Derecho y obligación de combatir el cambio climático

Hace 60 años, los autores de la Declaración Universal de Derechos Humanos se reunieron tras las secuelas que dejó una tragedia humana evitable, desencadenada por una depresión económica y un nacionalismo extremo que llevaron a una guerra mundial y al Holocausto. En aquel escrito se dice que «el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad». Y el documento sigue siendo la base de un sistema de derechos humanos y compromisos sociales que se fundamenta en los valores universales para todas las personas y para las generaciones venideras.

Delegados de gobiernos de hasta 180 países se han reunido a lo largo de toda la semana en la isla indonesia de Bali para negociar un acuerdo global de cambio climático que entraría en vigor a partir de 2012, en sustitución del Protocolo de Kioto. La cumbre debería haber servido para reflexionar y poner el acento en los valores implícitos en el artículo I de la Declaración Universal: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos».

Hoy en día, el calentamiento global nos empuja hacia la tragedia humana del siglo XXI. Aquella tragedia obligará a millones de las personas más pobres del mundo a enfrentarse a aumentos en la pobreza, el hambre y la vulnerabilidad. Dejará también a las futuras generaciones, a nuestros hijos y a sus hijos, frente a la amenaza de una catástrofe ecológica.

Ante esta situación, la inacción representaría algo mucho más grave que la constatación de que la de Bali ha vuelto a ser una cumbre internacional frustrada. Son evidentes las señales de alerta que da la ciencia del clima. Necesitamos respuestas políticas urgentes. Para decirlo claramente, el hecho de no comprometerse hoy a buscar e implementar verdaderas soluciones podría interpretarse como una contribución a violar sistemáticamente los derechos humanos de los pobres y de las generaciones futuras.

Muy a menudo, se describe el cambio climático como una indeterminada amenaza futura. Uno de los lujos que brinda la riqueza es una capacidad para adaptarse, a corto plazo, al cambio climático. Sírvannos de ejemplo las inmensas inversiones realizadas en toda Europa y en Estados Unidos en el refuerzo de sistemas de protección contra las inundaciones. Es cierto que la existencia de veranos más largos y calurosos podrán ocasionar incomodidades a las que los ricos siempre pueden adaptarse ajustando ligeramente el termostato. Pero los riesgos y las vulnerabilidades se presentan de manera muy distinta para las personas más pobres: unos 2.600 millones de individuos, el 40% de la humanidad, que subsisten con menos de 2 dólares al día.

La mayoría de ellos vive en la primera línea del cambio climático, en zonas agrícolas propensas a la sequía, zonas de litoral bajo y deltas fluviales, o en barrios de tugurios urbanos. Pese a que el cambio climático trae consigo muchas incertidumbres, hay un resultado que puede predecirse con confianza: los pobres sufrirán la peor parte.

Los pequeños agricultores en los países más pobres, en su mayoría mujeres, se enfrentan a riesgos especiales. El calentamiento global ya se relaciona con un aumento en el número de zonas afectadas por sequías en el Africa subsahariana; y la sequía es precisamente una de las principales causas de la pobreza. Los modelos climáticos, de una manera inquietante, señalan a una disminución a largo plazo en la productividad agrícola. En zonas áridas y semiáridas en países tales como Kenia, Sudán y Níger, aquella disminución podría ascender a más del 25% para 2060. Debemos ponernos a reflexionar sobre lo que esto supone para una región donde la mitad de la población vive en la pobreza y la malnutrición infantil es endémica.

A medida que suben los niveles del mar y los océanos más calientes producen ciclones más violentos, las personas que viven en zonas de litoral bajo y deltas fluviales propensas a inundaciones se enfrentan a amenazas graves. Las imágenes de sufrimiento humano que han acompañado a las inundaciones extendidas en Bangladesh representan una advertencia de la escala de estas amenazas. A lo largo del siglo XXI, las inundaciones podrían desplazar hasta a 400 millones de personas, lo que derivaría en una nueva ola de refugiados ambientales.

En el mundo desarrollado se perciben con demasiada frecuencia las crisis climáticas como emergencias que van y vienen de un día para otro, y que empiezan con una sequía o una inundación y concluyen cuando parten las cámaras de la televisión internacional. Esa perspectiva es desaconsejable. Los niños nacidos en una zona afectada por la sequía en Etiopía tienen un 36% más de probabilidades de estar malnutridos para cuando alcancen los cinco años de edad que otros niños. Si ponemos esa cifra en un contexto, ello resulta en dos millones de niños etíopes que están malnutridos hoy porque sus padres no pudieron afrontar un fenómeno de sequía aislado.

