Derecho a decidir de unos frente a libertad de conciencia de otros

La actualidad nos conduce de nuevo a reflexionar sobre el derecho de los ciudadanos a disponer de su vida y de su destino, a decidir la calidad con la que desean vivir y el sufrimiento que quieren soportar. Ésta es una cuestión ética y, por tanto, se ha de desarrollar en el terreno de la ética, que, en mi opinión -y ésta es la primera visión subjetiva-, está más allá de la norma jurídica y más acá de la fe.

El ideal de justicia no se agota en la ley, en la norma jurídica; hay una norma ética que puede estar por encima, al menos en nuestra conciencia individual. Pero creo que no es conveniente discutir de ética desde postulados confesionales o legales, porque, entonces, las cuestiones se empantanan y es difícil alcanzar si quiera una propuesta que ofrecer a los demás.

Anualmente, por mi condición de catedrático de Medicina Legal, me veo en la obligación académica de exponerle a los alumnos de sexto de Medicina el significado y el concepto del principio de autonomía como rector de la licitud del acto médico. Y en mi condición de miembro de la Comisión Central de Deontología del Consejo General de Colegios de Médicos, me veo en la necesidad de elaborar directrices para los médicos españoles sobre estas materias.

Para abordar las cuestiones éticas, muchos, desde Heidegger, han echado mano de la hermenéutica, herramienta que, en tanto que descriptiva, parecería poco apropiada para abordar problemas de conciencia. Pero es el mismo Ortega el que nos señala que «no se trata de buscar reducir un fenómeno a unas verdades evidentes, sino permitirle al autor y al lector una comprensión más explícita de lo que estaba ya ahí». Si en la Filosofía no hay verdades apodícticas, mucho menos en su hija la Ética. De ahí que no se pueda hablar de verdades en la ética, sino, como dice Heidegger, de preguntas que encuentran respuesta en la especial forma de representación de vivencias y principios que cada uno tiene y que son la forma de estar en el mundo. La hermenéutica sirve a este propósito, porque al describir los dos fenómenos que, a continuación expongo, permitirá al lector sacar sus propias normas de comportamiento ético.

El azar ha puesto sobre la mesa en estos días, simultáneamente, el caso del etarra De Juana Chaos y el de Inmaculada Echevarría, la enferma de distrofia muscular, ingresada en un hospital de Granada, que ha solicitado que se le desconecten los aparatos que la mantienen con vida, petición que ha sido atendida, aunque aún no ha sido ejecutada. En los dos casos se da el mismo problema ético, a propósito de la libertad individual de disposición del propio cuerpo. Aunque los fines y los propósitos en un caso y otro son totalmente distintos, el dilema ético es casi idéntico: dilucidar si una persona en pleno uso de sus capacidades intelectivas y volitivas, es decir, con capacidad para consentir válidamente, puede decidir en un Estado social y democrático qué hacer con su vida, libremente, siempre y cuando, obviamente, de su decisión no se derivan daños o perjuicios para terceros.

Coincido con la consejera de Justicia de la Junta de Andalucía, María José López, cuando dice que es un tema de debate de enorme interés, pero discrepo con ella en acotarlo sólo al caso de Inmaculada. Yo creo que el debate se plantea en ambos casos. Los dirigentes políticos han introducido la anfibología -es decir, emitir juicios con doble sentido o significado para el mismo hecho; dar una doble interpretación al mismo principio- en el debate ético al decir que la vida de De Juana Chaos hay que defenderla por encima del titular del derecho -que es el propio individuo-, mientras que la vida de Inmaculada se pone en sus propias manos, para que ella decida lo que se hace. Ya sé que habrá quien acuda rápidamente a los trucos jurídicos para desautorizar mi razonamiento. Por ello quiero acudir a la neutralidad de la hermenéutica en mi defensa.

La primera cuestión es defender el principio de autonomía, por el cual un individuo nace libre, con libertad de especificación y contrariedad, y, por supuesto, con libertad para disponer de su vida, de su salud, de su ideario religioso y político. Autonomía que en su ejercicio no es ilimitada, sino que tiene como límite las autonomías de sus semejantes y del bien común. La objeción de conciencia puede ser el contrapeso a un derecho solicitado en aras del principio de autonomía: esto se da cuando, por ejemplo, una mujer desea abortar y el médico hace uso de la objeción de conciencia.

Este enunciado, que es muy antiguo, no se ha hecho realidad hasta la aprobación de los Derechos Humanos, con carácter universal, innato, imprescriptible e inviolable, por la Declaración Universal de los Derechos del Hombre en la Asamblea de Naciones Unidas de 1948. Pero teniendo su base y fundamento en el derecho natural, la objeción de conciencia contó con el rechazo de todos los regímenes totalitarios, por supuesto también los de izquierdas, que vieron en esta autodeterminación del individuo frente al Estado la negación del Estado mismo en cuanto autoritas, detentador absoluto de la vida de las personas.

La Constitución del 78 consagra estos derechos como de primera generación, es decir, no necesitan una ley posterior que los regule, estableciéndose en la Carta Magna que no basta con proclamarlos, sino que el Estado tiene el deber de tutelarlos. El fundamento ético y legal que subyace en el principio de autonomía no es otro que el ejercicio de la libertad, sea ideológica o religiosa; supone, en suma, la libertad de conciencia y el derecho a decidir.

