Derecho en tiempo de crisis

Afines de los años 60, justo al terminar la carrera, un cura progre me dijo con una punta de cariñosa censura: «El derecho mata la vida». De modo parecido y desde la acera de enfrente, un banquero –Sigmund Warburg– había sostenido antes que, en la segunda guerra mundial, se enfrentaron la democracia y la autocracia, con la victoria final de la burocracia, es decir de la regulación excesiva. No es esto lo mismo que dicen, en los días que corren, muchos banqueros y directivos de entidades financieras, agobiados por la crisis brutal que hoy les acecha y que en buena medida han contribuido a generar. Hoy vuelven sus ojos al Estado para que este les enjuague el déficit que padecen con dinero público. En cualquier caso, mi percepción de este tema se concreta en dos constataciones.

Primera. La importancia enorme del factor jurídico en la vida social. Hay que destacar, de entrada, que el Estado, más aún que una estructura de poder jerárquicamente organizada desde el Rey al último guardia municipal, es un sistema jurídico –un conjunto de leyes– que configura un plan vinculante de convivencia en la justicia vertebrado por el único principio ético de validez universal no metafísico: que el interés general ha de prevalecer sobre el particular. Dicho lo cual, conviene tener claro el siguiente esquema: 1. Hay progreso económico porque hay mercado. 2. Hay mercado porque hay seguridad jurídica. 3. En consecuencia, la seguridad jurídica es un presupuesto imprescindible del crecimiento económico. Y hay que concluir este apartado señalando que la seguridad jurídica exige la existencia de un orden que se exprese en normas y se encarne en instituciones.
Este orden jurídico ha de concretarse, por tanto, en leyes. Unas leyes que nos hagan a todos libres y a todos nos igualen. De ahí que hayan sido siempre los poderosos quienes se han opuesto históricamente, en todo tiempo y lugar, a la vigencia de un orden que garantice la libertad y la igualdad. Y esto es precisamente lo que ocurre hoy en día: con la globalización, existe un único escenario mundial enteramente carente de regulación –es el far west–, campo abonado para todo tipo de abusos, que solo será normado cuando se abandone el intento de imponer una hegemonía unilateral y se acepte la necesidad de conformar, día a día, un orden jurídico fruto de una decisión –de un acuerdo– multilateral, sin perjuicio de que deban actuar como primus inter pares quienes ostenten hoy una primacía reconocida e incontestada.

Segunda constatación. La progresiva y grave erosión del factor jurídico en los últimos 40 años. Todo comenzó hacia los años 60, cuando el capitalismo se encarnó en su última versión –el capitalismo financiero– y al calor de este se fue formando una corriente de pensamiento cuya expresión más primaria tomó cuerpo en los años 80 –de boca de Ronald Reagan–, cuando se dijo aquello de «el Estado no es la solución, sino el problema». Es decir, desregulación so pretexto de liberalización, bajada de los impuestos, desmantelamiento del Estado de bienestar y genérica denigración de lo público y exaltación de lo privado. Con la caída del muro de Berlín, en 1989, se acentuó el proceso, ya que Occidente consideró que, al ganar la guerra sin disparar ni un tiro, había alcanzado «el fin de la historia» –en palabras de Fukuyama–, de modo que la economía de mercado y el Estado democrático de derecho se extenderían sin resistencia hasta el último confín de la Tierra. De ahí a la arrogancia del unilateralismo mediaba un solo paso, que se dio: de la legítima defensa a la guerra preventiva. La última crisis no es sino el último acto de la crónica de una muerte anunciada: el ocaso de una época marcada por la hegemonía económica y militar de Occidente; ocaso precipitado por los abusos cometidos durante los últimos 40 años, a causa –entre otros factores– del desdén por la norma que ha marcado la acción de buena parte de los gobernantes, financieros y empresarios que han tenido en sus manos el destino de sus pueblos.

Tanto es así que la aseveración de Hobsbawm de que el siglo XX puede llamarse el «siglo corto», por abarcar desde 1914 –inicio de la guerra europea– a 1989 –caída del muro de Berlín–, no es exacta: el siglo XX comienza efectivamente en 1914, pero termina en el 2008, momento en que estalla la actual crisis financiera internacional. Hay, por tanto, un paralelismo entre la caída del muro de Berlín y la actual crisis. Una crisis, por último, de la que no puede decirse que sea culpa de todos. Ocurre con ella algo parecido a lo que le sucedió a aquel picador que, derribado en Sevilla por un toro, tuvo que oír de un espectador, después de darse una gran costalada, estas palabras: «Amigo, menudo golpe nos hemos dado». A lo que respondió el varilarguero con calmosa indignación: «Mayormente algunos». Pues eso, la crisis puede que sea culpa de todos, pero mayormente de algunos.
En esta tesitura, se debe reaccionar defendiendo el imperio del derecho. Es decir, ha de haber leyes –las que sean necesarias–, pero, sobre todo, deben cumplirse las que hay, comenzando por los poderes públicos y siguiendo por los señores del dinero, tan proclives ellos a considerarse inmunes.

Juan José López Burniol, notario.