Derecho y Democracia

EL 24 de febrero de 1981 un reportero de televisión buscaba reacciones de los diputados que acababan de salir del Palacio del Congreso, después de haberse firmado el llamado «Pacto del capó», que puso fin al intento del golpe de Estado de Tejero. Entre aquellos estaba Pablo Castellanos, que pronunció la frase «...es que la democracia hay que construirla con demócratas», que conserva toda su actualidad; en efecto, la democracia necesita de hombres y mujeres que hayan aceptado los principios democráticos, pues en otro caso el sistema siempre estará en riesgo.

El principio básico de la democracia es el respeto al orden jurídico, que se integra de la obediencia a las leyes y a las resoluciones judiciales; solo a continuación vienen los demás: las libertades públicas y los derechos fundamentales, las elecciones libres, el gobierno de la mayoría respetando a las minorías, la división de poderes, la independencia de los jueces; pero la realidad muestra que sin el respeto al orden jurídico todo el sistema se resquebraja. No hay diálogo ni acuerdo posibles si no se respeta lo que S. M. el Rey ha recordado como «las reglas de juego democráticas aprobadas por todos».

Un verdadero demócrata, cuando una ley le parece injusta, lo que hace es usar de los derechos fundamentales que le ofrece el ordenamiento (libertades de expresión, reunión, manifestación, asociación, voto, etcétera) para promover, siempre por medios pacíficos, la modificación de la norma discutida, haciéndolo precisamente por los procedimientos que el propio ordenamiento tiene previstos. Conviene recordar que no son medios pacíficos los que, aunque excluyan la violencia física, supongan el ejercicio ilegítimo de cualquier presión o uso de fuerza.

Un verdadero demócrata, cuando una resolución judicial le parece injusta, lo que hace es utilizar los remedios procesales ejercitando los recursos correspondientes.

Este principio básico de la democracia es exigible en el máximo grado a quienes ejercen funciones públicas.

Todas las Constituciones de los países civilizados consagran estas obligaciones elementales para la convivencia, y así lo hace también nuestra Constitución de 1978 cuando en el número uno del artículo 9 proclama que «los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico», y cuando en el artículo 118 establece que «es obligado cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los jueces y tribunales, así como prestar la colaboración requerida por estos en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto».

Naturalmente, en esos países sucede, a veces, que hay ciudadanos y hasta autoridades que faltan a esas obligaciones, vulnerando el ordenamiento jurídico o desobedeciendo a los jueces, pero lo que no es tan frecuente es que quienes van a perpetrar esas conductas ilegítimas lo anuncien públicamente antes y no encuentren respuesta efectiva después, y menos aún que se esgrima que todas esas vulneraciones y desobediencias se presenten con el calificativo de «democráticas».

No es imaginable que ante la suspensión cautelar por el Tribunal Federal de Karlsruhe de una declaración parlamentaria de un land alemán las autoridades de ese estado continuaran dando pasos activos en la ejecución de lo suspendido.

Igualmente, no resulta imaginable que un regidor local francés continuara ni un solo día más en su puesto después de atreverse a retirar del balcón del Hotel de Ville la bandera tricolor que con regular tamaño y por mandato legal ondea siempre en todos los municipios de Francia.

La Historia nos advierte que cuando esas situaciones de desprecio al derecho se generalizan la democracia y el Estado mismo corren serio peligro, porque se trata de sustituir el principio de respeto al orden jurídico por otros supuestos valores que autorizan a quebrantarlo. Uno de esos casos es cuando se convierte a los sentimientos en un valor por encima de las leyes, lo que acaba en enfrentamiento con otros sentimientos.

Conviene advertir que en el desorden del derecho, cuando las leyes se incumplen y las sentencias resultan estériles, solo hay injusticia, arbitrariedad y caos, que son el cultivo de los totalitarismos. Cuando esa situación llega y se asienta, hasta lo que parecía imposible puede convertirse en probable, por acción o por reacción.

«Esa España abierta en la que cabemos todos», en que dijo creer Don Juan Carlos en su mensaje de Navidad, es una gran nación europea con anclajes en «ambos hemisferios», como declaraba nuestra primera Constitución de 1812 y conserva una riqueza en la variedad que ampara y garantiza nuestra Constitución vigente de 1978, que nació tras un proceso ejemplar «de la ley a la ley», como se decía en la Transición, conservando el orden jurídico, que sería una verdadera locura romper ahora cuando con todas las dificultades económicas, sociales y políticas, que podemos superar y que vamos a superar, estamos en la Unión Europea, en el euro, en la OTAN, y aspiramos a formar parte, con toda legitimidad, del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Quiera Dios que este año 2014 sea no solo el de la superación de la crisis, sino también el de la plena restauración de la concordia, de la voluntad puesta en un futuro de progreso de todos los españoles juntos y, en definitiva, del regreso al sentido común.

Ramón Rodríguez Arribas fue vicepresidente del Tribunal Constitucional.

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