Tanto De Juana Chaos como Inmaculada tenían derecho a decidir en pleno ejercicio de su libertad: uno, a morir en defensa de sus ideales -por perversos que nos parezcan a la inmensa mayoría de los ciudadanos-, la segunda, a abandonar una vida sin esperanza que no le merece ser vivida. ¿Existe legitimidad por parte del Estado para intervenir doblegando la libertad y, por tanto, la dignidad de estas dos personas? Sólo si de esta conducta se derivasen daños a terceros o al bien público estaría justificada. Analicemos brevemente ambos casos.

De Juana Chaos se pone en huelga de hambre para protestar por una decisión judicial que cree injusta. La huelga de hambre es un derecho constitucional; es más, es un acto de una gran dignidad ética. A lo largo de la Historia ha sido un recurso que se ha utilizado en múltiples ocasiones. Los bienes en juego son bien claros: la persona decide poner en riesgo su propia vida en defensa de unos valores o principios que cree justos. Pero, con lógica, la sociedad estima que no se puede sentir coaccionada por esta acción. El bien común, en este caso, está de parte de la sociedad, que defiende sus principios con la autoridad y legitimidad que emana del Estado democrático. Si se cede a la coacción, será por razones políticas, nunca por razones éticas o humanitarias, ya que en el planteamiento inicial el huelguista cuenta con las consecuencias.

No debe equiparse huelguista y suicida. El Estado no debió intervenir alimentándolo, no tiene legitimidad para vulnerar y coaccionar a este individuo privándolo de un derecho fundamental, y, por tanto, inviolable, degradando su dignidad. Los médicos que lo alimentaron podían perfectamente haberse acogido a la objeción de conciencia, por dos razones: una, porque suponía cooperar en un acto de coacciones y, en consecuencia, indigno; y otra, por tratar compulsivamente a una persona que rechaza un tratamiento.

Por si había duda de si la autonomía era o no un principio constitucional, hoy ya no la hay, porque, además, es un principio legal. La ley 41/2002 (Básica Reguladora de la Autonomía del paciente) consagra la autonomía del paciente y permite, sin excepción para consecuencias personales, que el paciente puede rechazar cualquier tipo de tratamientos que se le propongan. De Juana Chaos tenía derecho a rechazar el tratamiento de la alimentación enteral y el Estado no tenía legitimidad alguna para imponérselo. El reglamento de Instituciones Penitenciarias no puede vulnerar la Constitución, ni puede privar a los presos de los derechos fundamentales que no estén suspendidos expresamente en la sentencia por la cual fue condenado. Ya sé que existe una sentencia del Constitucional que le da al Estado un poder especial para vulnerar estos derechos de los presos, aunque la sentencia nada diga sobre suspender derechos fundamentales. Ello puede justificarse con un truco legal, pero no con un razonamiento ético.

Las palabras pronunciadas por el presidente del Gobierno -«actuar en defensa del valor supremo de la vida»- lo sitúan en un compromiso ético de enorme trascendencia. Porque el valor de la vida es independiente de la situación personal del titular de la misma: la vida de una persona vale lo mismo en prisión que en libertad, es una falacia decir que para el Estado una persona en prisión vale más. Y, además, ha tomado partido en la vieja polémica de qué tiene más valor constitucional: la vida o la libertad, al situar el valor de la vida por delante de la libertad, en clara contradicción con la doctrina del Tribunal Constitucional expresada en la sentencia a propósito de los supuestos de despenalización del aborto, en la que claramente dijo que la libertad era un valor jerárquicamente superior a la vida.

El caso de Inmaculada Echevarría es semejante. Mi posición es la ya planteada por el presidente de la Comisión Central de Deontología, y publicada en la prensa. Inmaculada tiene derecho a suspender un tratamiento. En su momento, ya lejano, cuando se le puso la respiración asistida, la pudo rechazar. Habría sido necesario, incluso, que se pidiese su consentimiento para instaurar un tratamiento que era exclusivamente paliativo, es decir, que no iba a curar nada, sólo a prolongar la vida. El curso natural de esta enfermedad, la distrofia progresiva, habría sido la muerte hace algún tiempo. El suspender el tratamiento no es eutanasia, es simple y llanamente suspender una medicación, que en este caso es instrumental.

No alcanzo a comprender la judicalización de este caso. ¿Podía decir el Consejo consultivo otra cosa? Pues creo que no, porque a esta paciente le asiste el derecho a rechazar tratamientos y nadie tiene legitimidad para imponerle una determinada calidad de vida. La única cuestión era verificar que su consentimiento era válido. ¿Debería intervenir el presidente en salvaguardar el valor supremo de esta vida, que seguramente es más útil a la sociedad que la de De Juana Chaos?. Pues según su doctrina, si. He aquí el grave error de introducir la anfibología en la ética. Me parece que será imposible, desde la neutralidad de una ética hermenéutica, explicarle a la ciudadanía por qué la vida de De Juana Chaos debe salvarse, cuando ha sido él el que se la ha jugado en apoyo de sus objetivos, y la de Inmaculada no, cuando esta viene amenazada por hechos ajenos a su voluntad.

Enrique Villanueva Cañadas, catedrático de Medicina Legal de la Universidad de Granada y miembro de la Real Academia de Medicina de Granada.