismo que de la disposición delatora de Cela, nada cabe decir que no se sepa. Y si al maestro Turina lo encartamos por franquista, preparémonos a abolir los rótulos dedicados al maestro Rodrigo, pongamos por caso.

El revanchismo con efectos retroactivos es una práctica que no tiene fin. De ahí su peligro. Pero consolémonos: mientras «al otro» se le ahorque en efigie o se le ejecute in absentia, menos mal. Bien mirado, lo del callejero no es tanto una cuestión de venganza política cuanto un problema de cultura general.

Juan Soto, periodista y escritor.

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