Derecho a la cultura

Cuando el lenguaje totalitario se pone de moda y los movimientos espirituales triunfan, cuando el que más sufre no es el malvado, los que no queremos conquistar el cielo y carecemos de creencias para levantar patíbulos, necesitamos seguir defendiendo nuestras prosaicas libertades. ¿Quiénes somos? Seres determinados por la naturaleza y la cultura. Es verdad que todos los animales somos muy parecidos, que descendemos de la misma célula, pero el azar eligió un determinado “gen cultural” que permitió la evolución del cerebro, de la materia gris, de esa capa superficial que contiene unas neuronas que necesitan la cultura para ponerse en funcionamiento.

No debemos engañarnos, los animales no pueden razonar, ni planificar, no lo necesitan para sobrevivir, no son libres. El instinto es su motor, no el pensamiento. En cambio nosotros, para vivir necesitamos interpretar el mundo y controlarlo, porque estamos rodeados de una naturaleza hostil frente a la que somos muy poco competitivos. No hay más remedio, para sobrevivir en las montañas tenemos que decidir, inventar nuevos mitos, leyendas, jerarquías, y para ello, nuestro poderoso cerebro necesita alimentarse constantemente de información, mentiras, realidades y descubrimientos. Es nuestra humana conditio.

Derecho a la culturaCultura, una palabra ligada a cultivo y a comunidad. Dicen que es el conjunto de conocimientos, modos de vida, costumbres, artes y ciencias que el tiempo añade, diluye y consolida. Pero la cultura es objeto, no sujeto, es un resultado que viene definido por su función y no por su contenido compuesto de multitud de soportes y creaciones cambiantes, plurales y la mayoría perecederas. A la cultura no la define ni el color, ni la belleza, ni la verdad, ni se puede reducir a la establecida oficialmente por los entendidos, al producto exclusivo de un artista/genio al servicio de los dignatarios de las iglesias, del poder o de un público adinerado e instruido; también es cultura la inventada para manipular, controlar y distraer. De qué vale entonces preguntarse “qué es” cuando lo que necesitamos saber es para qué sirve, cuál es su función, lo único que permanece constante en todas sus manifestaciones, desde las matemáticas hasta la hamburguesa.

Decía Cicerón que la cultura es el alimento del alma. Es verdad. Su misión es alimentar nuestras neuronas con pequeñas y grandes creaciones y con insignificantes y grandiosas informaciones, con saberes y conocimientos en ocasiones imperceptibles a la vista y al tacto, pero indispensables, insustituibles e irreemplazables. No hay nada equivalente. Lo que elijamos conquista la mente y determina nuestro carácter, personalidad e identidad. En fin, la cultura no tiene precio porque cumple una función cuya supresión implicaría la desaparición de aquello a lo que sirve.

Por eso es tan querida y perseguida, tan monopolizada y controlada, tan deseada y censurada, tan prohibida. Y por eso, si la cultura es tan esencial, tan básica para nuestra vida consciente, tenemos la obligación de protegerla y asegurarla de la forma más eficiente mediante el derecho, otro soporte cultural que hacemos y deshacemos nosotros, otro producto parcial, imperfecto, caprichoso y siempre interesado que debe cambiar porque sus palabras envejecen y se desgastan como cualquier otra materia.

Derecho a la cultura, derecho a crear el alimento y a consumirlo. Derecho de autor y derecho de acceso. Un solo derecho con dos dimensiones inseparables pero que no se confunden. Libertad para crear, para cultivar y libertad para cultivarse con lo creado. No obstante, la preocupación de la academia por la cultura ha sido tardía y desigual. En general los bienes culturales son considerados especiales pero privativos, con facultades de contenido patrimonial para la explotación económica de las obras y personales e intelectuales para defender la paternidad de las mismas. Una propiedad intelectual considerada por encima del acceso que no podemos exigir directamente porque no se nos reconoce como derecho subjetivo. La libertad para gozar de bienes culturales se regula en la Constitución dentro de los principios rectores, un conjunto de obligaciones y atribuciones de los poderes públicos para que limiten, promuevan y tutelen el camino hacia la cultura en beneficio del interés general.

Así pues, el esencial derecho de acceso que tanto contribuye a apagar hogueras se puede restringir caprichosamente por la Administración mientras custodia su contenido en zoológicos culturales en los que todo está artificialmente amontonado para que miles de personas puedan pasar el rato mirando lo mismo, en el mismo sitio, a trocitos, pensando en la paella.

Pero la belleza, el bien y la verdad tienen muchas caras y muy repartidas y nuestra tecnología ya permite que pasen de los monasterios a las viviendas para que cada uno pueda aprender lo que prefiera sin pagar cantidades desproporcionadas ni pedir permisos, con bibliotecas, museos, escuelas y universidades abiertas y conectadas a nuestro escritorio. Una cultura mundo, hipermoderna, que exalta nuestras raíces y singularidades y globaliza las diferencias; un maremoto, un viaje sin destino de lo más enriquecedor. A cambio debemos asumir los nuevos riesgos. Los libros no se queman ni se prohíben ni se censuran, pero tener acceso a todo en todo momento puede llegar a deslumbrarnos, a cegarnos, igual que la palabra repetida mil veces pierde el significado.

Así pues, si queremos avanzar no tenemos más remedio que dedicarnos a actualizar las reglas y recoger en la Constitución el derecho a la cultura como una libertad fundamental, el mejor instrumento jurídico para defender las capacidades y necesidades básicas de la persona. Claro está que el nivel de protección jurídica dependerá del contenido. El derecho a la cultura protege toda creación, pero no debe protegerla de la misma forma. No todas las novelas son Cien años de soledad, ni la pintura de un niño requiere la protección de una obra de arte, ni todo edificio tiene el valor de Gaudí. La cultura exige tratamientos jurídicos con diferentes niveles de protección y este desarrollo corresponde a las mayorías parlamentarias y Gobiernos. Lo que propongo es limitar y orientar estas facultades mediante la incorporación en la Constitución de un nuevo derecho fundamental que proteja a los autores y consumidores por igual y frente a todos mediante fórmulas parecidas a esta:

“Se reconoce el derecho de autor a la creación, producción y distribución de los bienes culturales y el derecho de acceso, circulación e intercambio en cualquiera de sus manifestaciones”.

Es verdad que el Derecho no resuelve los problemas, pero es el que nos dice quién puede y cómo debe hacerlo. La partida no ha terminado, todo se construye a trozos y un pequeño matiz, un minúsculo cambio como este puede hacernos un poco más libres, hasta nuevo aviso.

Antonio Rovira es catedrático de Derecho Constitucional y director del máster en Gobernanza y Derechos Humanos (Cátedra Jesús Polanco. UAM/Fundación Santillana)

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