¿Por qué producen las crisis climáticas a corto plazo daños a tan largo plazo para el desarrollo humano? Las condiciones varían de país en país, pero surgen algunos temas conocidos. Con una existencia ya al margen de la supervivencia y sin acceso a programas de seguridad social, cuando las sequías o las inundaciones golpean a los pobres, éstos se ven obligados a vender sus activos productivos, recortar los gastos en nutrición y atención sanitaria, y sacar a sus hijos de la escuela.

Estas son las medidas de desesperación que conducen a una pobreza a largo plazo. Como sostiene el Informe sobre Desarrollo Humano de este año, existe ahora una posibilidad muy real de que el calentamiento global frene y luego revierta los avances en materia de desarrollo humano, no en un futuro remoto, sino durante nuestras vidas. Es más, esto sería el prólogo de los riesgos ecológicos sistemáticos a los que se enfrentarán las futuras generaciones, especialmente con la destrucción acelerada de las capas de hielo de la Antártida occidental.

Es poco realista esperar que los acuerdos alcanzados en Bali puedan resolver el problema del cambio climático. Pero será poco escrupuloso si, en la conciencia plena de los costos humanos, sociales y económicos de la inacción, los dirigentes políticos no convienen en cómo proceder por un camino común.

El punto de partida es establecer límites claros. Necesitamos reducir el promedio de las emisiones globales de unas siete toneladas de CO2 por persona a unas dos toneladas para 2050. Para lograr este objetivo, los países ricos tendrán que reducir sus emisiones en, por lo menos, un 80%. A fin de cuentas, son éstos quienes tienen la principal responsabilidad histórica del problema; además, cuentan con las capacidades tecnológicas y financieras para hacer las primeras y más drásticas reducciones.

Los países ricos tienen igualmente que demostrar liderazgo en otros ámbitos. Ningún acuerdo multilateral tendrá éxito si no se amplía con el tiempo para comprender todos los principales países responsables de emisiones, entre ellos India, China e Indonesia. Sin embargo, no se puede esperar que los países en desarrollo, con sus recursos limitados, comprometan sus legítimos objetivos de desarrollo humano a fin de resolver una crisis que no provocaron. Por ello, la reunión en Bali pudo haber sido una buena oportunidad para demostrar una cooperación internacional y responsabilidades compartidas en la financiación de la transferencia de tecnologías con emisiones bajas y programas para luchar contra la deforestación.

Finalmente, los países ricos no pueden invertir miles de millones de dólares en la fortificación de sus sistemas de defensa contra el clima mientras abandonan a los pobres del mundo a defenderse con sus propios medios. En términos diplomáticos, es vergonzoso que hasta la fecha se hayan movilizado solamente 26 millones de dólares para la adaptación al cambio climático en los países pobres, cifra que representa unos pocos días de gastos en protección contra las inundaciones en el mundo rico.

Aun con las medidas más estrictas de mitigación del cambio climático, tenemos que reconocer el hecho de que el calentamiento global perdurará en el futuro previsible. La justicia exige que los países ricos financien la limitación de los daños y así cumplan con sus compromisos existentes de invertir el 0,7% del PIB en ayuda internacional. Sin embargo, también quiere decir pagar los 86.000 millones de dólares aproximados en costos adicionales relacionados con la protección de personas vulnerables en los países en desarrollo a través de medidas ambientales y programas de protección social.

Reconocemos la enorme complejidad de las cuestiones que se han de abordar al negociar un acuerdo de cambio climático. No obstante, en el último análisis, la solución queda en nuestras manos; y seguir adelante como hasta ahora supone demasiada destrucción para contemplarlo.

Bali ha representado una oportunidad para fijar un nuevo camino. Aunque esta generación de líderes políticos no puede solucionar la crisis del cambio climático, recae sobre ellos mantener abierta la posibilidad de una lograda respuesta política a largo plazo. Si no actuamos, las generaciones venideras lo considerarán una elección política que merece la descripción de un acto de barbarie que refleja una despreocupación y un desdén por los derechos humanos.

Kevin Warkins, director del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.