A todo lo que ya de por sí inquieta la pandemia se ha unido esta semana la noticia que venía del Tribunal Superior de Justicia de Castilla-La Mancha. Manejando los datos de los registros civiles de esa Comunidad Autónoma, advirtió en una nota informativa que durante marzo el número de licencias de enterramiento se había disparado respecto del mismo periodo del año anterior, no coincidiendo con las cifras -también oficiales- del Ministerio de Sanidad.
El desajuste estadístico no es menor ni cabría calificarlo de mera incidencia o que responda a un margen de error tolerable: para ese tribunal -que supervisa la actuación del Registro Civil- las licencias expedidas en marzo fueron 3.319, cuando en marzo de 2019 el total de fallecidos fue de 1.691. Por tanto, la diferencia se atribuye al coronavirus y arroja una cifra de más del doble de los datos ministeriales que cifra en 708 los fallecidos por coronavirus en esa Comunidad Autónoma.
En su nota el tribunal señala que tales datos evidencian un aumento significativo de la mortalidad, precisamente en el mes en el que los contagios se disparan; aparte de ese dato, el tribunal expone la dificultad que supone que no siempre se hayan consignado el virus como causa del fallecimiento en las certificaciones médicas, al no someterse a muchos de los afectados a pruebas que acrediten el contagio. Se han manejado, por tanto, indicios y síntomas de las patologías inmediatamente causantes de la muerte que apuntaban a la infección como causa principal o determinante de la misma.
Como es fácil de imaginar, con tales datos se plantea cuál es la realidad del alcance de la pandemia en cuanto a muertes. Si con los datos ministeriales España ya marcha a la cabeza mundial de fallecimientos, siempre en proporción al número de habitantes, con esos datos extrapolados al resto de las Comunidades Autónomas, el calificativo que puede darse al panorama ya sería merecedor de términos como apocalíptico, tanto en su acepción coloquial como originaria, esto es, revelación, en este caso de la cruda realidad.
Es una obviedad que la información es poder y si en la lucha contra la pandemia se conoce cuál es su verdadero alcance -no ya en términos de fallecidos sino, fundamentalmente, de contagios y de potenciales contagiadores- la lucha será más eficaz, de ahí la necesidad de tener datos lo más fiables posibles. Ahora bien, cabe plantearse varias hipótesis: una, que los responsables de esa luchan no conozcan los datos reales; otra, que los conozcan o, al menos, los intuyan pero los ocultan, bien por no empeorar su imagen política o que por un inadecuado sentido de la responsabilidad quieran evitar alarma social.
Si la causa es una estadística deficiente, el problema es serio: por emplear términos bélicos tan al uso en estos días, tendríamos un problema de inteligencia ‑no lo digo con segundas intenciones-, es decir, de falta de conocimiento de cuál es la realidad del enemigo al que nos enfrentamos. Si se trata de lo segundo ‑ocultamiento de datos por conveniencia o estrategia política y partidista- lo que haya de censurable será ya de otra naturaleza y con otra relevancia, pero que al ser de lucha política renuncio a entrar en él.
Y cabe la tercera posibilidad: que al margen de los concretos datos se conozca el alcance real de la pandemia y se sabe que, a bulto, hay muchos más muertos que lo que nos dice el recuento oficial, pero que por prudencia y no causar alarma no se revelan. Esto no sería menos grave máxime cuando ya de por sí lo es -y no se ha desmentido- que el gobierno tenía información de que la pandemia se acercaba y estaba más que en condiciones de escarmentar en cabeza ajena: sin ir más lejos la italiana y la china. Sobre la tardanza en reaccionar, más todos los variados episodios asociados a la carencia de material, poco más puedo añadir que no se haya dicho, lo que será previsiblemente y en tiempos venideros tema del que se ocuparán los tribunales.
Es el momento de recordar algo elemental: no se puede tratar al ciudadano como si fuese un menor o incapaz. La realidad nos muestra que en el respeto hacia el ciudadano hay un grave desajuste entre las prácticas políticas y mediáticas y lo que de ese ciudadano presupone el ordenamiento jurídico. Esas prácticas muestran cómo se le manipula, cómo se le va creando “un relato” oficial, esto es, una verdad o neo o paraverdad con fines políticos o ideológicos y que en este caso habría saltado por los aires por otro relato no menos oficial que ofrece el tribunal castellano manchego.
Sin embargo frente a esa práctica tan vieja como extendida, además de antidemocrática, nuestro ordenamiento parte de premisas bien distintas: el ciudadano es una persona libre, madura y responsable y debe ser respetada por unos poderes públicos que deben satisfacer su derecho a conocer la verdad, sólo así cabe exigirle responsabilidad y que cumpla con deberes y obligaciones. Vayan algunos ejemplos.
Por lo pronto la Constitución declara como derecho fundamental el de recibir información veraz. Al margen de que desde el punto de vista de los receptores de la misma -el público en general- tal derecho tenga como ámbito natural el de los medios de comunicación, la exigencia del derecho a la veracidad como valor jurídico se ha ido extendiendo: así el ciudadano como consumidor lo tiene respecto de la publicidad en general, como votante respecto de la publicidad electoral y como ciudadano en sí respecto de la información institucional, ámbitos todos regulados y, en especial los dos últimos, en los que el valor veracidad se mezcla con la neutralidad.
Pero para ir más al grano, hay que reparar en la legislación sobre transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, cuyo cumplimiento es un verdadero test para el ejercicio del poder. Dice así el legislador que tales valores "deben ser los ejes fundamentales de toda acción política" y añade: "Sólo cuando la acción de los responsables públicos se somete a escrutinio, cuando los ciudadanos pueden conocer cómo se toman las decisiones que les afectan…o bajo qué criterios actúan nuestras instituciones podremos hablar del inicio de un proceso en el que los poderes públicos comienzan a responder a una sociedad que es crítica, exigente y que demanda participación de los poderes públicos". Y a esto se deben añadir las exigencias derivadas de la legislación estadística pues la calidad del dato que recaba y computa juega como presupuesto de una decisión acertada.
En fin, más en concreto aun: en el ámbito de la salud, la Ley de Salud Pública incorpora como principio el de transparencia y proclama el derecho a la información en materia de salud pública, lo que concreta en diferentes manifestaciones, en especial sobre riesgos para la salud de la población, derecho que implica una correlativa obligación: "las Administraciones sanitarias informarán sobre la presencia de riesgos específicos para la salud de la población". Y, en fin, añádase que la protección de la salud comprenderá el análisis de los riesgos que haya, lo que incluye su comunicación, de ahí el denominado Sistema de Información en Salud Pública.
Se dice, y con fundamento, que todos debemos aprender mucho de esta crisis, tanto en lo personal como en la eficiencia estatal, pero ya sería un éxito que los responsables públicos dijesen la verdad y los ciudadanos no tolerasen que se les mienta tampoco, ni que se les tome como niños asustadizos porque lo que sí crea alarma es no decir la verdad. Y esto siempre desde la hipótesis no maliciosa que apuntaba: simplemente se trata de cumplir con las leyes.
Ya vimos qué paso cuando se faltó a la verdad tras el 11-M, otro tanto cuando en 2008 se negó que hubiera crisis y ahora cabe intuir que se esté de nuevo faltando a la verdad, con un matiz porque hablamos de más de quince mil muertos al escribir estas líneas y un panorama de crisis económica generalizado.
José Luis Requero es magistrado del Tribunal Supremo.