Tú ibas a relajarte. Igual te tomaste la molestia de caminar hasta una cala apartada. Y allí tuviste que elegir trágicamente entre colocar la toalla donde el reguetón o donde la retransmisión del partido. Y vale, aquello fue un fastidio. Pero, por lo menos, no estabas en un hospital y compartías habitación y televisor con alguien duro de oído. Tampoco, de noche en casa y comprobando con amargura que los tapones de cera de poco sirven cuando ladra el perro del vecino.
Como señala David Le Breton, la modernidad trae consigo el ruido. Es así porque supone apiñarnos en ciudades. Y hacerlo rodeados de múltiples artefactos, muchos destinados a producir un flujo ininterrumpido de comunicación cuyo contenido interesa menos que aportar continuidad al mundo. De esta forma, aunque no falten élites que busquen la distinción en lo contrario, el silencio se considera de forma masiva un fallo del sistema, una cosa anacrónica y amenazante. Motores al ralentí, televisores de fondo, radios y móviles nos ofrecen el amparo prometeico que antaño suministraba el fuego. El individualismo característico de las sociedades modernas propicia, además, la multiplicación de los hogares: cada uno prende el suyo, se posiciona en el mundo con su banda sonora.
Mucho se sabe y se ha publicado sobre el impacto adverso del ruido en la salud. Desde el punto de vista moral y político, la sumisión permanente al ruido conlleva una restricción también continuada de la libertad. Lo ha reconocido nuestro Tribunal Constitucional al afirmar, en consonancia con la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que el ruido interfiere en el derecho a la intimidad porque perjudica el libre desarrollo de la personalidad. Sin embargo, este amparo jurídico al valor de vivir sin ruido pareciera corresponder a otra sociedad, otras Administraciones y otros ciudadanos.
Pensemos en los hospitales. La Organización Mundial de la Salud recomienda que en las habitaciones hospitalarias no se sobrepasen los 30 o 40 decibelios, el equivalente a una conversación en voz baja. El valor mínimo registrado durante un estudio que se realizó en 2016 en el Hospital Universitario de Bellvitge fue de 58,6 decibelios (más o menos el de una aglomeración de gente) y el máximo, 69 (lo que arma una aspiradora). Por otro lado, no es solo el volumen lo que torna desagradable un sonido. Hasta la más bella música deviene ruido si es impuesta. Por eso, en lo que toca a la administración del espacio sónico, no hay principio que mejor respete nuestra libertad que procurar el silencio. En los hospitales, la tecnología lo permite y la ejemplaridad lo demanda. Las mismas empresas que instalan televisores para compartir en unos sanatorios ofrecen pantalla por cama de uso con auriculares en otros, dependiendo de lo que el centro en cuestión solicite.
¿Y qué hay de la playa? Allí también “las buenas fronteras hacen buenos vecinos”, que proclama el teórico de la política Michael Walzer. En general, mejor será la frontera cuanto más permita el disfrute de gustos más diversos. De esta forma, se erige en ideal la acogedora y porosa frontera del silencio, reveladora de nuestro respeto al otro como libre e igual. Esta es la solución que dimana de concebir la convivencia en términos de justicia e ignorar aposta (al igual que la diosa que venda sus ojos, balanza en mano) nuestra condición y preferencias. Aunque no se agota aquí la cuestión. El principio de no obligar al prójimo a participar de tus gustos musicales o tu conversación de seguro vale para todo rincón de nuestro moderno solar, pero en todo lo demás, cada playa es un mundo y en ocasiones, más de uno. Tenemos los grandes arenales en los que, guardando las distancias, todo cabe; y también esas orillas donde la solidaridad debida al juego infantil compite con la demandada por el bañista lector. Cada lugar tiene su identidad y sus reglas que, no obstante, puede resultar justo desafiar. Con frecuencia en las playas, el silencio, al igual que el nudismo, no se regala: has de conquistarlo. El reto consiste, entonces, en conjugar la ambición, la tolerancia y la prudencia con la cordialidad. Pero ¿cómo se hace eso? ¿Cómo, llegado el caso, te conviertes en modesto héroe costero de la libertad? “La respuesta, my friend, vuela con la brisa”, se me ocurre cantarte parafraseando traviesamente a Bob Dylan junto al mar. Aunque si hay mucho jaleo, te costará entenderla.
Sebastián Escámez Navas es profesor de Ciencia Política y de la Administración de la Universidad de Málaga.