Derecho animal

El pasado 14 de junio, el primatologista mexicano José Luis Álvarez Flores fue asesinado a balazos tras haber recibido numerosas amenazas de muerte. Álvarez Flores había impulsado la creación en 2012 de un área protegida en el Estado de Tabasco, donde habitan, entre otras especies, monos saraguato. Recientemente denunció la extracción ilegal de arena y piedra en el río Usumacinta. Su denuncia tuvo un alto coste: claramente el interés ecológico se enfrentaba a otro tipo de intereses más violentos.

Nadie dudaría en tachar este crimen de intolerable. Sin embargo, el motivo de la lucha que lo ocasionó sí resulta cuestionable para muchas personas, que a menudo se preguntan si tiene sentido dedicar recursos a preservar los monos saraguato —es un ejemplo— en vez de destinar ese esfuerzo a los seres humanos, como si fuesen los ecologistas quienes, con su actitud, estuviesen generando pobreza o sufrimiento en las personas.

Derecho animalEste cuestionamiento es recurrente. Así, la publicación reciente en El País Semanal de un reportaje dedicado a Sandra, la orangutana a quien la justicia argentina ha reconocido sus derechos como persona no humana, suscitó reacciones diversas entre los internautas, muchos de los cuales se preguntaban cómo puede el Estado argentino gastar dinero en traslados, pruebas y diagnósticos clínicos en un simple animal cuando el país está asolado por la pobreza infantil.

Cualquier defensor de los derechos de los animales —o cualquiera que se interese mínimamente por el asunto— sabe que recibirá la acusación de desproporcionalidad y sentimentalismo. Su preocupación será entendida, en muchos casos, como un mero capricho o será objeto de chanza. Es muy sencillo descalificar un movimiento de progreso moral ridiculizando sus manifestaciones más anecdóticas, es decir, atacando la superficie e ignorando la raíz del debate. ¿Cómo puede ser una orangutana una persona? ¿Qué será lo siguiente? ¿Una lubina? ¿Una mosca?

La consideración de persona está relacionada con el reconocimiento de la capacidad sensitiva de los animales, es decir, su naturaleza de seres sensibles. La ciencia ya ha demostrado sobradamente que hay especies con una alta sensibilidad, en especial los primates y otros mamíferos de alto coeficiente cerebral como elefantes y ballenas. También caballos y cerdos y, por supuesto, perros y gatos, son sensibles al sufrimiento. Los animales con un sistema nervioso evolucionado experimentan dolor, ansiedad, alegría y tristeza, es decir, sensaciones y sentimientos que no son privativos de los humanos. Defender esto no significa desatender a los humanos; más bien lo contrario.

El avance de las leyes en materia de maltrato animal en los últimos años ha sido notorio. Reino Unido ha endurecido su ley aumentando a cinco años de cárcel las penas, Holanda acaba de prohibir el uso de collares eléctricos en los perros y en España, actualmente, se está tramitando una modificación del Código Civil para que la consideración de animal como cosa pase a la de ser sensible, en la línea de otros países europeos.

Quizá debido a esta mayor sensibilización social, el Seprona recibe cada vez más denuncias por maltrato animal. Periódicamente nos encontramos en los medios noticias sobre detenciones y sentencias. Hace poco, un juzgado de Santa Cruz de Tenerife condenó a un año de cárcel a un hombre que arrojó a su perra a un contenedor metida en una maleta. En Córdoba, estos días se celebra un juicio contra otro individuo al que la Fiscalía pide dos años de cárcel por dejar a sus 10 perros en un coche a 43 grados —tres de ellos murieron y el resto se rescataron en muy mal estado—. Y recientemente, la Audiencia Provincial de Madrid ha ratificado la condena de un año y seis meses de prisión contra el dueño de la llamada Finca de los Horrores, donde 55 perros, vivos y muertos, estaban encadenados, al sol y sin comida ni agua suficiente, en condiciones realmente espantosas.

Si bien estos ejemplos son muy evidentes, no siempre se encuentra la misma unanimidad ante otros casos de maltrato o crueldad contra los animales, bien amparados por la tradición o por su explotación económica. Y aquí es donde surge el debate sobre los límites: ¿es lo mismo matar los animales por razones de alimentación o experimentaciones médicas que por diversión o espectáculo? Dentro de esto: ¿es lo mismo cebar a una oca para fabricar foie- gras que comer carne procedente de granjas sostenibles? ¿Es lo mismo usar animales en la investigación contra el cáncer que en la industria cosmética? ¿Es lo mismo una cucaracha que Sandra, la orangutana?

El debate ha estado presente, y sigue estándolo, no solo entre los juristas, científicos o filosóficos, sino también en la obra de numerosos escritores, desde Elias Canetti —que se negó durante un tiempo a comer carne— hasta Michel Houellebecq —quien, en su última novela, detalla el suplicio de las gallinas en una granja industrial—, pasando por Marguerite Yourcenar —autora de una Declaración de los derechos de los animales— y el Nobel J. M. Coetzee —que compara las prácticas de los mataderos con el Holocausto—. Quizá el debate más complejo sea el referido al vegetarianismo, aunque no está de más recordar que muchos defensores de la dignidad animal comen carne. Incluso Peter Singer, el autor de Liberación animal —libro que en los setenta centró el debate sobre derecho animal y que hoy sigue siendo un manual de referencia—, distingue entre comer animales y torturarlos, y establece el principio de minimización del sufrimiento, basándose en la existencia de un sufrimiento necesario o imprescindible. En este sentido, es muy interesante la reflexión que Jenny Diski señala en Lo que no sé de los animales: puede que lo que los humanos hemos hecho a los animales tras siglos de explotación sea terrible, un exterminio en toda regla, pero la situación ahora no es tan sencilla de deshacer. No pueden devolverse a la naturaleza millones y millones de gallinas, vacas, ovejas y cerdos que no tienen ya un lugar propio en ella, conduciéndolos a un exterminio de otra clase.

Más allá de la complejidad y contradicciones de estos debates, ante los casos evidentes de crueldad gratuita las penas deberían ser ejemplarizantes. La lucha contra el maltrato animal habla de nuestra propia construcción como sociedad más humanitaria, ya que, como afirma el escritor Basilio Baltasar, “no se trata tanto de defender a los animales, víctimas propiciatorias de una gigantesca maquinaria sacrificial, como de proteger y salvar a los hombres que se comportan como verdugos sin piedad”. También Sigrid Nunez, autora de ese libro maravilloso que es El amigo, dice respecto de la compasión por el sufrimiento animal: “Conozco a gente que se indigna con este sentimiento, tachándolo de cínico, misántropo y perverso, pero creo que el día que ya no seamos capaces de tenerlo será un día terrible para todo ser viviente, que nuestra caída libre hacia la violencia y la barbarie será mucho peor”. Por eso, el juzgado de Mérida que ha decretado el ingreso en prisión del hombre que apedreó a dos perros hasta la muerte en presencia de un menor no lo castiga por la muerte concreta de esos perros. A mi modo de ver, se le castiga por haber introducido un grado más de maldad en el mundo, por haber contribuido a hacer peor, y más deplorable, la especie humana.

Sara Mesa es escritora. Su último libro es Cara de pan (Anagrama).

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